El autor de Rayuela falleció hace 40 años, el 12 de febrero de 1984, cuando planeaba una nueva visita a la Argentina
En la carta podía leerse (se lee, todavía) que la intención de quien escribía era viajar a la Argentina en marzo; estaba fechada el 28 de diciembre, en París, y llegó a mis manos a principios de enero de aquel “ochenta y cuatro”. Por entonces arrancaba en el país un gobierno legítimo, constitucional: las elecciones de octubre habían cancelado ocho oscuros años de dictadura. No disimulo, hoy, la nostalgia por esos días en que se alentaban proyectos y voluntades.
"En el delicado papel vía-aérea su letra aparece firme, en su marroncito habitual"
La onda del autor de esa carta (que también urdía planes porque, aun en los peores momentos, lo asistía una vitalidad incontenible para escribir, para viajar, para amar) es de entrecasa, y en el delicado papel vía-aérea su letra aparece firme, en su marroncito habitual, y con un trazo de pilot fino. Finísimo, diría, trasuntando ese aire negligé que este flaco adoptaba en misivas como esta; habíamos intercambiado unas cuantas, al cabo de los años. Con qué swing discreto fraseaba, tan jazzero (reinventó a Charlie Parker, pero él sonaba como Coltrane), con su inconfundible caligrafía. Solo que lucía pálida, como en clave de susurro.
Se parece –y se parecerá cada vez más– al sepia desleído de viejas postales. Igual, quedaba claro el aviso de que vendría a Buenos Aires en marzo; entretanto, yo me tomaría unas vacaciones de verano. Sin embargo, algo no cerraba: el tono de la carta era firme, pero quien escribía –aun anunciando un viaje inminente– se declaraba enfermo, algo de lo que en estas latitudes se tenían ambiguas noticias. Pero ¿enfermo de qué? He ahí la cuestión, diría Hamlet: Sí, sigo enfermo y nadie sabe de qué, confesaba.
Pero su decisión de desembarcar en Ezeiza estaba tomada; olvidé el presunto enigma y programé las vacaciones; un amigo del club me había invitado a pasar unos días en Posadas.
El día de mi partida, ya en febrero, en la plataforma de la terminal de ómnibus un chofer me dice que no puedo embarcar porque, mire, estamos en conflicto y vamos al paro, así que hoy no cubrimos ningún destino. Carajo, no lo puedo creer, le respondí, el presidente apenas inicia su mandato y ustedes ya hacen un paro… No: el rollo era interno, solo con esa empresa; las demás salían normalmente.
Un directivo vino a calmar los ánimos: por un convenio con la línea aérea Austral, algunos pasajeros podían canjear sus tickets de ómnibus por otros, de avión, a condición de que la ciudad de destino contara con un aeropuerto cercano. Mi vuelo partía a las cuatro de la tarde. No quería volver a casa; qué hacer hasta esa hora. Decidí almorzar en el buffet de la editorial en la que trabajaba, que no quedaba lejos de la Terminal.
Comí algo y, no sé por qué, se me antojó bajar a mi piso. (“Mi piso” era el tercero, la redacción principal, donde confluían el staff de un diario con los de las revistas que publicaba January, el complejo editorial que “le tiende un puente con la realidad”, según rezaba su lema; ese día, conmigo, la sentencia se cumplió, fatalmente.) Bajé. En el ínfimo desplazamiento en el ascensor con el que descendía a un Hades insospechado me asaltó el último párrafo de la carta de París (“En marzo nos veremos allá, estoy seguro”), mil veces releído. Han pasado cuarenta años y la frase ha quedado ahí, colgada, como los restos de un paracaídas de la RAF, en la Guerra, entre las ramas peladas de un árbol.
En la redacción me crucé con mi colega Josefina, que no disponía de “Olivetti fija” –digamos– y boyaba por el salón hasta que acertaba con una máquina libre. Estás de vacaciones, loco, me dijo, qué hacés en la editorial en una tarde de sol. Pero no bien me enganché con la Jose a chismosear, vi venir al cadete del piso, que enfilaba hacia mí con una hojita en la mano. “Te lo manda Walter, el que corta los cables”, me dijo.
(En la pecera de las teletipos, Walter recibía lo que se denominaban “cables”, envíos de las agencias del mundo, que transmitían informes acerca de lo que acontecía a un lado y a otro del Muro de Berlín, o el anuncio del presidente Reagan de que los marines se retiraban a los buques anclados frente a Beirut… Por qué, me pregunto, algún dios me impulsó a que desviara el trayecto que debía llevarme a Aeroparque, donde también podría haber almorzado, para caer en este pozo de escritorios, teletipos y desgracias).
“Walter dice que es de un tipo que vos conocías –me aclara el cadete–, alguien que anduvo por aquí hace poco” (su última visita al país fue en diciembre de 1983). No sé si esa referencia no exenta de ironía la dio Walter o fue una alusión intencional de quien hacía de intermediario. No, no podía ser que ese chico hubiera estado al tanto de Alguien que anda por ahí, uno de los títulos amados del amigo escritor, a quien seguíamos en su implacable periplo literario. Tomo la punta de la hojita con desconfianza; no me da corriente eléctrica: es solo un papel, pero algo en el corazón registra un sacudón, como un temblor de siete puntos en la Escala Richter.
