Sergei Loznitsa: cuando los archivos de imágenes cuentan la historia
La obra cinematográfica del gran documentalista se centra en los días aciagos de la URSS, aunque el film más reciente es un formidable montaje sobre la Ópera de París
Pocos tienen su calidad. Es uno de los grandes documentalistas de fines del siglo XX y lo que va del siglo XXI. Nació en 1964 en Baranovichi, Bielorrusia, once años después de la muerte de Stalin. La ciudad aún formaba parte por entonces de la Unión Soviética. Posteriormente, su familia se mudó a Kiev, en Ucrania, donde en 1987 se graduó de matemático y empezó a trabajar en inteligencia artificial. En 1991, cuando se produjo el golpe de Estado frustrado que buscó destruir la liberalización de la Perestroika, se inscribió en la Universidad Panrusa Guerásimov de Cinematografia, en Moscú. Sobre esa contrarrevolución, en 2016, habría de realizar una de sus obras más interesantes, El acontecimiento. En 1997, terminó su formación. Tenía 33 años.
En estos días, se puede ver en la plataforma Mubi parte de la prolífica y multipremiada producción de Sergei Loznitsa: Parada de tren (2000); Asentamiento (2002); Retrato (2002); Paisaje (2003); Fábrica (2004); Artel (2006); Bloqueo (2008); Carta (2013); El juicio (2018); y Funeral de Estado (2019); a estas, se agregó últimamente una rara joya de tema aparentemente muy distinto, Una noche en la Ópera (2020), de la que se hablará en extenso más adelante. En esa filmografía no hay obras menores, ya se trate de cortos o largometrajes.
"Loznitsa muestra el horror y la humillación de los acusados de traición al comunismo"
Quizá los títulos más conocidos y más vinculados con la Rusia soviética sean Funeral de Estado, El juicio, Bloqueo y El acontecimiento. Sobre la primera de ese cuarteto, Pedro B. Rey señaló en una nota publicada en este diario, “El funeral de Stalin, en una obra maestra” (20 de junio de 2021), un rasgo común a los documentales de Loznitsa: no hay nunca voces en off. El director se valió en todos los casos del sonido directo de los cientos de fragmentos de distintos camarógrafos, arrumbados en los depósitos rusos donde fueron a parar cuando el estalinismo se derrumbó. Loznitsa hizo un montaje admirable de esas imágenes dispersas y empleó los comunicados radiales difundidos en toda la URSS para poner en palabras la desolación del pueblo por el fallecimiento del “padrecito” de la URSS. La pantalla muestra el dolor de esas criaturas huérfanas, desconsoladas, que, sacudidas por el llanto, ignoraban su condición de víctimas, convencidas por la propaganda estatal y del PC de la bondad de su líder. Del mismo modo, parecían ignorar el hecho de que sus seres queridos se habían inmolado durante la Guerra Patriótica (la Segunda Guerra Mundial), después de que Stalin rompiera el funesto y contradictorio pacto germánico-soviético de no agresión, firmado por el canciller del “padrecito” para avanzar sobre Occidente. El pueblo en duelo solo veía en Stalin al hombre santo y todopoderoso que había convertido a la URSS en una gran potencia y negaba a la vez, contra toda evidencia y contra la opresión sufrida en carne propia, que, dentro de las fronteras, el imperio rojo, devenido un infierno fascista, era el resultado de las medidas del líder.
En El juicio, Loznitsa se vale una vez más del material filmado y desechado de los noticieros para mostrar el horror y la humillación de los acusados de traición al comunismo, a Lenin, a la revolución, así como de lesa “majestad” o “leso Stalin” y, por cierto, de corrupción. Por momentos, uno cree asistir a escenas absurdas a la manera de las de piezas de Eugène Ionesco, en las que los personajes, con toda seriedad y parsimonia, impávidos, se acusan a sí mismos de impresionantes delitos de corrupción. Es inevitable que, en la Argentina, uno evoque a los “arrepentidos” kirchneristas, ya sean militantes o empresarios, y la causa de los cuadernos. Desde la exposición del primer caso, el espectador tiene la impresión de asistir a una representación teatral; sospecha con razón que los jueces son tan culpables como los imputados, pero probablemente de otros delitos.
