Tanto si abrazaron la tradición después de una carrera célebre por la innovación, como si por el contrario se mantuvieron fieles a sus estilos, las últimas obras de grandes creadores de la historia de la música académica dicen mucho acerca de los dilemas del artista
Algunas semanas atrás, fuimos al encuentro de aquellos compositores que, contra cualquier lógica o razonabilidad, iniciaban sus carreras creativas en edades tempranísimas, cuando, se supone, ningún chiquito o adolescente puede planificar estrategias para elaborar discursos musicales coherentes e, incluso, eventualmente originales. La propuesta para esta ocasión, y no será la única, será la de observar qué tipo de obras escribieron esos músicos que dedicaron sus vidas a la composición en sus tramos finales. Con esta premisa, queda claro que la cantidad de compositores a analizar es infinita. Todos podrían estar incluidos. Pero aun reduciéndola a aquellos a quienes la posteridad les ha sido favorable y beneficiosa, la cifra sería inabarcable. Por lo tanto, este artículo será pequeño, de democracia reducida y pecará de una irremediable parcialidad. Por lo demás, los finales de camino de los compositores pudieron sobrevenir en distintas edades. Mucho antes de que la farmacología, la biotecnología, las vacunas y las ciencias médicas prolongaran la vida humana a cifras que hace pocos o muchos cientos de años eran inalcanzables, los compositores podían ser sorprendidos por la muerte en edades definitivamente crueles e injustas. Otros, más afortunados, con muchas décadas a cuestas todavía seguían en la brecha.
Para poner algún límite y alguna equivalencia dentro de un universo tan vasto, en esta oportunidad, escogeremos seis compositores que hayan fallecido en distintos siglos, desde el XVI hasta la actualidad. Delimitado el campo, veremos cómo terminaron sus vidas creativas compositores tan disímiles y maravillosos como Roland de Lassus, Claudio Monteverdi, Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Olivier Messiaen y Krzysztof Penderecki. ¿Y Bach, Bartók, Brahms, Guastavino o Puccini? Pues no. Una columna de periodismo cultural no es un tratado ni una enciclopedia. Sabedores de que satisfacer a todos es imposible e irritar a muchos es factible, dejaremos una puerta ampliamente abierta para continuar observando, en alguna otra oportunidad, cómo concluyeron sus vidas todos esos compositores que, hasta la actualidad, siguen sonando maravillosamente bien. Además, para generar alguna discordancia o alguna aceptación, en el final, le daremos la bienvenida a otro compositor con una obra postrera.
Roland de Lassus nació en Mons, en 1532, pero, para la historia, ha quedado como Orlando di Lasso, a pesar de que solo residió en Italia algunos años de su muy frondosa y trajinada vida. Fue el compositor más destacado del Renacimiento tardío, ese tiempo que abarcó la segunda mitad del siglo XVI. Fue el más versátil, admirado y renombrado de los músicos de su tiempo y, con personalidad y altísima creatividad, se introdujo en todos los géneros eclesiásticos y seculares de su tiempo así como también dentro de la muy novedosa música puramente instrumental.
Adaptó su idiosincrasia creativa a los dictados musicales del Concilio de Trento en la composición de misas y motetes pero en el campo secular fue un experimentador y un verdadero innovador en madrigales y villanellas italianas, en todo tipo de chansons francesas y en sus varios volúmenes de lieder alemanes. Sus últimos treinta años los pasó en Múnich, donde falleció, en 1594. Su última obra, de ese mismo año, fue Las lágrimas de San Pedro, una colección de veintiún madrigales espirituales en italiano.
Tal vez para reafirmar aquella sentencia que indica que los años aplacan todas las inquietudes y moderan los impulsos más cismáticos, este ciclo es una obra bellísima y absolutamente conservadora, alejadísima tanto de sus aventuras juveniles como de los grandes avances e indagaciones expresivas que, en sus partituras, plasmaban los grandes madrigalistas italianos de ese tiempo. En esta versión, los integrantes de Los Angeles Master Chorale no solo que cantan cada una de las siete voces del madrigal sino que, además, siguen las coreografías e indicaciones que, para esta obra, diseñó el gran Peter Sellars.
