
Debemos recordar la lección de Mafalda
En lugar de subestimar la capacidad reflexiva de los niños, hay que acercarlos a la filosofía
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A fuerza de siglos de cicutas, hogueras, inquisiciones, campos de concentración y demás atrocidades, la humanidad ha convenido en que los pilares sobre los cuales se erige la arquitectura del saber humano radican en la consciencia de la ignorancia, el amor por el conocimiento, el valor de la duda y la pulsión por responder en libertad las preguntas primeras, esto es, la filosofía.
No fue casualidad, por ejemplo, que en los convulsionados años 70 de la Argentina, lo primero que se enseñaba a un incauto aprendiz de revolucionario era que la lógica dialéctica desmentía a la burguesa impostura de la lógica aristotélica, y de modo reducible a un pueril duelo entre el sabio Heráclito y el siniestro Parménides, por lo cual los jóvenes militantes podían ahorrarse la discusión en la universidad, salvo para imponer allí la forma “correcta” de pensar, es decir, la antítesis de la filosofía.
Aunque hoy no resta margen en ámbitos técnicos para jugar con esta clase de sofismas, pues de lo contrario hasta las licuadoras estallarían en las manos, alguna parte del pensamiento actual continúa coqueteando con el irracionalismo, desde la política populista hasta la academia sofisticada, por no hablar de las infinitas prácticas alternativas o de autoayuda poco serias o de sectas o gurúes con discursos que ya en aquellos años 70 se calificaban como cheap philosophy.
Sin embargo, el problema radica menos en esos círculos, donde cada adulto puede entretenerse como le plazca, sino en los niveles más elementales de la educación, donde las mentes infantiles y juveniles están ávidas de aprender a pensar por su cuenta, condición esencial para una vida digna.
Ocurre la paradoja de que, aunque todos coinciden en que el conocimiento es la clave del desarrollo, en que el futuro depende de seres capaces de reflexionar críticamente, por sí mismos y en libertad, la filosofía continúa siendo una materia accesoria y decorativa que puede aguardar a un secundario avanzado, como si antes de eso no fuera necesario aprender a pensar. Esto implica la absoluta inversión de una sucesión educativa lógica, si admitimos que la filosofía constituye la base de todo conocimiento.
Suponemos que niños y jóvenes no serían capaces de ponernos en aprietos con interrogantes trascendentes, cuando es evidente por la tortuosa experiencia histórica argentina que nuestra sociedad adulta ha carecido de indispensables herramientas reflexivas y morales.
Se requiere enseñar, ya desde la infancia, rudimentos filosóficos, como el amor al saber, la virtud de pensar con lógica y de actuar con ética, el rigor de la argumentación, apreciar el arte con criterios estéticos, los pares esencia-existencia o sustancia-forma, la duda como base de un pensamiento crítico, el empleo de métodos elementales como la inducción y la deducción, familiarizarse con esas aporías que se confunden con las fábulas infantiles, o las vidas ejemplares de los grandes filósofos.
Continuar subestimando la capacidad reflexiva de niños y jóvenes, demorando su formación filosófica, los dejará cada vez más en manos del irracionalismo que consumen en las redes, donde predominan el terraplanismo, las teorías conspirativas y otros despropósitos, y donde se les enseña a no reflexionar sino a incorporar información sin fuentes, a creer sin vacilar, a discurrir sin lógica y, a menudo, a proceder sin moral.
Bastaría evocar la sabia creación de Quino para abrir la inmensa puerta de la curiosidad infantil hacia un tipo de razonamiento afín a la filosofía, pues las pequeñas Mafaldas de hoy continúan planteándose los mismos interrogantes que, como en aquella célebre tira, nadie les responde.




