Crónicas de la selva: Una mentira redentora de 300 palabras
El tráfico de DVD entre amigos es lo que a los amantes del cine nos permite ver películas que nunca llegarán a la Argentina, o de las que sobreviven pocas copias. Uno de esos benditos azares me permitió hace un poco más de un mes ver la que, para mí, es una de las grandes joyas sobre el Holocausto, que supera largamente ese tema tantas veces enfocado y revela aspectos sobre la condición humana en situaciones extremas. La película es Persian Lessons, según su título inglés; y, en español e italiano, El profesor de persa, dirigida por Vadim Perelman, sobre el cuento “El invento de un lenguaje” del gran guionista alemán Wolfgang Koolhaase, al que se lo ha comparado con Billy Wilder. El film es de 2020. Estuvo a punto de ser nominado para el Oscar, pero no lo fue por cuestiones legales. La producción es bielorrusa, aunque hay pocos bielorrusos en la pantalla. El protagonista, el formidable actor argentino Nahuel Pérez Biscayart, pequeño como un duende, de inmensos ojos verdes, anegados de perplejidad, miedo y angustia, interpreta a Gilles, un joven belga de origen judío. Tiene a su lado a un estupendo intérprete alemán, Lars Eldinger, casi un gigante, que encarna al oficial nazi Klaus Koch, un ser que puede inspirar terror, pero también ternura y empatía. Para muchos críticos, El profesor de persa tiene como tema central la supervivencia. Pero esa supervivencia es mucho más de lo que se entiende como tal y se abre como una flor extraña e imprevisible. ¿Qué haría cualquiera de nosotros para sobrevivir en un campo de concentración?
Gilles se entera de que Klaus ha encargado a sus subordinados que le encuentren a un persa; tiene pensado, una vez terminada la guerra, abrir un restaurante en Teherán y planea aprender el persa de alguno de sus eventuales y escasos cautivos iraníes. Gilles afirma saber hablar persa, pero no leerlo ni escribirlo. Por supuesto, miente. Klaus le pregunta cómo se dicen distintas palabras en farsi. Gilles no tiene más remedio que inventarlas del modo más arbitrario, pero una vez inventadas, las debe recordar; de ese modo Gilles y Klaus empiezan a compartir una lengua inventada por Gilles que Klaus toma como verdadera. Es una colosal estafa lingüística. Mientras la estudia, Klaus se siente conquistado por la arquitectura del idioma. En un rapto de lirismo, Klaus crea un poema de hondura filosófica, breve y musical, en el falso persa de Gilles y le pregunta a este si le gusta. Con franqueza, Gilles admite que le gusta mucho. Una de las dificultades de esa invención de alumno y discípulo es que, de continuo, deben crear palabras y registrarlas. Klaus piensa que está hablando una lengua milenaria; en realidad, son palabras urdidas minutos antes. Hasta que Gilles inventa un sistema generador: le asigna un significado a los nombres y apellidos de cada prisionero, le basta con quitarle unas letras para que nazca el nuevo vocablo. Cada palabra es un hombre. Cada hombre una palabra. A veces, el nombre y el hombre se aparecen en textura, ritmo, espíritu. Ese falso farsi fue creado para el film por un filólogo ruso de la Universidad de Moscú.
Sin darse cuenta, los prisioneros descubren que la supervivencia los envuelve en una red de sentimientos, de deudas morales, que responden a una civilización que parece muy anterior. En ese mundo de cautivos, donde no caben las deudas morales, estas existen, llegan del pasado. Uno de los presos roba comida para un compañero de cautiverio a punto de morir; es así como el hermano del moribundo contrae un lazo de afecto con el ladrón de alimentos. Y esa deuda lo lleva, para pagar, mucho más lejos de lo que jamás se imaginó. Sobrevivir lleva a amar, a sacrificarse, a inmolarse. Perelman y Koolhaase no se olvidan de que están rodando una película. El suspenso tiene a los espectadores en el filo de la butaca. No voy a contar el final de la película, pero es lo más parecido a un rezo, a una alucinación hecha de memoria, a un homenaje construido sobre una mentira de trescientas palabras y pocas reglas sintácticas destinadas a mantener con vida a unos pocos seres humanos, que somos todos nosotros.