Crosby, sin discípulos
"Cuando los domingos la lluvia traía/la voz de Bing Crosby y un verso de amor." Nada más apropiado que ese fragmento de "El 45", de María Elena Walsh, para confirmar que en aquel momento, como venía sucediendo desde quince años atrás y habría de continuar hasta bien entrada la década del cincuenta, en buena parte del mundo era imposible proponer otro ídolo romántico que no fuera el arquetípico crooner de cuyo nacimiento se cumplió un siglo anteayer.
Las mujeres de tres generaciones se encantaron con su modo suavísimo y discreto de expresar baladas sentimentales, boleros o aires hawaianos, sin querer enterarse de otras habilidades suyas como la de cantar jazz -fue el primer blanco que lo hizo legítimamente- ni del desdoblamiento humorístico en títulos desopilantes junto a Louis Armstrong o las Andrews Sisters. Mucho menos del repertorio de melancolía irlandesa, canciones de cowboys y escapismo para olvidar el rigor militar que le sirvieron para ser aceptado por los hombres como ese amigo del pub al que podían presentarle la novia sin temor a su seducción.
Esa actitud casual de ídolo de matinée sin edad, incapaz de tomarse en serio a sí mismo pero leal, solidario y respetuoso de los valores tradicionales, terminó siendo la apariencia oficial de una megaestrella como la música popular no ha vuelto a producir. El primer vocalista estable de una orquesta (la de Paul Whiteman, nada menos) y no sólo el que más discos grabó en la historia del género, sino también un vendedor fuera de competencia, con cuatrocientas apariciones en las listas de hits y treinta y ocho primeros puestos, incluyendo el fenómeno masivo de "Navidad Blanca".
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Igual que Carlos Gardel, que más o menos en la misma época creó la manera que sigue vigente para expresar canciones en castellano, Bing Crosby supo aprovechar todas las ventajas del perfeccionamiento del micrófono y la grabación eléctrica para elaborar ese estilo confidencial y sin estridencias que lo convirtió en el primer ídolo parecido a la gente común y con alcance internacional. Gracias al disco y también al cine, en el que permaneció como favorito de las boleterías durante quince temporadas consecutivas, ganando un Oscar y otras dos nominaciones por roles dramáticos, algo nunca igualado por una figura de la música.
Lo sorprendente es que el principal artista pop de la primera mitad del siglo veinte, inspirador de cantantes inolvidables (desde Russ Columbo y Perry Como hasta Dean Martín y Pat Boone son una multitud), que realizó varios álbumes excelentes en la etapa final de su carrera y había protagonizado otro aclamado ciclo en el London Palladium poco más de un año antes de su muerte, en octubre de 1977, sólo permanezca como unidad de medida del éxito o referencia nostálgica, sin continuadores de su estilo ni fanáticos para un culto que nunca llegó a existir.
Los glotones de basura atribuyen la intrascendencia a la pulverización de su mito, luego de hacerse público que aquel norteamericano perfecto para consumo navideño había sido en realidad un fascista avaro, mujeriego y cruel al extremo de inducir al alcoholismo a su primera esposa y al mayor de sus cuatro hijos y causar luego el suicidio de otros dos, anécdotas sórdidas desmentidas por la aparente normalidad de su segunda familia.
Lo cierto es que Crosby seguía cantando admirablemente cuando otros más jóvenes que él daban pena -"The Complete United Artists Recordings" basta para demostrarlo-, pero lo hacía detenido espiritualmente en un pasado incomprensible, vibrando con la locura de la jazz age, susurrando al oído el optimismo por el mundo más equitativo que prometía el new deal o emocionado igual que el día que liberaron París, sin enterarse de que estaba interpretando letras de Carole King, Steven Sondheim o el satírico "Razzle Dazzle", de "Chicago".
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