The Crown: en la cuarta temporada, la pompa y circunstancia deja paso a una mueca amarga
Si algo podía ajustar aún más el retrato de Peter Morgan sobre la Corona y su importancia en la vida inglesa es la concreción de una mirada contemporánea. Las temporadas anteriores de The Crown, sobre todo las protagonizadas por Claire Foy y ambientadas en el tiempo de ascenso y estabilización del reinado de Isabel II, estaban impregnadas del idealismo propio de toda evocación. La juventud de una monarca que se ve sorprendida por su propia asunción al poder, los dilemas del ejercicio del liderazgo, el control de las emociones, el equilibrio entre la imagen pública y lo que quedaba de la vida privada. Esos parecieron ser los hilos conductores de aquel despegue y a partir del cambio de elenco y el acercamiento hacia el presente llegó el momento de ensayar una exégesis más minuciosa del personaje, explorando sus aristas más esquivas, sus decisiones en tiempos más difíciles, la llegada de la madurez y la combinación de su rol de madre y soberana. Olivia Colman aportó el mejor rostro para esa trayectoria, menos luminosa, menos ilusionada, en sintonía con un personaje que comienza a tener en sus espaldas más peso que esperanzas a futuro.
En la cuarta temporada de la serie, que ya está disponible en Netflix, Morgan asumió una perspectiva más oscura del relato, cuya construcción dramática no esquiva asuntos álgidos como las políticas neoliberales de Margaret Thatcher, la posición británica frente al apartheid en Sudáfrica, los enfrentamientos con el Ejército Republicano Irlandés por las demandas independentistas de ese país, la guerra de Malvinas. En ese contexto, la figura de Isabel II ya no es vista como prisionera del aprendizaje de su rol sino como pieza clave de su sostenimiento. La cercanía del tiempo permite a la serie impregnarse de una realidad que antes había reconstruido desde una memoria histórica, algo distanciada, algo nostálgica, pero que ahora revela una crudeza singular. Es la temporada más crítica con la posición de la Corona frente al devenir político de Gran Bretaña, donde sus viejas ilusiones de imperialismo quedan expuestas como estrategias de mera supervivencia, ciertos actos de verdadero accionar político decantan en traiciones y cobardía, el férreo control de la imagen pública en el inevitable derrotero del fracaso.
Los dos personajes excluyentes de esta temporada, además de la reina, son Margaret Thatcher y Diana Spencer. Ambas actuaciones, la de Gillian Anderson, con su voz rasgada y su tono admonitorio, y la de Emma Corrin, la princesa de cuento de hadas signada por la tragedia, son verdaderas apariciones, modeladas sobre unos originales que son más cercanos en el tiempo y que han tenido exhaustiva exposición mediática. La serie alterna episodios, siguiendo la cronología de los años 80, a partir de la presencia de esos personajes en el eje de la discusión, el primero eje del orden público, el segundo termómetro de la vida privada. Las audiencias entre Thatcher y la reina son los momentos más intensos y a la vez los más agudos, verdaderos duelos discursivos en los que Morgan pone en juego lo que se conoce de esa disputa pública en jugosas conversaciones a puertas cerradas. La relación del príncipe Carlos (Josh O’Connor, una de las revelaciones de la serie) y Lady Di desnuda, quizás como ningún otro acontecimiento, el efecto devastador que puede traer aparejado la construcción de una perfecta imagen pública sobre las vidas privadas.
Anderson hace de Thatcher el verdadero símbolo de un renaciente conservadurismo, una mujer que resiente su género, que sirve una opulenta comida a su gabinete mientras pergeña las medidas de ajuste de su plan económico, atenta a la letra de un discurso en plena reunión con los líderes de la Commonwealth con una mueca de desprecio, orgullosa de su padre y su origen humilde pero fundamentalista en la transformación de esas bases que la hicieron ser quien es. Es quizás uno de los mejores análisis del thatcherismo que se haya realizado desde una ficción que no se piensa como política, capaz de condensar en la misma figura que lo representa, con esa peluca expansiva y ese gesto agriado, todas las claves que definieron a una década. Morgan utiliza las fotos del gabinete con Thatcher en el centro del encuadre, rodeada de hombres de traje como una exigida corte de aduladores, para sintetizar las dimensiones de su dominio de la escena. "Ya dejó a tanta gente sin empleo, no se extrañe que ahora decida arrebatarle el suyo también", le dice alguien a la reina como síntesis de esa persistente batalla.
La figura de Lady Di se convierte en el gran atractivo de esta temporada, en parte porque es una historia conocida que todos esperan ver recreada, en parte porque es la encarnación de la tragedia contemporánea. Lo interesante es que Morgan esquiva los hitos como el casamiento y deconstruye las imágenes famosas –como las de la gira australiana o el baile en la ópera a propósito del cumpleaños de Carlos– para demostrar que la incomodidad de su figura no estaba solo en el desamor del príncipe sino en los celos que despertaba su popularidad en toda la familia real. De alguna manera Morgan explora porqué la mitología alrededor de Lady Di fue decisiva para revelar las limitaciones de la Corona en la adaptación a los nuevos tiempos. Tanto Carlos como la princesa Ana, que en la temporada anterior parecían demostrar signos de rebeldía o por lo menos ciertos cuestionamientos a sus roles, aquí se ven enredados en los temores e inseguridades que experimentan al medirse con alguien que goza del aplauso del afuera. Y Diana no es solo inocencia e ingenuidad sino que junto a sus dolores y fantasmas también está el goce por su figura pública, el descubrimiento de lo que significa ser visto con veneración.
The Crown escapa en esta temporada como en ninguna de las anteriores de la tentación de la autoindulgencia. Ninguno de los personajes escapa al escrutinio, aún bajo las vestiduras del fracaso o la desilusión. Incluso la princesa Margarita (Helena Bonham Carter) tiene uno de los episodios más crepusculares de esta temporada, revistando el esplendor de sus años de rebeldía, el sueño de un protagonismo siempre esquivo, las cadenas que la unieron a esa familia sin escapatoria. Su vínculo con Isabel sigue siendo uno de los más genuinos dentro de un mundo de protocolos e imposiciones, siempre puesto a prueba por los deberes que conducen a la propia preservación. Y es justamente Isabel, y el trasfondo de sus decisiones, lo que Morgan coloca en el centro esta vez. Ya no interceden la justificación que brindaba la juventud y la inexperiencia del comienzo, ni la asunción de las limitaciones de su rol y sus inevitables concesiones, sino los aspectos más ásperos de su personalidad y su forma de ejercicio del poder.
Es la temporada que derriba definitivamente todo idealismo, la que expone la pompa y el ceremonial como contracara de la soledad y la cobardía. Morgan usa el ridículo con astucia, para exponer la terquedad, los prejuicios y la miopía frente a la realidad de quienes están en la cima del poder, y lo hace sin apartarse de un relato atractivo, que hilvana los hechos históricos con sus ecos contemporáneos. Su sentido del humor persiste en la ironía pero ahora lo hace con una mueca más amarga, consciente del efecto que todavía perdura desde aquellos años. Los ochenta fueron la clara bisagra para la Corona, la certificación de su distancia con el pueblo, de su absurdo ensimismamiento, de su indolencia frente a la crisis, y Morgan ha construido el drama perfecto para representarlos. Su camino hacia el tiempo presente no puede estar mejor marcado.
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