Los franceses la tomaron como emblema en la Primera Guerra Mundial por encarnar los ideales de la fraternidad; los nazis se apropiaron de ella en la Segunda Guerra y, en los últimos 50 años, musicalizó películas y hasta campeonatos de fútbol
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La enumeración de las tragedias, calamidades, inconvenientes y consecuencias que trajo consigo la pandemia del coronavirus es interminable y dolorosa por donde se la mire. Pero también tuvo consecuencias menores. Entre ellas, y, por su magnitud, no pasible de ser ingresada entre las desgracias mayúsculas, hay que traer a colación la cancelación de todas las celebraciones, acontecimientos y festivales que se iban a llevar adelante en todo el mundo, en 2020, para honrar a Ludwig van Beethoven cuando se cumplían 250 años de su nacimiento.
Pero ahora existirá una mínima compensación, ya que este martes 7 de mayo se cumplen 200 años del estreno de su Sinfonía Nº9, una verdadera y auténtica obra maestra, un verdadero hito en la historia de la música que dará lugar a conciertos, emisiones y transmisiones por todas las vías que la tecnología provee; charlas, conferencias e infinidad de artículos que, como éste, harán hincapié en su significación, en la genialidad de su responsable y en su unicidad, ya que esta sinfonía, por fuera de lo estrictamente musical y sonoro, está rodeada de una saga de implicaciones políticas y culturales que la acompañan desde su mismo nacimiento, aquella primera vez, hace dos siglos, en Viena, en 1824.
Todas las sinfonías, ésta sinfonía
Con el advenimiento del clasicismo, en la segunda mitad del siglo XVIII, esencialmente desde Viena y con Joseph Haydn como principal impulsor, se instaló la sinfonía, una obra para orquesta en cuatro movimientos, cada uno de los cuales caracterizado por un perfil y una forma peculiares. En un principio, las sinfonías fueron, mayormente, galantes y equilibradas, pero fue sufriendo transformaciones en sus contenidos con los aportes de Wolfgang Amadeus Mozart quien, creativo y mágico, supo incorporarle otro tipo de elementos más dramáticos, por momentos casi operísticos.
Aquellos refinamientos iniciales fueron, lentamente, reemplazados por un discurso más denso, más teatral. En sus últimas sinfonías, Haydn se sumó a esta nueva tendencia. Cabe recordar que Mozart falleció en 1791 y que las últimas sinfonías de Haydn fueron escritas a mediados de la década del 90. Sobre esa base, Beethoven, que desde Bonn había venido a Viena en 1792, estrenó su primera sinfonía en abril de 1800. Si bien es, en general, una sinfonía haydniana (Beethoven había estudiado con él), hay detalles de instrumentación, un clima general más enérgico y un extrañísimo minué, el tercer movimiento, en el que ni el tempo ni su caudal son los de una danza más donosa que apasionada. La huella de Beethoven y las profundas alteraciones y vehemencias que imprimiría al clasicismo vienés habían comenzado.
Le continuaron otras tres sinfonías intensas, verdaderas piedras angulares de la historia de la música: la Sinfonía Nº3, la “Heroica” (concluida en 1804), la celebérrima Sinfonía Nº5 (1808) y la Sinfonía Nº7 (1812), tres obras de altísima significación y que serían merecedoras, cada una de ellas, de análisis pormenorizados para denotar y elogiar las novedades, los cambios y las ideas (todas beethovenianas) que laten en ellas. En comparación a ellas, las sinfonías pares son “apenas” buenas obras. La Sinfonía Nº8, de 1812, parecía ser la última ya que, después de su estreno, Beethoven dejó las sinfonías a un lado. Por otra parte, cada vez más afectado por los avances de su sordera, dejó de tener apariciones públicas como pianista o como director.
