
Una inaudita causa de divorcio: “Lee todo el tiempo”
El consenso respecto de las bondades de la lectura es casi universal e inapelable. Leer se fomenta tanto para los niños como para los adultos porque esencialmente sirve para desarrollar y mantener nuestras capacidades intelectuales. Adquirir conocimientos mediante la comprensión de un texto, hacer volar la imaginación, descubrir mundos nuevos y crear los propios, fantasear y, sobre todo, disfrutar de los libros son solo algunas de las propuestas y los objetivos que se esgrimen cuando se defienden a capa y espada los textos y sus múltiples aportes para el florecimiento del ser humano. Incluso socialmente la lectura es una actividad más que bien vista. Nadie osa censurar a una persona que lee en lugares públicos, que hace un comentario en cualquier ámbito sobre tal o cual libro o que cita o recomienda a determinado autor por aquellas virtudes que le han impactado.
Un artículo de The New York Times, publicado el 7 de diciembre de 1938, consigna en el título: ‘Bette Davis divorciada: ‘Leía demasiado’
Ahora bien, todos estos incuestionables propósitos en muchas ocasiones se resquebrajan y dejan de ser tan aceptables y tolerables cuando tenemos en nuestro más cercano entorno un ser que dedica gran parte de su vida a tener la cabeza sumergida dentro de un libro. Sin llegar al extremo de que empiece a ser evidente la alteración de sus facultades mentales al mejor, o peor, estilo quijotesco, el lector empedernido es un ser que pasa muchas horas de su vida en su propio mundo, en silencio, abstraído y solo interesado en evitar que lo interrumpan y lo distraigan del texto en el que está concentrado. Muchos de aquellos que deben compartir sus vidas con estos seres empiezan a desplegar cierta crispación hacia esta enaltecida actividad y quienes la disfrutan comienzan, a la vez, a ser blanco de reproches. En Por el camino de Swann, de Marcel Proust, el protagonista cuenta que lo obligaban a estar cierto tiempo al aire libre todos los días antes de permitirle dedicarse a la lectura, con el trillado argumento de que el encierro es poco saludable. Ese encierro lleva a otra remanida crítica, mencionada en La librería encantada, de Christopher Morley. Este autor acuñó el ingenioso término “librocubicularista” (en latín “liber”, libro; “cubiculum”, dormitorio) para referirse a quienes les gusta leer en la cama. Y por supuesto el comentario desdeñoso hace alusión a la vagancia que implica pasar mucho tiempo echado haciendo precisamente “la nada misma”. Son un clásico también las alusiones a lo perjudicial que la excesiva lectura puede resultar para la vista, resumidas en la ya clásica sentencia: “Te vas a quedar ciego”. Y pasando a un plano más abstracto de los males que provoca el exceso de contacto con la ficción es habitual el latiguillo, o latigazo, que declama: “Vos te creés que la vida es una novela”, como consecuencia de lo que el otro percibe como una insoportable desconexión por parte del lector de los avatares que inundan la existencia de quien no reside en un mundo de fantasía, sino en el mundo “real”. También están aquellos que se quejan, lisa y llanamente, de que es muy aburrido vivir con alguien que lee mucho.
De los múltiples ejemplos que brindan la literatura misma y la vida cotidiana sobre lo irritante que puede resultar el bibliómano, tal vez el más desopilante y terrible sea el que posteó la autora Irene Vallejos en sus redes sociales. Un artículo de The New York Times, publicado el 7 de diciembre de 1938, consigna en el título: “Bette Davis divorciada: ‘Leía demasiado’”. En negro sobre blanco, relata que a su marido, Harmon O. Nelson, le fue concedido el divorcio de forma inmediata y sin cuestionamientos cuando arguyó que quería separarse de la estrella de cine porque leía “hasta niveles insoportables”, lo cual le resultaba muy exasperante. Declaró que, como consecuencia, no existía ni la más mínima “comunión” que se espera tener con el cónyuge en el matrimonio. Bette Davis no apeló la sentencia. Esta exquisita pieza periodística irónicamente no hace más que demostrar que la lectura no siempre goza de buena prensa. Por el contrario, confirma la relatividad e hipocresía de esas defensas a ultranza de nobles causas que se celebran y apoyan de la boca para afuera, pero que se vilipendian cuando toca en suerte experimentarlas en carne propia.