Las escenas de Una noche en la Ópera revelan un ritual de mundanidad y poder
En El acontecimiento, Loznitsa sigue las alternativas del golpe de Estado de 1991 puesto en marcha por el ala dura del Partido Comunista contra la Perestroika de Mikhail Gorbachov, apoyada con ciertas reservas por el ascendente Boris Yeltsin. El director dispuso, como en otros documentales del mismo tipo realizados por él, de material de archivo, ya sea de noticieros de cine, televisivos o radiales. También tenía panfletos que, apenas se supieron las primeras noticias del levantamiento, los partidarios de la Glasnost imprimieron en todo tipo de establecimientos y distribuyeron a mano en las plazas de la URSS a los manifestantes. Estos habían colmado las calles para impedir que hubiera una vuelta al pasado y a la censura en el proceso de liberalización.
El protagonista del film es el pueblo, las masas que salen a averiguar lo que pasa porque las informaciones son contradictorias. Con grandes pancartas o en hojas de cuadernos con escritos en mayúsculas, los manifestantes defienden las libertades recobradas y se preguntan los unos a los otros si Gorbachov, el hombre que llevó adelante la Glasnost y la Perestroika, está vivo. Corren voces de que lo han matado. También se preguntan cuál es la posición de Yeltsin. La deriva de los camarógrafos, privilegiada por Loznitsa, pone al espectador en la misma situación de incertidumbre de la masa rusa filmada, porque no hay ninguna voz en off que explique nada. El efecto de ese vagabundeo de la cámara y del montaje provoca –es inevitable– desasosiego en el público eventual. La experiencia argentina más parecida a ese fallido golpe de Estado soviético fue el motín de Semana Santa de 1987 de un grupo de oficiales del Ejército, entre los que estaba el teniente coronel Aldo Rico, contra la cúpula militar de ese momento. Esa actitud puso en vilo la incipiente democracia nacional y al gobierno de Raúl Alfonsín. La ciudadanía, convocada por el presidente, salió a las calles y, en Buenos Aires, llenó la Plaza de Mayo. Podría decirse que las escenas compiladas por Loznitsa son del mismo tipo de las que se vivieron frente a la Casa Rosada. Todo era desinformación, conjeturas, falsos rumores e inquietud.
Con el mismo recurso de montar archivos anónimos, Loznitsa lanzó en 2020 un cortometraje de 20 minutos, Una noche en la Ópera, que Mubi acaba de estrenar. El título es el mismo de la película cómica homónima interpretada por los Hermanos Marx y dirigida por Sam Wood, de 1935. Esa coincidencia es intencional e indica el sesgo irónico del cineasta ruso. En esta oportunidad, Loznitsa tomó como material los noticieros y fotografías que cubrieron las grandes noches de gala en la Ópera de París de las décadas de 1950 y 1960, a las que estaban invitados las principales figuras políticas, sociales y artísticas de Francia y del resto de Europa. Las escenas que se suceden pertenecen a distintas funciones, pero lo que se muestra es siempre lo mismo: un ritual de mundanidad y poder. La cámara, en la calle, enfoca a la multitud que se agolpa a los pies de la imponente escalera de la Ópera para ver el ingreso de las grandes personalidades que suben los numerosos peldaños hasta las puertas abiertas de par en par de ese sanctasanctórum del arte. Eso hace que algunos personajes, como el jefe de Estado Charles De Gaulle, obligados por el protocolo, aparezcan varias veces acompañando soberanos y presidentes de otras naciones. El espectador tiene la impresión de asistir a una sola gala de esplendor inigualable.
