Balada de las cosas del pasado que desaparecen
Con un teléfono no inteligente es cierto que la escena hubiera ganado dramatismo. Pero la emulación vintage del ¡¡ring!! que programé en mi móvil hace que no haya sobresalto posible. Así que del otro lado hay un técnico con voz circunspecta que trae malas noticias. Habla como esos médicos de la ficción, de las novelas argentinas, a los que el guión les tenía reservada una vida de lepidóptero: llegar a la casa, dejar el saco o piloto en un perchero, entrar en una habitación, esperar unos segundos, salir con gesto resignado. Apenas una línea, con suerte dos. Ahora el técnico murmura: “Llamo por la compactera Yamaha… No tengo buenas noticias…Encontramos el error y la estabilizamos. Pero volvió a fallar. No tiene solución. Lo siento”.
Todo el diálogo tiene el espesor de una llamada hospitalaria. De hecho no es muy diferente de la que recibí meses atrás para decirme que habían hecho todo lo posible para estirarle la vida a una tía que llevaba largo tiempo en la frontera. Pero se entiende, pues tanto el técnico como yo guardamos, todavía, apego por estos aparatos de la era hi-fi, especies en peligro de supervivencia, cosas de la única forma de aristocracia a la que pudimos aspirar: la de escuchar música de la mejor manera posible.
Por supuesto que soy usuario de plataformas y en 2022 la música está en todas partes: tanto que no está del todo en ninguna. Artefactos como esta compactera cuya falla técnica podría traducirse como un accidente cerebrovascular (lectura errática de los discos compactos, desequilibrio súbito en la temperatura de los componentes) localizan el acto de escuchar música, obligan a una mayor atención se trate de Sibelius, Judas Priest o Los Chunguitos (reemplácelos por tres ejemplos random de su propia cedeteca).
El tono lúgubre del técnico no habría sido tal si no hubiera detectado mi preocupación por salvar esa cosa, ese gabinete de metal negro que me acompañaba desde el comienzo del nuevo siglo. Al fin, participamos de una especie de subcultura que lejos de expresar tecnofobia elige una tecnología por sobre otra. Recorrer con los ojos una biblioteca de cajas de plástico, elegir muchas veces al azar (nunca lo es, pero ese es otro tema) y realizar con las manos una serie de tareas que terminan en el sonido. Que sigue siendo bastante mejor que el de las plataformas, por cierto.
Del abandono irremediable de las cosas en la tierra prometida del metaverso (¡¿Quién quiere vivir ahí?!) se ocupa el filósofo Byung-Chul Han en No-cosas, un libro que se lee y vende rápido. Más apocalíptico que integrado, su retórica parece menos la apelación a un pasado mítico que la insinuación de una desobediencia a ciertos mandatos del presente. Con malicia podría decirse que es el anti-Marie Kondo, por su llamado a no desprenderse como si nada de objetos que también forman parte de la experiencia y la sensibilidad humanas.
En su blog Hipermediaciones, el investigador en comunicación digital Carlos Scolari reseña el inesperado best seller del heideggeriano coreano-alemán con el título “El último tango de Byung-Chul Han” y la imagen icónica de un bandoneón. Sabemos lo que connota “tango” más allá del género que fue de la milonga al arte universal de Astor Piazzolla: melancolía, nostalgia, lamento por la pérdida (del barrio, de una mujer). Son todos sentimientos cancelados por la sensibilidad ambiente y lo de Han tiene algo de eso.
También aparece un sentimiento similar en Licorice Pizza, la película a la que parece aferrarse la cinefilia este verano. Paul Thomas Anderson reflexiona a través de una historia de amor teen sobre el cine como cosa: cine tangible, en una sala, en fílmico, no streaming. Su Melody 2.0 está ritmada por cosas: colchones de agua, máquinas de flipper y mucha de la música que pasó de los vinilos a los casetes y luego a los CD.
Muchas de esas canciones, casi todas, sonaron en la compactera Yamaha que ahora, como si estuviera en una morgue hi-fi, reconozco como la mía entre otros aparatos vintage que el técnico me muestra en el subsuelo de su laboratorio.