Sin desconocer al descreimiento actual en la instituciones, una mirada hacia nuestra historia permite poner en debate la tesis de Carlos Nino
Los argentinos somos expertos en autoflagelación. Paradójicamente, mientras nuestros vecinos latinoamericanos se mofan de nuestra egolatría y espamentosa jactancia, nosotros, aquí en casa, nos sometemos a una autocrítica impiadosa y constante. En particular, somos afectos a definir ciertos rasgos incorregibles de nuestra personalidad colectiva, ciertas marcas de la “argentinidad”, para explicar nuestros fracasos y frustraciones como sociedad. Una de ellas es la convicción de que somos poco respetuosos de la ley o que directamente la despreciamos y la violamos cada vez que podemos. No solo eso: también pensamos que “las cosas siempre han sido así”, desde el principio de los tiempos, y por lo tanto no hay muchas esperanzas de cambio.
Todo esto, que forma parte de nuestra autopercepción colectiva, ha sido a su vez materia de sesudos ensayos sobre nuestra cultura por parte de especialistas. Uno de los más conocidos es el del filósofo del derecho Carlos Nino, que dedicó un libro entero a encontrar una de las claves de la decadencia argentina en el hecho de ser lo que reza su título: Un país al margen de la ley. Con el sugerente subtítulo de “estudio de la anomia como componente del subdesarrollo argentino”, la obra –publicada en 1992 y reeditada a principios de este año– propone un análisis “sobre el rechazo a las normas que todos los argentinos tendemos a mostrar” y “la tendencia a la ajuricidad en la vida argentina”, “o sea a la inobservancia de normas jurídicas, morales y sociales”.
"La sociedad argentina tiene una estrecha relación con la ley, que empieza aun antes de constituirse como nación"
No es la intención de estas líneas discutir dicho texto –que contiene también una evaluación crítica de nuestras instituciones que en muchos casos sigue teniendo vigencia– sino revisar las bases históricas de su diagnóstico. Porque aunque se inspira en la actualidad del momento en que fue escrito, es en la historia del país donde el libro cree encontrar las raíces profundas del problema, para lo cual hace un recorrido por nuestro pasado, recogiendo a su paso evidencias de esa tendencia a la ilegalidad. La práctica del contrabando para eludir el monopolio comercial español en la Buenos Aires colonial; el caudillismo del siglo XIX; el uso sistemático de las intervenciones federales por los sucesivos gobiernos; el fraude de la “década infame”; el autoritarismo del peronismo; los sucesivos golpes militares; entre otros, son todos mojones de esa constante, que como una predestinación nos acompaña desde antes aun de haber nacido como nación.
"La sociedad argentina tiene un estrecha relación con la ley, que comenzó aún antes de constituirse como nación"
En contraposición, se sostendrá aquí que no hay nada como un problema de los argentinos con la ley que viene desde antes del origen de nuestra nación y nos marcó a fuego hasta hoy; que tampoco esa supuesta marca fue ni es una excepcionalidad argentina sino que se trata de rasgos compartidos, como mínimo, por todos los países latinoamericanos; que sostener tal cosa no puede ser sino una generalización y una simplificación, ya que tanto la ley como la sociedad no son objetos unívocos, abstractos y eternos, sino que son esencialmente históricos y por lo tanto cambian con el tiempo, como también la forma en que se relacionan entre sí en cada país, con sus peculiaridades nacionales. Y todo esto, no con el propósito de sostener la generalización opuesta (que no hay ni hubo nunca ningún “problema” de los argentinos con la ley), sino de ayudar a desarmar esa tesis de la argentinidad anómica con la que tanto nos gusta mortificarnos y que no ayuda en nada a comprender los muchos problemas que sí tenemos.