El catálogo de las celebridades asistentes merece darse con cierta extensión: Isabel II de Inglaterra; el príncipe Felipe de Edimburgo; los duques de Windsor; la reina Juliana de Holanda; Mohamed Reza Pahlevi, Sha de Irán, y su esposa, la emperatriz Farah Diba: el príncipe Jorge de Grecia y Dinamarca; Brigitte Bardot y Sacha Distel; Georges Pompidou y su esposa Claude; Marcel Achard; Bourvil; Jean-Claude Brialy; Gérard Philippe; Michèle Morgan; Charles Chaplin; los reyes de Bélgica, Balduino y Fabiola; Sacha Guitry, Jean Cocteau; Grace Kelly y Rainiero de Mónaco; Serge Lifar; Patachou; Françoise Sagan; la Begum; André Malraux; el barón de Redé; y Maria Callas, en calidad de espectadora y como la estrella del recital de la Ópera que cierra la película. Canta una versión excepcional de “Una voce poco fà”, de Rossini. En la copia restaurada, se puede apreciar la vis cómica de Callas, toda ella guiño cómplice, furia fingida, burla, seducción: genio.
Una vez más, en el cine de Loznitsa, la élite social se enfrenta y se exhibe ante el pueblo, que asiste a la vida paralela y olímpica de sus representantes, a los que admira, festeja y se somete, mientras la policía encierra a los representados entre barreras de hierro y los empuja para dejar amplio paso a esos seres casi de otra especie a quienes el público de mirones les entregó el poder. Hay hallazgos graciosos que muestran la debilidad de los dioses. Dentro de la sala, en la concurrencia, todos son alguien. Y todos se desesperan para ver y ser vistos. Las cabezas giran como aspas de molino. Las manos se agitan en el aire para saludar a los que están en los palcos y, en los palcos, sus ocupantes parecen a punto de suicidarse arrojándose a la platea con tal de no perderse nada. Están deslumbrados por ellos mismos, enfermos de vanidad y pretensiones; por eso, en la cima social, revelan la curiosidad y el fervor de modistillas de comedia romántica. Hasta Isabel II y Brigitte Bardot, a la entrada, miran todo con ojos brillantes de entusiasmo; encandiladas por el brillo propio y el ajeno; están viviendo la noche soñada, una velada de… ¡reinas!
Cuando terminé de ver Una noche en la Ópera, pensé en la importancia de las escaleras en el cine ruso. La escalinata probablemente más ilustre de la cinematografía mundial sea la de Odessa en El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein. Desde su cima hasta su base, en medio de una masacre, la cámara sigue implacable y con un suspenso intolerable la caída de una cuna con un recién nacido, peldaño por peldaño, descanso por descanso, hasta volcarse. Esa escena fue citada y recreada por numerosos directores del cine sonoro (Brian De Palma en Los intocables, por ejemplo)
Otra escalera ilustre es la del final de El arca rusa, de Alexander Sokurov, rodada el 23 de diciembre de 2001, en un solo plano secuencia de 90 minutos, en el Museo del Hermitage, en San Petersburgo, que fue el Palacio de Invierno de los zares. La película cuenta la historia de Rusia mientras el narrador recorre el Palacio. Cada sala muestra una época y un episodio significativo de la historia imperial. El último suceso se desarrolla en el Gran Salón, en 1913: es el último baile bajo la monarquía del último de los Romanov, el desdichado Nicolás II. La escena que cierra el recorrido palaciego es la salida por la escalera principal de los cientos de parejas de la nobleza que participaron de la fiesta. Esa multitud aristocrática, elegante y lujosa parece surgida de un álbum de fantasmas que cobró vida por unos minutos para interpretar aquel éxodo. Todos descienden inconscientes de la tragedia que los espera abajo, a la intemperie, tras la ceremonia fúnebre del baile que marcó el fin de una dinastía, una clase social y la condena a muerte de generaciones enteras en purgas y trincheras.