PARÍS, febrero 12.- MUERE PRESTIGIOSO ESCRITOR, AUTOR DE “MARELLE” (“RAYUELA”). AFP (Especial).- En el mediodía de hoy, en el Hospital de Saint-Lazare, donde permanecía internado por el agravamiento de un proceso leucémico, a los 69 años murió…
Renuncié a seguir leyendo el cable. Una fracción de segundo antes de tomar la hoja algún sentido interno que desconozco lo había percibido. O lo había asociado, mejor, a una lectura reciente:
Sí, sigo enfermo y nadie sabe de qué, pero de tanto hospital, exámenes y análisis supongo que saltará la verdad, y que me sacarán del pozo.
"Aurora Bernárdez de nuevo junto a él, como tantos años atrás en Buenos Aires, cuando él se sentaba a escribir en el Bar London"
Esa confesión iniciaba la carta recibida, pero era imposible calcular que, en una tarde de verano, en una sala que no figuraba en el itinerario previsto, un tifón perverso me sacudiría con la noticia de que te habías ido. No quise saber, en su momento, cómo se habían precipitado los hechos, allá en París. Pero algún tiempo después vi otra carta que, apenas diez días antes de la que me enviaste a mí, le habías escrito a Claribel Alegría, y consignabas el deterioro:
Aurora (…) volverá en enero. ¿Sabían que vive en mi casa? Me encontró tan enfermo y flaco hace tres meses que se vino a hacerme la sopa, gracias a la cual gané cinco de los diez kilos que había perdido.
Aurora, sí, Aurora Bernárdez de nuevo junto a él, como tantos años atrás en Buenos Aires, cuando él se sentaba a escribir en el Bar London y ella era su mujer; lo acompañó en tiempos de su luminosa irrupción con los emblemáticos cuentos de Bestiario (1953). Y cuando él abandonó la Argentina y se instaló en París no tardó en seguirlo (… ella ha venido, a su vez; está aquí, su mano duerme de noche entre las mías). Estuvieron juntos hasta 1967, justo un año después de que Todos los fuegos el fuego nos alcanzara con su fascinación y nos aterrara con la posibilidad de quedar atrapados, alguna vez, en la “Autopista del sur”. El impacto internacional, sin embargo, ya lo había alcanzado en 1963, con la disruptiva Rayuela. Juntos, en fin, daban la impresión de dos camaradas “que arriman el hombro para que las cosas –decía él– sean más divertidas y verdaderas”. Tal cual: una pareja de divertidos cronopios avant la lettre, mucho antes de que las inefables Historias de cronopios y de famas invadieran las librerías y las mesas de café como seres de otro planeta.
Tardíamente, pues, vine a enterarme de que Aurora había regresado como un viejo duende, con sus mágicas sopas, para paliar el azote del deterioro final. Para entonces ya hacía un año que la infortunada Carol (Dunlop, la canadiense, su último amor) había enfilado al más allá por la cosmopista definitiva. ¿A raíz del mismo mal? Chissà… Tiempo después, Cristina Peri Rossi –otra “amiga amorosa”– conjeturó que la causa no había sido leucemia sino una suerte de protosida contraído en el sur de Francia, en 1981, por una transfusión contaminada. ¿Cómo comprobarlo? Igual, lo que me quedó fue esa noticia a traición, un sacudón que se va modificando con el disimulado paso del tiempo. Sigue ardiendo un paréntesis que se abrió aquel día y que no cierra. Y no estoy seguro de si lo que recuerdo de esa tarde fue así o si es un cierto vicio restaurador el que trata de completar y enmarcar, en un museo mutante, lo que las propias carencias no logran superar.
Te has ido y no tendré adónde escribirte, pensé, y así responder a tu mensaje del 28 de diciembre; no lo hice porque anunciabas que vendrías unas semanas después. Y la noche de Buenos Aires se vestiría de fiesta (gracias, Le Pera). Pero cambiaste el destino.
(Vuelvo al día de mi viaje alterado. Estoy volando a Misiones. No hay nubes, no hay calma para dormir. Me resuena, implacable, tu decaimiento: “Soy lacónico a la fuerza”.
Qué demonio te chupaba la energía, dónde estabas cuando te faltaron las fuerzas para seguir escribiendo. Cuántas veces volviste al hospital, cada vez que el mal recrudecía. No lo pensé cuando recibí la carta; después se volvió implacable.)
En marzo nos veremos allá, estoy seguro, y hablaremos largo. Un abrazo de
Julio
No volveríamos a verte; lo supe y fue un cachetazo cuando, por azar, yo estaba en esa redacción. ¿Qué nos pensabas contar? No sé si recodaré qué otras historias nos habías contado antes, en un café de Montparnasse o en una charla telefónica a distancia. Ya no habría marzo; solo un mañana amenazado por la eternidad.
Pero basta, ya, con esta onda; a cuarenta años de aquel cimbronazo, un cronopio como vos –estoy seguro– no aprobaría esta lata melanco, tan porteña. Hay que seguir tu instrucción “para llorar”: Duración media del llanto, tres minutos. Ya está, ya pasaron. Ahora, dictemos instrucciones a algún fama para dar cuerda al reloj. Y burlar así al implacable tiempo. Gracias, Julio, por todo.ß
Autor, en colaboración, de La vuelta a Cortázar en nueve ensayos. Ed. Carlos Pérez, 1968