En 1817, la Sociedad Filarmónica de Londres le encomendó la composición de una sinfonía y en ese mismo año, comenzó con algunos esbozos para escribir una obra en re menor. Con todo, no avanzó con ese proyecto y, con la relativa lentitud y la consabida concentración con la que trabajaba, escribió las últimas cuatro sonatas para piano, las Variaciones Diabelli, algunas obras de cámara y se abocó, también sin mayor apuro, a su monumental Missa solemnis. Pero en 1822, sin que nadie pueda precisar cuál fue el factor determinante, Beethoven retomó aquella sinfonía olvidada y decidió que incorporaría las estrofas de An die Freude, literalmente, A la alegría, un poema que Friedrich Schiller había publicado en 1786 y que Beethoven había leído apenas llegado a Viena. El título fue traducido, en todos los idiomas, como Oda a la alegría o Himno a la alegría.
Desde ese momento, en 1822, Beethoven trabajó con la idea de una sinfonía cuyos tres primeros movimientos oficiarían de introducción al poema de Schiller que, grandioso, afloraría en el último movimiento. Pero Beethoven fue mucho más allá de eso y escribió una obra de una extensión descomunal, con una larga serie de estrategias que nunca habían sido plasmadas en una sinfonía. La resultante fue que, de principio a fin, la Sinfonía Nº9 devino en una obra extraordinaria a la cual cualquier adjetivo elogioso le queda un tanto insuficiente. De su mano y de su osadía, en el último movimiento de una sinfonía, un género de música instrumental, aparecen solistas vocales y un gran coro mixto. Si bien, popularmente lo que musicalmente identifica a esta sinfonía es la melodía con la que se inicia el poema de Schiller, la sinfonía se extiende por más de una hora y será justicia pasar lista a las maravillas que hizo Beethoven en los tres primeros movimientos y, por supuesto, también las del final.
Los cuatro movimientos
El primer movimiento está antecedido por la indicación “Allegro ma non troppo, un poco maestoso”. Con todo, el comienzo es casi un no-comienzo, con notas largas casi inasibles en las cuerdas graves sobre las que apenas aparecen algunos aleteos de sonidos descendentes. Y después sí, emerge el primer tema (0.45), en el tempo requerido y más que majestuoso, enérgico y trágico. En contraposición, el segundo tema es plácido, casi íntimo (2.36). Lejos de cualquier esquema formal evidente, sobrevienen, luego, reiteraciones, nuevos temas e incisos, desarrollos cortos o extensos y cambios de carácter que determinan unidades y segmentos que no se ajustan a la tradicional forma sonata de los primeros movimientos de las sinfonías clásicas. Amplio, intenso y mayormente trágico, cualquier intento de acomodar estos contenidos a una forma tradicional será forzado. Desde el primer movimiento, Beethoven ya anunciaba que esta sinfonía sería diferente. Así suena en la brillante interpretación de la Orquesta del Diván, dirigida por Daniel Barenboim, en el Albert Hall londinense.
Si en su Sinfonía Nº1, Beethoven había llevado al minué, el tercer movimiento, a una velocidad y a una intensidad inauditas, en la Sinfonía Nº2 desechó al minué, demasiado aristocrático para los nuevos tiempos posteriores a la Revolución Francesa, y lo reemplazó por el “Scherzo”, una danza tumultuosa, veloz, mucho más conveniente para la nueva época.
Si bien en algunas obras de cámara, ocasionalmente ubicó al “Scherzo” como segundo movimiento, en sus sinfonías siempre lo había dejado para después del movimiento lento. En esta obra, el “Scherzo” continúa al movimiento inicial y, en cierto modo, está emparentado a él en su tonalidad (re menor) y en su vehemencia. Pero es más salvaje que trágico, sensación que puede percibirse desde el mismo comienzo, con un inusual protagonismo de los timbales. Prescripto “Molto vivace”, el “Scherzo” es pujante, vigoroso y desborda energía. Lo sorprendente, además, es que la primera parte está claramente estructurada según los cánones de la forma sonata, con tres temas (0.09, 0.43, 0.52) y articulado en exposición repetida, desarrollo y reexposición, un esquema extemporáneo para un Scherzo. El Trío central, en modo mayor, aporta un contraste sumamente oportuno y que, en definitiva, potencia aún más al Scherzo que, cuando reaparece, (8.10) parece aún más urgente y desbocado.