Una nueva historia legal
En la última década del siglo pasado, la historiografía se hizo eco del debate generado en las ciencias sociales latinoamericanas sobre la calidad de nuestras instituciones y el sistema político, así como sobre el Estado de derecho, el orden legal y los sistemas judiciales. Esto llevó a revisar los viejos tratados de historia del derecho, en su mayoría concentrados en la mera evolución de las ideas jurídicas a través del tiempo, y a construir una nueva historia social de la ley y la justicia, más atenta a los actores que conciben, usan y aplican la ley (legisladores, litigantes, jueces, abogados, fuerzas del orden, etc.) y a cómo las normas y los saberes jurídicos circulan, se transmiten y disputan, tanto dentro de las clases letradas como entre éstas y las clases populares. Para ello, esta nueva historia legal echó mano a un instrumento precioso que durante mucho tiempo había sido subutilizado por los historiadores, pero que resultó ser el espacio privilegiado para la observación de esa “vida real” de las leyes: los expedientes judiciales.
De la mano de esa fuente preciosa, dichos trabajos se distanciaron de la preocupación estadística por verificar el cumplimiento o la violación de las leyes, concentrándose más en estudiar las culturas legales, entendidas como el conjunto de saberes y prácticas en torno a la ley, así como las concepciones de lo justo y lo injusto, que una sociedad comparte en un momento histórico concreto. Siguiendo la estela del historiador Edward P. Thompson, estos trabajos han estudiado la forma en la que coexisten en una misma sociedad nociones de derecho diversas e incluso antagónicas. Y han descubierto que, como en la Inglaterra del siglo XVIII, el sistema legal, diseñado por las elites para servir los intereses de las clases dominantes bajo la retórica del “imperio de la ley”, ha sido desde siempre desafiado por las clases subalternas para defenderse de la dominación en todas las latitudes, en particular en la arena judicial. No hay por tanto una forma en que determinada sociedad se relaciona con el orden legal, sino varias, que además disputan su valor y su significado.
"La desconfianza actual en las instituciones es palpable, pero no es la emergencia de una patología congénita"
La sociedad argentina tiene un estrecha relación con la ley, que comenzó aún antes de constituirse como nación. Vale la pena detenerse en dos momentos de nuestra historia, que son por otro lado aquellos que autores como Nino suelen consignar como claves en el derrotero de nuestra decadencia moral e institucional, para demostrar que, por el contrario, fueron momentos de gran productividad legal y de interacción profunda entre nuestra sociedad y el orden jurídico.
Una larga tradición legalista
El primero es el período colonial, que es donde dicho autor –y con él, toda una ensayística latinoamericana anterior a él, predominante en los años 70 del siglo pasado– ubica el comienzo de nuestros problemas. En la pesada “herencia colonial de América Latina”, los historiadores de esa época creyeron ver el origen de nuestras deficiencias y del atraso de nuestro subcontinente en comparación con los países desarrollados. En efecto, el carácter feudal, tradicional y católico del dominio español, con sus instituciones medievales que además se fueron degradando con el paso de los siglos de la mano de la corrupción y el relajamiento de los controles, marcó a fuego las instituciones americanas y explican su atraso frente a los países de tradición protestante del norte de Europa y sus colonias.
"La ley fue un elemento central de la sociedad colonial, tanto para ejercer el poder por parte de las elites, como para disputarlo por parte de las clases populares"
Dicha idea, sin embargo, ha sido rectificada hace ya bastante tiempo por la historiografía posterior. Múltiples trabajos han demostrado la calidad del enorme edificio legal de las llamadas “Leyes de Indias” y las instituciones españolas en América y en especial las bondades de un sistema de administración judicial flexible que, a través del uso del arbitrio de los magistrados, sirvió para resolver los conflictos de manera juiciosa, suavizando y adaptando la rigidez de la letra de las leyes a las diferentes realidades del amplio espacio colonial. Las investigaciones revelaron también que dichas leyes, lejos de ser un frío instrumento de dominación, fueron un dispositivo a través del cual muchos sectores subalternos de las colonias (trabajadores, esposas, esclavos, indios) disputaron la explotación de sus amos, patrones y esposos en las distintas instancias tribunalicias que ofrecía el sistema. De esta manera, la ley fue un elemento central de la sociedad colonial, tanto para ejercer el poder por parte de las elites, como para disputarlo por parte de las clases populares, en un muy notorio y documentado “activismo judicial”.
