Desde Ovidio, la literatura confirma que nuestro verdadero hogar es el idioma materno, con sus ecos intransferibles
El exilio, situación adversa que puede dejar secuelas ontológicas insalvables, da cuenta de una circunstancia sombría inherente a momentos críticos de la condición humana. Esta voz, conectada con el verbo latino exilio = exsilio, “saltar fuera de”, estaría conectada con la voz exsul “fuera de su tierra, exiliado”. Este apelativo, según Cicerón, se aplicaba a quienes habían transgredido algún mandato religioso, por lo cual debían ser desterrados. Para los pitagóricos el exilio apunta a una cuestión más profunda: remite al “exilio” de las almas que, tras la muerte del cuerpo, aguardan una reencarnación.
Entre los tormentos que el exiliado lleva en sus espaldas está el de marchar muchas veces sin rumbo fijo y en condiciones que lo obligan a recurrir a la caridad de los demás. “Probarás cómo a salado sabe / el pan ajeno, y cuán duro camino / es bajar y subir escaleras ajenas” (Dante, Paraíso). Esta situación se agrava cuando el desterrado marcha por tierras cuya lengua le es ajena; así, pues, se convierte en un ser doblemente exiliado ya que lo es de su tierra y de su lengua: deambula, más que a la búsqueda de un solar, a la de un destino. Deviene en lo que, desde antiguo, se designa como homo viator, un peregrino; tema clave encarado por Gabriel Marcel cuando entiende la vida humana como una exploración y un peregrinaje continuos.
De los problemas que competen a los exiliados, quiero detenerme en el de la lengua pues lo considero sustancial.
Ulises u Odiseo, después de pasar un decenio tras el sitio y conquista de Troya (años 1194-1184 circa), según evoca la epopeya homérica, a causa de la ira de Poseidón deambuló, desterrado, varios años por el Mediterráneo para, finalmente, alcanzar su tierra. Ese destierro no le mudó su anhelado propósito de volver a su siempre recordada Ítaca; sin embargo, apenas llegado, deseó partir, pues no veía a su isla como la de siempre o, en todo caso, él ya no era la misma persona, pese a que su lengua materna no lo había abandonado. Siguió siempre siendo griego y lo seguiría siendo mientras continuara hablando y pensando en griego: la lengua, más que un accidente, es constitutiva del ser.
"Más que un accidente, la lengua es constitutiva del ser"
También para Nikos Kazantzakis, en su magnífica Odisea, el héroe, apenas arribado a su isla, emprende viaje hacia el sur, desmaterializándose: “¡Y extiendes, alma, las manos insaciables y sin fondo / para beber la muerte, el agua inmortal, y saciarte!”. Advertimos con su ejemplo que el exilio se abre como el lugar del heroísmo, del sufrimiento y del silencio que, inmisericorde, horada, aun cuando, en el caso de Odiseo, el héroe sigue hablando su lengua natal.
En lo que refiere a Ovidio, el famoso poeta latino, por razones que bien no alcanzó a comprender, aunque habla de error et carmen –un error y un poema–, recibe la orden de marchar de por vida a Tomis, una perdida localidad del Mar Negro, en la actual Rumania. Desde allí envía cartas versificadas –Las Tristes y Las pónticas– a su esposa, a amigos y a seres para nosotros desconocidos a fin de que logren que Augusto deponga su ira y le permita regresar (patética y escalofriante la elegía que evoca el momento en que la guardia imperial viene a prenderlo, circunstancia en que su joven esposa, sollozando y asida al cuello del amado, no lo dejaba partir, Trist. I 3, 16-17). No logró su propósito frente al impertérrito Princeps, tampoco frente a Tiberio, su sucesor; años después, muere olvidado en el exilio, aunque, tal vez, esperanzado según la citada idea pitagórica en una posible reencarnación, si es que era pitagórico como sostienen algunos estudiosos.
El poeta lamenta la imposibilidad de expresarse en su lengua –la latina– en ese perdido confín del Imperio, situación que lo sume en una angustia de raíz metafísica. Su patria ha dejado de ser Roma, ahora lo es su lengua, que en el destierro yace ahogada en un mutismo asfixiante: los getas, habitantes de esa tierra inhóspita, no la hablan.