Desde cierto desconocimiento o por adherir a encasillamientos que en poco lo favorecen, se suele decir que Beethoven es dionisíaco, volcánico, pasional y siempre impetuoso. Por supuesto, Beethoven es muchísimo más que eso y la poesía, la intimidad y la introspección, entre otras cualidades más, también tienen lugar dentro de su creación. El tercer movimiento de la Sinfonía Nº9, “Adagio molto e cantabile”, es un testimonio de las profundidades y las honduras que Beethoven era capaz de alcanzar. Extenso y estructurado, muy libremente, casi como meditaciones sobre un tema (desde 0.27 a 3.10), este movimiento, a puro lirismo, está atravesado por un melodismo exquisito, cercano, plácido y seductor.
Si lo excelso y la más artística perfección habían sido desplegados generosamente en los tres primeros movimientos, la sorpresa, lo inesperado y, definitivamente, lo revolucionario sobrevienen en el cuarto movimiento en el cual, lo reiteramos, por primera vez dentro de una sinfonía aparece la voz humana a través de cuatro solistas, una soprano, una contralto, un tenor y un barítono, y un desmesurado coro mixto que le dará vida y sonidos a la Oda a la alegría, de Schiller. Pero lo de Beethoven no fue, simplemente, musicalizar un texto. Hasta que irrumpe el barítono, preludiando al poema de Schiller con un texto breve del propio Beethoven, a lo largo de unos siete minutos orquestales, el compositor barre con todos los moldes y construye una introducción absolutamente innovadora.
En el mismo inicio, luego de un llamado espectacular de toda la orquesta, los contrabajos y los chelos presentan un recitativo en unísono que anticipa lo que será el canto inicial del barítono. Y después, desde 0.57, uno a uno, entre las frases de las cuerdas graves, van reapareciendo los temas de apertura de los tres primeros movimientos. Beethoven no alcanzaría a ser testigo de que su sinfonía sería la piedra basal sobre la cual se desarrollarían las formas cíclicas del romanticismo, es decir, aquellas obras en las cuales cierto material musical circula por distintos movimientos. Y después de esta apertura tensa, única y diferente, en 3.25, apenas susurrado por los contrabajos, en Re mayor, comienza a sonar una de las melodías más célebres de la historia, la que Beethoven escogió para musicalizar la apertura del An die Freude, de Schiller. Unos tras otros, se van sumando las cuerdas, las maderas, los bronces y se alcanza la apoteosis del conocidísimo tema en un tutti orquestal conmovedor (6.00).
Todo lo que viene después, luego de la invitación que pronuncia el barítono, en este caso, el gran bajo-barítono René Pape, (7.30) es entonado muy extensamente y en innumerables secciones. Entremezclados y geniales, habrá momentos espectaculares y de alta intimidad, desbordes instrumentales y susurros de altísimo arte. El texto está subtitulado en el video. Sólo para admirar los alcances ciclópeos de Beethoven, no podemos no remitir a la escucha de la plenitud del coro y de la orquesta en 14.23. Para destacarlos, menester es nombrar también a los otros tres solistas, la soprano Anna Samuil, la mezzosoprano Waltraud Meier y el tenor Michael König. En aquella ocasión, en Londres, participó el National Youth Choir of Great Britain.
