Lecturas: La ciudad de Henry Ford en la selva y la debacle de un pueblo anarquista
Dos libros cuentan dos experimentos sociales fallidos: la historia de una fábrica de caucho en el Amazonas, y un radical y frustrado experimento libertario
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Fordlandia. Auge y caída de la olvidada ciudad selva de Henry Ford, de Greg Grandin (Brooklyn, 1962), y Un libertario se encuentra con un oso, de Matthew Hongoltz-Hetling (Nueva York, 1974), son ensayos con la virtud de recordarnos que a lo largo de la historia ningún espacio se ha construido con piedras, sino con ideas. Eso significa que todo imperio, país o ciudad, todo rincón habitado y construido por hombres, es un espacio inevitablemente “letrado”, la síntesis de un conjunto de saberes, signos y fantasías dispuesta a donar un sentido a lo que, en principio, no lo tiene. Ahora bien, si las geografías del pensamiento son tan vastas como la imaginación y la creatividad que las impulsan, para Grandin y Hongoltz-Hetling una fuerza clave de su expansión durante el siglo XX fue el capitalismo.
“Fordlandia es, en efecto, una parábola de la arrogancia”, cuenta el autor de la historia de la ciudad que el fundador de la compañía Ford imaginó, creó y financió en el centro de la selva amazónica entre 1928 y 1945. “La arrogancia, sin embargo, no es que Henry Ford pensara que podía domar la Amazonia, sino que creyera que las fuerzas del capitalismo, una vez liberadas, podían contenerse”.
Como en Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog en la que un empresario del caucho transporta un gigantesco barco a través de un monte con el objetivo de construir un teatro de ópera en lo inhóspito de la cuenca peruana del Amazonas, en 1927 el creador del revolucionario Ford T negoció con el gobierno de Brasil la concesión de diez mil kilómetros de tierras salvajes a orillas del río Tapajós, unos mil ochocientos kilómetros al norte de Brasilia, donde esperaba producir “cinco veces la producción mundial total estimada de caucho, suficiente para hacer mil millones de neumáticos Ford”. Las diferencias entre Ford y Fitzcarraldo, sin embargo, fueron que Ford jamás perdió de vista el objetivo económico de su proyecto y que, en contraste con el personaje de Herzog, jamás pisó la selva.

De todas formas, las ideas del gran Henry Ford sobre la humanidad, el progreso y el trabajo industrial eran suficientemente conocidas y capaces de trasladarse gracias a su fortuna a donde fuera. Antisemita convencido al punto de que Adolf Hitler fue un lector admirado de El judío internacional (1920) y en 1937 condecoró al poderoso empresario estadounidense con la Gran Cruz del Águila Alemana, Ford había descartado construir su “company town” en África para no perder tiempo con “negros cuya mentalidad y posibilidades intelectuales son bastante bajas”. El Amazonas, en cambio, era el lugar de origen del caucho, así que valdría la pena el intento a pesar de su población.
De ahí que, inspirado por sus lecturas de Ralph Waldo Emerson en favor del individualismo y la autosuficiencia, Fordlandia fuera un intento de restaurar la fe en el desarrollo capitalista en un mundo que, tras la Primera Guerra Mundial, se volvía escéptico ante el progreso. Pero eso fue lo que, a pesar de una mano de obra enfermiza e indisciplinada, finalmente se logró: bajo una gerencia higienista que prohibía el alcohol, el tabaco y la prostitución, ofrecía hospitales de calidad, escuelas, electricidad, agua potable, viviendas de estilo estadounidense y un cine, Fordlandia fue una ciudad relativamente real en la selva para unos diez mil empleados. Al menos hasta 1934, cuando la recesión mundial la volvió inviable.
La ironía es que Fordlandia, cuyo mayor desastre fue un motín sin víctimas fatales por problemas de comida en 1930, jamás produjo caucho ni para equipar a la Ford Motor Company: a pesar de 30 millones de dólares de inversión, los árboles sufrían plagas y sequías, por lo que el nieto de Henry Ford vendió sus restos al Estado brasileño por 244.200 dólares en 1945. Arrasada por la lógica mercantil que pretendía revivir, de Fordlandia quedan algunas casas y la gigantesca torre de agua de 50 metros con el nombre Ford. “Fordismo”, escribe Greg Grandin, “fue un término que llegaría a tener muchos significados, pero su primer uso captó la esencia del engreimiento, definido por The Washington Post como ‘los esfuerzos de Ford concebidos sin tener en cuenta o ignorando la limitaciones de Ford’”.
Setenta años más tarde, el caso de Grafton, el “primer pueblo libertario del mundo” con mil habitantes en New Hampshire, Estados Unidos, probaría que si la realidad se niega a participar de las ideas de quienes imaginan un espacio, ¿acaso las ideas capitalistas no pueden nutrirse con otras ideas ultracapitalistas? Lo que Hongoltz-Hetling narra en Un libertario se encuentra con un oso, por lo tanto, no es la persistencia heroica de una idea frente a un entorno hostil, sino su rápida descomposición cuando la abstracción se confunde con la realidad.
A comienzos de los años 2000, Grafton fue elegido por el Free Town Project –un movimiento libertario– para probar que un Estado mínimo podía organizar mejor la vida en común. La consigna fue concentrar suficientes libertarios en un mismo pueblo para capturar el gobierno local y desmantelarlo desde adentro: menos impuestos, menos regulaciones, más libertad individual y mercado. Y, durante un tiempo, el experimento pareció funcionar. Llegaron activistas con manuales de economía austríaca y una fe casi religiosa en que el orden emergería si el Estado se retiraba. Sin embargo la libertad absoluta, tal como escribe Hongoltz-Hetling, “no elimina los conflictos: solo elimina a quienes podrían resolverlos”. Así que con la policía y los bomberos desfinanciados, pronto las normas dejaron de aplicarse, el saneamiento se hizo optativo y cada vecino fue soberano, incluso, cuando esa soberanía implicaba basura, armas o resentimientos. Entonces aparecieron los osos negros.
Atraídos por la basura, los osos entraban a casas y atacaban mascotas y personas. Así fue como Grafton descubrió que incluso la naturaleza necesitaba límites, ¿pero quién estaba a cargo? Frente al vacío, el gobierno estatal tuvo que ocuparse de los osos. De ahí que, según Hongoltz-Hetling, el experimento libertario no se haya ido a pique en 2014 con una conclusión teórica, sino con una constatación práctica: la libertad sin instituciones no produce comunidad, sino desgaste. Y el punto máximo de tal desgaste fue la muerte de un hombre durante un incendio que, sin recursos públicos, no pudo evitarse.
Leídas en paralelo, ¿acaso Fordlandia y Grafton son advertencias más que curiosidades históricas? A su modo, ambos espacios narran el fracaso de una idea destinada a fallar. Lo cual probablemente despierte cautelas, considerando que es ahora la propia Argentina la que transita un experimento similar.

Fordlandia
Por Greg Grandin
Prometeo
Trad: M. Calderón
406 págs.
$ 36.200

Un libertario se encuentra con un oso
Por Matthew Hongoltz-Hetling
Capitán Swing
Trad: Carolina Santano Fernández
368 págs.
$ 47.000



