Un relato cada noche para dormir a un chico, hasta llegar a trescientos
En 300 cuentos de buenas noches, el autor combinó memoria e imaginación para regalar a su nieto un cuento por día en plena pandemia
Setenta y siete a siete. Aquella era mi edad y 7 la de Ramón cuando empecé a contarle un cuento cada noche para dormir. Al llegar a los 300 se me agotó la inspiración y comenzó la etapa práctica. Los cuentos fueron subidos a Spotify (“Los cuentos del abuelo Jorge”) y luego transformados en libros.
Eso comenzó con la pandemia, en marzo de 2021. Ahora Ramón tiene 10 y su abuelo (yo) otro número redondo: 80. Visto en perspectiva, me pregunto ahora de dónde saqué inspiración para contar por WhatsApp, en forma improvisada y con la ayuda de unas cortas líneas en 300 papelitos, tantas historias. Al revisar los títulos y las ilustraciones, advierto que estamos hechos de tiempo, con su acumulación de recuerdos, emociones y también…de cuentos inolvidables y no olvidados (no como la “ajada violeta” de Borges).
Los clásicos como el caballo de Troya, las sirenas de Ulises, el amor de Penélope, el hilo de Ariadna o los trabajos de Hércules vinieron de esos pequeños libros de la colección Araluce que encontraba hurgando en casa de mis abuelos, en la biblioteca que había sido de mi mamá. Sin duda, la Cenicienta, Caperucita Roja, el Sastrecillo Valiente y Hansel y Grethel provenían de esas indagaciones, aunque en las versiones originales de los Grimm, ajenas a la sensibilidad actual y que debí adecuar. Entre los libros también apareció El amante de Lady Chatterley, que no conté a mi nieto y escondí en el desván de mi memoria adolescente.
El danés Hans Christian Andersen estuvo detrás del soldadito de plomo, de la sirenita y de la reina maga. Y Charles Perrault me dio pie ––valga la expresión– para un “Gato con Botas” de zapatería propia. La tradición alemana trajo a un Guillermo Tell que llevó a mi nieto a traspasar su propia manzana con un lápiz y confundirla con el “ser o no ser” de Hamlet. Lewis Carroll hizo que Alicia, a través del espejo, entrase a un mundo del revés similar a los grabados de M. C. Escher y sus escaleras imposibles.
Las fábulas de La Fontaine, con sus moralejas, también aparecieron en esos anocheceres presurosos, cuando debía cumplir antes que los chicos fueran a la cama: no olvidé al cuervo y al zorro, ni la liebre y la tortuga, ni la gallina de los huevos de oro. La cigarra y la hormiga, ahora muy cuestionada, por subestimar el canto de la cigarra, fue objeto de una variante. Además de la versión clásica incluí otra distinta donde las hormigas le proponen abrir un teatrito cobrando “a la gorra”. De ese modo, la cigarra pudo obtener las monedas necesarias para pagar por su alimento a las hormigas. Fue la opción preferida por los chicos. ¿Quizás anticipatorio de lo que vendría con Javier Milei?
Los libros de Emilio Salgari gravitaron de forma inadvertida. Pues, si no ¿de dónde habrían salido esos piratas que hacen caminar a los condenados por la planchada hacia el mar, infestado de tiburones? Las mil y una noches entraron en mis trescientas a través de Alí Babá y los 40 ladrones; mientras Peter Pan y Wendy permitieron a Ramón conocer la isla de Nunca Jamás. Imaginé un Pinocho que, por ser de madera, podía flotar en el agua y no sufrir el frío ni el calor, para admiración de sus amiguitos. Y a un papá que se hizo invisible mientras cenaba con su familia y cuyos hijos debieron vestir y pintar para que pudiera salir a la calle.
Woody Allen (y la deliciosa “Rosa Púrpura del Cairo”) inspiró a Simón, el niño que pudo entrar en su película favorita y sorprender al rey con las funciones de su celular, hasta que se quedó sin batería y debió salir corriendo, para regresar a su butaca. El cuento “La moneda volvedora” evoca a Constancio Vigil, pero como solo recordaba el nombre y no su contenido, fue inventado.
A pedido de mi nieto también incluí relatos históricos como la campaña de José de San Martín y las batallas de Napoleón.
De las “revistas mexicanas” (hace 70 años) irrumpieron la Pequeña Lulú y su amigo Toby, el detective que descubrió que el ladrón de la torta…era su papá, sonámbulo.
La mayor parte de los cuentos fueron pura invención, aunque quizás un psicólogo descubrirá rastros de otros autores en mi inconsciente. Me divirtió mucho contrastar la vida en la Luna, donde no hay gravedad (en particular cuando el Tintin de Hervé hace pis y el líquido queda flotando, como una nubecita amarilla), con la vida en la Tierra.
Tengo mis favoritos, como la chica que se demoró en el Louvre y la Mona Lisa invitó a entrar al cuadro, descubriendo así que todas las imágenes son chatitas y que a la Gioconda le da vergüenza salir del marco porque se termina en la cintura. O “La nota que faltaba”, con aquel niño resfriado quien, invitado a tocar su tuba con una gran orquesta aspira al revés, haciendo desaparecer la nota “Si” dentro de su instrumento. Hasta que tiempo después, los pichones de una alondra la recuperan. O ¨La Sombrita Paseandera” que se enoja con su dueño y se va de la casa.
Ramón escuchó estos cuentos con atención y los hizo suyos: hasta inventó su propio Caballo de Troya y entendió el significado metafórico de esa argucia griega. Hoy, con 10 años, recuerda cada uno como si los hubiera escuchado ayer. Imagino que ya está plantada la semilla para que cuente los propios cuando le toque ser abuelo.
La verdad es que ahora yo mismo me sorprendo y cuando los leo, pienso que los escribieron las manos de tantos otros que me alimentaron de imaginación en el pasado. Gracias mamá, gracias papá.
La venta de los tres tomos de 300 cuentos de buenas noches, de Jorge Bustamante, es a beneficio del Hospital de Niños