El estreno y una vida multifacética por fuera de los teatros
Con una orquesta inmensa como nunca había tenido Beethoven a su disposición y un coro al tono, el 7 de mayo de 1824, la Sinfonía Nº9 fue estrenada en el Theater am Kärntnertor de Viena, obviamente, no dirigida por Beethoven cuya sordera lo había incapacitado para esa actividad. Para completar el programa, se interpretaron, además, la obertura La consagración de la casa, op.114, y, ya que había un coro, tres partes de la Missa solemnis, op.123. La recepción de la sinfonía fue muy favorable y, prácticamente, desde ese mismo instante, la obra comenzó un derrotero que tuvo muchísimas peripecias por fuera de los teatros. En esto incidieron una composición musical excepcional en la que, dentro de una monumentalidad y una desmesura, queda en la memoria una melodía simple y fácilmente cantable. Pero, además, hay un texto que está centrado en la alegría y en la fraternidad, dos términos esencialmente nobles pero que pueden tener diferentes significados según la ideología de quien los mire y considere. Por lo tanto, la Sinfonía Nº9 ha sido utilizada para distintos fines y objetivos y ha aparecido en las más variadas oportunidades. Sin ninguna cronología y sin consideraciones de valor sino, simplemente, como una aséptica enumeración, ésta es una pequeña muestra de las infinitas y muchas veces antagónicas apropiaciones políticas que se han hecho de la Sinfonía Nº9.
Ya que con Wagner no era suficiente, los nazis la incorporaron a grandes eventos para reafirmar la superioridad aria. En 1936, apareció en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Berlín, y, al año siguiente, para festejar el cumpleaños de Hitler, Wilhelm Furtwängler la dirigió en su homenaje. Antes de eso, en los años de la Primera Guerra Mundial, los franceses la tomaron como emblema porque encarnaba los ideales de la fraternidad.
Siempre en el mismo territorio, muchos años después, unos y otros confluirían en la Unión Europea que, en 1972, la adoptó como himno del bloque en una versión sin texto, versión que arregló y dirigió Herbert von Karajan, el más célebre director europeo de su tiempo pero que, por todos los medios, siempre trató de ocultar o hacer olvidar que, en 1933, se había afiliado al partido Nacionalsocialista. En otro continente, el repulsivo sistema racista imperante en Rodesia, que de fraternal o humanitario no tenía nada, la transformó en su himno nacional.
En 1927, cuando se cumplía un centenario del fallecimiento de Beethoven, la Sinfonía Nº9 sonó como manifestación de hermandad tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética. Unos la consideraban democrática; los otros, revolucionaria. En 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, Leonard Bernstein consideró oportuno ofrecerla y registrarla en la Schauspielhaus de la ciudad, con músicos de veinte países y hasta con un coro de niños, tomándose la licencia de cambiar el Freude original por Freiheit y así la alegría tornó en libertad.
Pero la Novena, así, a secas, también sonó importante y central en otros espacios. Quienes leyeron La naranja mecánica, de Anthony Burgess (1962), recuerdan las perversiones sádicas de Alex, un fanático admirador de Beethoven que buscaba llegar al arte de su ídolo en cada una de las depravaciones que cometía. En la película homónima de Stanley Kubrick (1971), concretamente, la música que ilustra las degeneraciones es la de la Sinfonía Nº9.
En Hombre mirando al sudeste, la maravillosa película de Eliseo Subiela (1986), Rantés, en sus delirios, dirige la gran sinfonía y mientras la música emerge victoriosa, las imágenes remiten a los internos del hospital siquiátrico donde él mismo está internado, en una escena de intensa alegría y felicidad.
En la novela Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier (1953), el personaje central es un musicólogo que, en un momento conflictivo de su vida, abomina, en general, de la cultura occidental y europea, sensación que se manifiesta, intensa y desagradable, mientras escucha el no-comienzo de la Sinfonía Nº9. Muy lejos del arte musical, cinematográfico o literario, la Novena también aflora en otros ámbitos. Hace más de una década fue la música elegida, durante varias temporadas, para la apertura de las transmisiones televisivas de la Copa Libertadores de América.
Tal vez hoy ya menos emparentada a los ideales románticos de la fraternidad y más presente por sus maravillas sonoras y musicales, llega el día de recordar a Beethoven y de ver y escuchar su Sinfonía Nº9 en Re mayor, op.125, que así es como se llama esta obra extraordinaria, una de las grandes creaciones de la humanidad.
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