Germán Rozenmacher, un gran autor en el reino de los heterodoxos
Este año se cumplieron cincuenta años de la muerte del cuentista de Cabecita negra, que fue también figura clave del realismo teatral
A fines de 1970 le propuse a Germán Rozenmacher grabar un testimonio acerca de su experiencia como cuentista y, sobre todo, como dramaturgo; sus reflexiones cerrarían el capítulo dedicado a él en un volumen consagrado a revisar aportes y contradicciones del realismo teatral, centrado en la dramaturgia argentina de los años sesenta. El libro, que incluía las reflexiones del escritor, entraría en prensa un año más tarde.
Pero Germán no llegó a verlo; unos meses después, en la madrugada del 6 de agosto de 1971, el dramaturgo, que había viajado a Mar del Plata con su mujer, Amalia Chana Figueiredo, y sus dos hijos, por unas notas para el semanario Siete Días, murió –junto el mayor de los chicos, Juan Pablo, de cinco años– a causa de un absurdo accidente doméstico en el departamento que había alquilado en la ciudad balnearia. Desde entonces detesto el epíteto con el que tantos comunicadores, al hablar de esa ciudad, caen en el lugar común de llamarla “la Feliz”.
El libro en cuestión, Realismo y teatro argentino (La Bastilla), se publicó en 1973 y el texto de Germán adquirió una no deseada connotación testamentaria sobre el teatro y la cultura de su momento, si bien sus principios hoy son más explícitos, después de que en 2014 la Biblioteca Nacional publicó sus Obras completas. El escritor tenía 35 años y mucho por recorrer en un terreno en el que, a esa altura de su trayectoria, se planteaba a sí mismo la correspondencia de su oficio con las circunstancias políticas y culturales que le tocaban vivir.
Así como alguna vez los fusiles de los “nacionales” habían silenciado en España prematuramente la voz poética de Federico García Lorca, una posible emanación silenciosa y letal de monóxido de carbono había convertido a Rozenmacher en un clásico precoz de la literatura y la dramaturgia argentinas.
La extraordinaria acogida que en 1962 habían obtenido los cuentos de Cabecita negra (el relato inicial planteaba el nunca resuelto choque entre la “regularidad” urbana de la Capital y la irrupción de los “negros” provincianos) lo estimuló a insistir en el relato breve, y cuatro años más tarde publicaría otra compilación, Los ojos del tigre. Pero entre uno y otro libro, Rozenmacher desembarcó en el mundo del teatro, en 1964, con el estreno en el IFT de Réquiem para un viernes a la noche, una pieza autobiográfica que impactó (bien y mal) en la colectividad hebraica a la que pertenecía y se mantuvo en cartel durante dos años.
La figura dominante de la pieza, Sholem Abramson, cantor de sinagoga, se desespera por la decisión de su hijo David (álter ego del autor) de casarse con una muchacha goi (no judía); en el medio hay un tío protector, Max, a quien el padre confía inquietudes parecidas a las que sacudían al protagonista de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, verdadero faro del realismo teatral del siglo pasado.
Pero la obra con la que Rozenmacher alcanzó la madurez y la conciliación de principios contestatarios con un código expresivo personal y estéticamente audaz fue Simón Brumelstein, el caballero de Indias, una variante existencial del grottesco porteño, en la que los conventillos de inmigrantes de La Boca han sido trasplantados a la calle Libertad; la influencia de Armando Discépolo es innegable pero, además, los recursos escénicos propios de la estética de Miller enriquecen la formulación dramática.
“Esa observación viene a acentuar la condición colonizada del intelectual argentino, porque prueba que yo manifiesto la influencia que Discépolo ejerció en mí a través de Arthur Miller”, señalaba Germán en el diálogo que sostuvimos en 1970.
Es el hombre frente a Dios: Simón Brumelstein, un joyero de la calle Libertad, vive su locura en un cuartucho miserable, separado de su mujer y de sus hijos, disfrutando de la mujer de Pingitori, el “tano” que le subalquila una habitación. Simón no ha sido consecuente con la moral ni con la religión judaica, pero cuanto más se aparte de los preceptos más cerca estará de la experiencia mística: “Spinoza –reflexiona el personaje– es más judío que muchos judíos. Como Elisha ben Abuyah que iba a caballo un día sábado conversando con rabí Akiba, ¿eh? ¿Hay algo más judío que la herejía, que Cristo? […] Parece que deja de ser judío pero es más judío que nunca, como Elisha ben Abuyah que andaba a caballo en día sábado y no se podía, pero lo hacía”. En esa zona de delirio aparece en escena el cementerio de Praga y el espectro de su padre (a quien supuestamente Simón ha inducido a un infarto) que le genera culpa.
Simón es un delirante místico pero, sobre todo, un marginal tironeado por preceptos que, según él, paradójicamente lo alejan del posible y real contacto con Dios. Outsider y heterodoxo, como el propio Rozenmacher, que fue rechazado por parte de su colectividad por su acercamiento al peronismo y, al mismo tiempo, “desconfiado” por los sectores más ortodoxos del peronismo por su condición de “rusito sionista”.
Simón Brumelstein… no vio la luz en escena hasta que la estrenó Luis Brandoni en 1982, once años después de la muerte del autor, un escritor polémico (ese amigo del alma “feo, judío, rante y sentimental”) que fluctuó entre la cultura militante nacional y popular y una apertura metafísica frente a la existencia y a Dios.
Ya en la noche de aquel fatal 6 de agosto y en Buenos Aires, los ataúdes con los restos de Germán y de su hijo estaban dispuestos en salas por las que desfilaban autores, actores y familiares. Cuando Chana Figueiredo, deshecha en lágrimas, llegó al local, cundió una suerte de catártica respuesta coral a la tragedia, y a algunos nos faltó el aire. Como el narrador de Borges en “Hombre de la esquina rosada”, yo me quería salir de esa noche, la noche más triste del teatro argentino.
Afuera, en el asiento trasero de un auto, dormía el otro hijo, el bebé de seis meses que había sobrevivido a la desgracia. Hoy aquel bebé, Lucas Rozenmacher, tiene 50 años (Chana, su mamá, murió hace dos años). Pude saber que en las vacaciones de julio pasado Lucas volvió a Mar del Plata, acaso cumpliendo un ritual, algo que, realizado por primera vez junto a sus tres hijos, ayudará a mantener el vínculo con papá Germán, por siempre instalado en el inolvidable reino de los heterodoxos.