El segundo momento que suele sindicarse como clave para explicar nuestra falta de afecto por el orden legal es más reciente. Se trata de los años del primer peronismo. Sobre ellos, (y sobre los otros “populismos clásicos latinoamericanos” de mediados del siglo XX, que el peronismo comparte con los gobiernos de Gétulio Vargas en Brasil y de Lázaro Cárdenas en México) la historiografía y las ciencias sociales también construyeron originalmente un relato sombrío, que luego fue revisado. Basados en la constatación de las formas variadas en la que sus gobiernos lesionaron algunos principios sagrados del Estado liberal, estos estudios establecieron que dichos regímenes se caracterizaron por despreciar las instituciones, avasallar la división de poderes y gobernar de forma autoritaria, por encima y a costa de la ley (algo que, con el tiempo, quedó asociado a la idea de populismo sin más).
Trabajos más recientes han revisado el carácter aberrante de estos gobiernos. Sin negar sus formas autoritarias y clientelistas, estos estudios señalan que a la vez fueron marcadamente institucionalistas y grandes creadores de derecho. Este aparente oxímoron parte de la constatación de que en todos los casos dichos gobiernos “populistas”, construyeron una gigante estructura legal e institucional que desafiaba abiertamente el viejo orden liberal. Con epicentro en la legislación social y laboral, sus gobiernos fueron productores seriales de leyes y regulaciones en áreas que además habían sido desatendidas por el Estado hasta entonces. Y junto con las leyes, desplegaron un impresionante aparato institucional para garantizar su cumplimiento, jerarquizando los organismos gubernamentales del área (en Argentina, la Secretaría de Trabajo y Previsión en 1943, luego Ministerio en 1949) y creando nuevas instancias judiciales, como los tribunales laborales. Para los trabajadores, esto significó un tiempo nuevo, en particular porque con la instauración de nuevos derechos y tribunales especializados donde hacerlos valer, fueron adquiriendo una familiaridad con la ley y sus usos, así como incorporando un discurso de derechos que pasó a formar parte de su lenguaje cotidiano y de su identidad como trabajadores.
Cultura legal
El análisis de estos dos momentos de nuestra historia (que podría extenderse a cualquier otro) demuestra que no hay tal cosa como una tradición “anómica” en nuestra sangre, que se ha venido transmitiendo de generación en generación desde nuestros orígenes. Ni en el sentido estricto de la expresión (ausencia de leyes), ni en el lato (falta de observancia). Por el contrario, siempre hemos tenido un sofisticado sistema jurídico, que ha estado a la altura de los tiempos –y en algunos casos, como la legislación laboral, se ha adelantado a su época– y una sociedad con una acendrada cultura legal, familiarizada con la ley y muy activa para hacerla valer en los tribunales.
¿Debe concluirse de todo lo dicho que no existe en la Argentina de hoy una crisis del orden jurídico, un desprestigio de las instituciones y niveles altos de evasión de las leyes? La desconfianza actual en la ley y las instituciones, tanto como la poca inclinación a respetarla, es palpable. Pero en vez de ver en ello la nueva emergencia de una patología congénita, de lo que se trata es de comprender esta relación de la sociedad argentina con el orden legal en este contexto histórico, que es el de los cuarenta años de recuperación democrática y la gran desilusión que sentimos con los resultados obtenidos hasta ahora en materia económica, social e institucional. Pero también el de la crisis de las instituciones democráticas y el sistema político que sufre el amplio mundo que nos rodea, que incluye no solo a los países vecinos sino también a aquellos otros que seguramente ven como modelos los que pregonan la tesis de nuestra anomia. Dicha crisis global, en efecto, la padecen los países del norte de Europa y notoriamente los Estados Unidos, todos ellos muy alejados de la herencia colonial española y los populismos latinoamericanos.
Doctor en Historia por la Universidad de California, Berkeley e investigador del Conicet