Claudio Monteverdi nació en Cremona, en 1567 y desde 1613 residió en Venecia, donde detentaba el prestigiosísimo puesto de maestro di cappella de la Basílica de San Marco. Si la ópera nació de la mano de poco relevantes compositores florentinos hacia 1600, la primera gran obra maestra del nuevo género fue su Orfeo, escrito en Mantua, en 1607. Fue, sin lugar a dudas, la figura consular del Barroco temprano, A los 75 años, en 1642, produjo su última gran obra, L’incoronazione di Poppea, una ópera con la cual no solo concluye su vida creativa -Monteverdi fallecería al año siguiente- sino que, de algún modo, se consuma, en una verdadera obra maestra, el epílogo de aquellas propuestas musicales, estéticas y teatrales que, desde la Camerata Fiorentina, dieron lugar al nacimiento de la ópera.
Si bien hay en esta obra una gran novedad argumental -por primera vez los personajes no son seres mitológicos sino seres humanos de historia concreta y comprobada — en esta ópera no aparecen esas novísimas arias de bellas melodías que ya estaban sonando en las nuevas óperas venecianas. En el final, la advenediza Poppea logra que Nerón se deshaga de Ottavia y la expulse de Roma. El triunfo del amor tiene lugar en “Pur ti miro, pur ti godo”, el dúo final de Nerón y Poppea. Cabe recordar que el papel de Nerón fue escrito para un castrado y acá es interpretado por el gran contratenor Philippe Jaroussky. La codiciosa nueva emperatriz es la exquisita soprano lirica Danielle De Niese.
Con su prodigalidad reconocida, en su último año de vida, Mozart, que falleció a los 35 años, en 1791, dejó para la posteridad una increíble serie de obras notables. Con todo, tan solo con observar sus dos obras postreras no podemos sino lamentarnos de que la muerte lo haya sorprendido tan tempranamente cuando estaba, efectivamente, en la plenitud de su arte. Cuando partió hacia la eternidad, desde hacía más de dos meses, con singular suceso, en Viena, se estaba representando La flauta mágica. Pero la obra final, la que no alcanzó a concluir, fue su Réquiem en re menor. Llegó hasta el “Lacrimosa”, el último número del Dies irae, aunque no compuso música para el “Amén”, la aclamación con la cual debe ser cerrada toda secuencia.
Ningún otro compositor de la historia se despidió de la vida con una obra tan inconmensurable, magistral y superior como este Réquiem. Clásica y dolorosa, esta obra es diferente a cualquiera otra de su tiempo. Mozart tomó el texto de las misas de difuntos y, abrevando en el espíritu representativo y en las búsquedas polifónicas del Barroco, compuso el réquiem más célebre y maravilloso de todos los tiempos. Esta interpretación del “Lacrimosa” está a cargo del ensamble vocal Arsys Bourgonge y la Camerata Salzburg dirigidos por el luxemburgués Pierre Cao. Solo disfrute y admiración.
Beethoven falleció el 26 de marzo de 1827, también en Viena. Tenía cincuenta y seis. En sus últimos años, encerrado en su sordera, Beethoven dejó de lado a los grandes ensambles y se refugió dentro del cuarteto de cuerdas. Uno tras otro, llegaron sus últimos cuartetos. Fue indagando en nuevas armonías, nuevas texturas, nuevos planteos formales y dejó un legado final absolutamente asombroso. De ese corpus, única, misteriosa, inexplicable y sorprendente, ahí está la Gran fuga en Si bemol mayor, op. 133. Pensada como último movimiento de su Cuarteto, op. 130, Beethoven la retiró de ese marco continente y la publicó como obra independiente. Es una pieza de extrema dificultad para los músicos que se aventuran con (o contra) ella. Pero lo sorprendente y lo conmovedor es descubrir que en esta Gran fuga hay avances discursivos y expresivos que preanuncian al romanticismo por venir sino e incluso, a ciertas armonías y sonoridades propias del siglo XX. Esta es la interpretación que ofreció el Cuarteto de Dinamarca hace un lustro en el Lincoln Center.
