El día en que la Revolución Rusa fusiló a Dios en Moscú
La sentencia la dictó Anatolo Lunacharsky, un intelectual que quería unir materialismo con fervor moral
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El 17 de enero de 1918 fusilaron a Dios en Moscú. Parece un disparate, pero el acto simbólico realmente ocurrió. Con la anuencia de Lenin, Anatoli Lunacharski, el jefe del Narkomprós –Comisariado del Pueblo para la Educación- impulsó el juicio, que se había desarrollado un día antes y que apenas duró cinco horas. La decisión fue inapelable: Dios es culpable de delitos contra la humanidad.
El 16 de enero se había iniciado el proceso, con sus respectivos fiscales y defensores. El tribunal, presidido por Lunacharsky, escuchó seriamente los cargos contra el Señor. Fue acusado de genocidio por los abogados del Estado, mientras miraban con desprecio al banquillo de los acusados, donde se había puesto una Biblia ortodoxa. Los defensores que flanqueaban la Sagrada Escritura argumentaron en defensa de Dios que, en realidad, había que considerarlo inimputable, ya que el Todopoderoso padecía de “grave demencia y trastornos psíquicos”. Pidieron su absolución, dado su particular estado.
Finalmente, la sentencia fue dictada por Lunacharski: Dios sería fusilado en forma inmediata. Los delitos cometidos eran demasiado graves, sin lugar para la clemencia. El 17 de enero a las seis y media de la mañana, medio centenar de soldados en una plaza moscovita levantaron sus fusiles hacia el cielo y descargaron cinco ráfagas de metralla, quebrando el silencio invernal. Aparentemente entendían que el “Maligno” se hospedaba en algún lugar del firmamento y que ya no volvería. De algún modo, la profecía de Nietzsche, “Dios ha muerto”, la había cumplido Lunacharski.
Lunacharski fue todo un personaje. Admirado por Lenin (“Una naturaleza especialmente dotada”) crítico, ensayista, dramaturgo, cumplió un rol clave en los albores de la revolución. Durante su vida y posteriormente, tuvo una gran cantidad de seguidores, los lunacharkovedi, fogueados por la hija del bautizado “poeta de la revolución”, Irina Lunacharskaia.
Hombre de vasta cultura, nació en Poltava, Ucrania, en 1875. Con apenas quince años se encandila con las teorías marxistas. Su entusiasmo aumenta cuando luego de estudiar en Zurich conoce a Rosa Luxemburgo y al revolucionario marxista Leo Jogiches. Decide entonces, unirse al Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSR). Comienza a escribir artículos y ensayos sobre política, pintura y literatura, entre otros temas. Recorre Europa y en 1913 funda en París el Círculo de Literatura Proletaria. Junto a Trotsky y Joffe participa en el Comité Interdistral del POSR. Este grupo se fusionó con los bolcheviques en agosto de1917.
Luego del triunfo de la Revolución de Octubre, Lunacharski fue nombrado al frente del Comisariado de Instrucción Pública, la Narkomprós. También fue el encargado del primer censo estatal. Junto a Aleksandr Bogdánov, fue uno de los impulsores del movimiento artístico proletario, Proletkult (Cultura Proletaria), que le llevaría a tener algunas diferencias con Lenin y Trotsky. Esta fue una institución de arte experimental que intentaba modificar las tendencias visuales, literarias, teatrales burguesas mediante la nueva estética que impondría el liderazgo del proletariado.
Para Lunacharski, “la religión es como un clavo; cuanto más se la golpea en la cabeza, más penetra”. En su opinión, la propaganda bolchevique, siendo puramente materialista y científica, podía atraer al proletariado, pero no conseguiría ganar la simpatía emocional de la intelligentsia ni del campesinado. En su opinión, los bolcheviques debían propagar el marxismo como una religión antropocéntrica cuyo dios era el hombre elevado a la cumbre de sus capacidades, y cuya celebración era la revolución, “el mayor y más decisivo acto en el proceso de la construcción de Dios”. Pues “la religión consiste en el entusiasmo y sin entusiasmo nada grande puede crear el hombre”.
Si nos atenemos a los resultados, la prédica no cayó en saco roto. Entonces y hasta hace poco tiempo atrás, en muchos aspectos la vida hierática de un comunista se asimilaba a la de un creyente. Sus gustos, sus lecturas, su dieta, sus tendencias artísticas, debían responder a los patrones que imponía el partido, como también sucede con algunas religiones. Claro que la fuente no era la Sagrada Escritura, sino el Manifiesto Comunista.
Sheila Fitzpatrick, probablemente la mayor sovietóloga occidental y cuya tesis doctoral fue sobre este personaje, explica: “La tesis de la construcción de Dios fue ejemplificada por Máximo Gorki, entonces íntimo amigo de Lunacharski, en su novela Confesión, publicada en 1908″. Lunacharski diría después que ‘el Dios del que habla el anciano [personaje de la novela] es la humanidad, toda la humanidad socialista. Esta es la única divinidad accesible al hombre; su Dios no ha nacido todavía, pero está en proceso de construcción. Pero ¿quién es el constructor de Dios?: sin dudas, el proletariado¨. El cineasta italiano Elio Petri pareció concordar con esta tesis cuando lanzó su famosa película La clase obrera va al paraíso.
En teoría, después del “ajusticiamiento” del Señor el proletariado ocuparía su lugar, no en el cielo sino en la Tierra. El comisario de Instrucción Pública tomaba revancha, una vez más, del ninguneo de los leninistas materialistas y al mismo tiempo cobraba el protagonismo que creía merecer.
Lunacharski sostenía que Marx no solo fue un científico social, sino también un filósofo moral, un verdadero profeta de la gran tradición judía de Cristo y Spinoza, y el marxismo bien entendido era una síntesis de ciencia y fervor moral.
A pesar de que Lenin estaba en desacuerdo, Lunacharski insistía en la conveniencia del maridaje entre la devoción religiosa y el fervor revolucionario. Apenas pudo, el jefe de la Narkompros no dejó pasar la oportunidad. Tres meses después de la revolución. Logró poner a la Biblia en el banquillo de los acusados y como buen dramaturgo recreó un juicio grotesco, que pasaría a la historia, pero no suscitó el entusiasmo esperado en la población. Los rusos estaban lidiando con la pobreza extrema que prosiguió a La Gran Guerra y otras urgencias preocupaban a los líderes de la revolución de octubre.
En el prólogo del “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, Marx dijo que la historia suele repetirse dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. Y la farsa tuvo lugar durante la Guerra Civil española. A mediados de 1936, un grupo de milicianos subió al Cerro de los Ángeles, próximo a Madrid, y ametralló el monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Como si este escarmiento no fuese suficiente, el 7 de agosto la impresionante mole en homenaje al Hijo de Dios fue dinamitada y se la rebautizó como El Cerro Rojo. Probablemente sin saberlo, estaban homenajeado a Lunacharski.
En 1929 Lunacharski renuncia a la Narkompros, en desacuerdo con la reforma educativa que había decidido el partido. Si bien al principio la dimisión fue rechazada, finalmente Stalin decidió reemplazarlo por un fanático: Andréi Búbnov. Como una especie de compensación, en 1933 se lo designa embajador en España. No llega a asumir. Muere en el trayecto, en la ciudad de Menton, Francia, el 26 de diciembre de ese año. Había vivido intensamente 58 años. Fue un intelectual polémico, que influyó en el pensamiento de muchos de sus colegas, pero que seguramente será más recordado por haber perdido el juicio cuando enjuició a Dios.