El caso de Hannah Arendt
La filóloga y filósofa Barbara Cassin, en un sintético pero sustancioso ensayo –La nostalgia. ¿Cuándo es que, por fin, uno está en su hogar?– analiza las derivas y consecuencias emocionales provocadas por los destierros, para detenerse en el caso de Hannah Arendt, cuya obra tradujo al francés, poniendo foco en la relación entre patria, exilio y lengua materna. Arendt, exiliada en los Estados Unidos, aunque dueña de un perfecto inglés, no siente nostalgia de su patria, sino de su lengua. Apoyándose en la concepción aristotélica del ser humano como animal dotado de lenguaje, Cassin estima que el inmigrante, al perder su lengua, se convierte en un “balbuciente bilingüe” que se mueve como un paria, ya que el verdadero anclaje del hombre en la sociedad es la lengua.
El desterrado, en un medio en el que debido a un idioma extraño nunca logra insertarse plenamente, preserva su lengua materna como un tesoro inalienable: en ella radica su libertad interior. Cada lengua moviliza ecos, recuerdos, vivencias intransferibles, semejante en cierto modo a las correspondances sugeridas por Baudelaire.
"El exilio también se abre como el lugar del heroísmo"
Entre los desterrados, en ocasiones, se dan ya el llamado silencio inexcusable como el de Ovidio, ya una situación grave como la planteada por Paul Celan cuando, horrorizado, se enfrenta ante la paradoja de expresar su agonía judía en la lengua del exterminador (Celan, aunque rumano, para su expresión poética con los años había adoptado la lengua alemana). Cassin alude también al caso de Günther Anders, primer marido de Hannah Arendt, pensador comprometido contra el nazismo y contra todo tipo de violencia extrema, quien, llegado a Viena, ciudad de la que había tenido que exiliarse, al no encontrar “su tierra”, se siente extranjero ya que percibe la capital del viejo imperio austrohúngaro como una ciudad en la que nunca había vivido. Así apunta: “Todo el mundo sabe que su madre es mortal. Pero nadie sabe que su casa es mortal”. La Viena de sus recuerdos había muerto. Destaquemos, metafóricamente, que la lengua materna sigue siendo siempre el hogar de los desterrados.
En Las fenicias de Eurípides, Yocasta pregunta a su hijo Polinices, forzado a estar fuera de su tierra, qué se siente al estar privado de la patria. Lo más duro, responde el desdichado príncipe, es que el desterrado no tiene libertad de palabra. Se trata de la tan comentada parresía, rasgo sobresaliente de los atenienses y aspecto sustancial de la pólis en la que la libertad de palabra es la nota que define al hombre libre, es decir, al ciudadano; estimo que el concepto de parresía puede hacerse extensivo también a la libertad de ejercer la propia lengua.
Sobre tal cuestión quiero referir una experiencia que viví cuando estudiante en la Universidad Nacional de La Plata. Nuestra profesora de Literatura alemana era Ilse Teresa Masbach de Brugger. Persona de un rigor intelectual extremo, amable y cordial, aunque jamás la vi sonreír. En nuestro país tradujo en verso el Wallenstein de Schiller, así como obras de Dilthey, Hebbel y entre otros autores, al dominico Meister Eckhart, y también asidua colaboradora de LA NACION. De familia judía, logró escapar a tiempo de la Europa invadida por los nazis. Doctorada en Austria con una tesis sobre El problema de la muerte en Rainer Maria Rilke, autor de su preferencia al que también volcó al español, huyó espantada de un ámbito tan enfermo como criminal y recaló en nuestro país ocupándose en labores menores para, poco a poco, con su inteligencia y al auxilio de algunas amistades de la colectividad germánica en el exilio, lograr ser reconocida como una prestigiosa intelectual hasta llegar a ser profesora en las Universidades de La Plata y Buenos Aires.
Recuerdo, no sin emoción, que una tarde en que daba clase pasó una ambulancia haciendo sonar su sirena, estrépito aterrador semejante al de los vehículos de los nazis que conocemos por los films alusivos a la Segunda Guerra; al escuchar la sirena, la doctora Brugger súbitamente cerró los ojos y quedó como electrizada. Comenzó a temblar y gritó unas palabras en alemán, cuyo significado entonces no pude discernir. Todos quedamos sin palabras. Luego, ya serena, pidió disculpas. ¡Cuántos recuerdos pueden haber pasado por su mente –mejor dicho, por su alma– en ese momento singular! Constaté así, una vez más, que el hogar de una persona es su lengua materna. Precisamente a su lengua materna, de modo inconsciente, había recurrido esta profesora desterrada, como cobijo en un momento de angustia. Va esta anécdota en sentido homenaje a su memoria.