Olivier Messiaen nació en Aviñón, en 1908, y fue uno de los músicos más trascendentes de las segunda mitad del siglo pasado. Original, creativo e imbuido de un misticismo católico dejó una obra maravillosa en la que brilla una singularidad discursiva y expresiva que lo diferencian de cualquier otro compositor del siglo XX. A lo largo de toda su vida, escribió obras referenciales con títulos tan paradigmáticos como la música que fluye dentro de ellas: Cuarteto para el fin de los tiempos, Pájaros exóticos, Veinte miradas sobre el niño Jesús, Sueños de pájaros, etc., etc., etc.
Pero su última obra, compuesta en el bienio 1990-1991, con Mozart latiendo por los aires cuando se cumplían doscientos años de su muerte, se llama, sencillamente, Concert à quattre, siendo los cuatro instrumentos solistas el piano, la flauta, el oboe y el chelo. En su despedida, el gran compositor mantuvo todos los componentes que hicieron de su música un universo absolutamente personal pero prescindió de los títulos referenciales y escribió un concierto que es una clara muestra de música absoluta. Junto a la Orquesta Sinfónica Estatal “Nueva Rusia”, dirigida por Daniel Kavka, los solistas son Alexander Zagorinsky, chelo, Olga Ivusheykova, flauta, Dmitry Bulgakov, oboe, y Mikhail Dubov, piano.
Experimental y potente, desde Polonia, en los años 50, apareció Krzysztof Penderecki. Las obras que le dieron nombradía internacional fueron Treno por las víctimas de Hiroshima (1960) y La pasión según San Lucas (1963-6). Por talento y personalidad, Penderecki se posicionó entre los compositores más renombrados y aceptados de la nueva vanguardia europea. Trazó camino junto a Pierre Boulez, Karl-Heinz Stockhausen, Luciano Berio, György Ligeti, entre otros más, hasta que, hacia mediados de los años 70, Penderecki, progresivamente, se fue apartando de las búsquedas y las posturas que lo habían caracterizado al tiempo que fue volviendo a las formas tradicionales de la música forjando un neorromanticismo muy personal. En esta segunda época compuso sinfonías, conciertos, músicas litúrgicas y piezas ocasionales.
En la música de este período vibra una emocionalidad romántica y resabios de aquellas orquestaciones y sonoridades mahlerianas. Mucho antes de su fallecimiento, en 2020, Penderecki prácticamente había dejado de componer y se dedicaba únicamente a la dirección orquestal. Con un camino similar al de Roland de Lassus, en el final de su vida creativa, el revolucionario escribió hermosísimas obras vinculadas con la tradición. De sus últimas composiciones significativas, este es el Concerto grosso para tres chelos y orquestas, de 2001, dirigido por el mismo Penderecki.
Por último, y porque, sin lugar a dudas, él también es un clásico, aunque no de clásica, podemos admirar la última creación de Carlos Gardel. Instalado en Nueva York y filmando películas muy taquilleras casi en serie, Gardel, siempre con textos de Alfredo Lepera, incluía dos tangos propios en cada película. En la última de ellas, Tango Bar, de 1935, con un coro y una orquestación muy cinematográficos (y poco porteños), Gardel, junto a Tito Lusiardo, su entrañable compinche, mirando al mar desde la cubierta de un barco, canta “Por una cabeza”. Su tango postrero, bailado por Al Pacino, en Perfume de mujer, una película de hace treinta años, adquirió una enorme nombradía y ha pasado a ser su tango más conocido en todo el mundo. ¿Y “El día que me quieras”? En los registros de Sadaic, como corresponde, “El día que me quieras” no está consignado como tango sino como una canción.
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