Dar vueltas y más vueltas en el mismo lugar, una práctica milenaria ligada al sufismo cuyo santo congrega multitudes en su tumba de Konya, en Turquía
No hay nada en este mundo, ni tampoco en los otros, que no gire. Giran los planetas. Gira el espiral ascendente de nuestro ADN. Giran los fideos en el tenedor. Los protones y electrones sobre no me acuerdo qué. Gira, todo gira. Bueno, en verdad, no todo. Aquí en Konya, Turquía, lo que yace en el interior de esta tumba no gira más.
El mérito de que del Este y del Oeste, el Norte y del Sur, la gente, también ella, se dedique a girar al compás del cosmos hay que reconocérselo a este hombre enterrado aquí, en el centro de Konya, en Turquía, una ciudad tan viva que no hay cuadra que no esté en remodelación. Este difunto hombre era un maestro sufí. El sufí es un camino espiritual seguido en nuestro país desde por el Chango Spasiuk hasta por Miguel Abuelo. Este hombre, decíamos, era un santo. Podrás venir a visitarlo –lo hacen miles de personas por día, que vuelan a Konya solo a presentarle, en persona, sus respetos–, pero no podrás tomarle fotos. Esto, antes, era la casa del maestro. Hoy es uno de los museos espirituales más convocantes del mundo al que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad.
Estamos en Turquía, un país donde los cuerpos de los santos son atracción turística. Hasta el gobierno mandó imprimir millones de trípticos con la ubicación de cada tumba importante con el fin de que nadie se pierda ninguna. En Turquía, la muerte está a la vuelta de la esquina: bazar, casa de fotos, tumba, panadería –no sabés qué ricos hacen los panes los turcos–, tumbas y más tumbas.
Jalaluddin Rumi entró en su ataúd hace 757 años. No parece. El Masnavi, su obra cumbre, es hoy el libro místico más leído de Oriente, un texto considerado, en el Islam, el segundo en importancia detrás del Corán. Un artículo de la BBC se interrogó meses atrás sobre por qué Rumi es el poeta oriental más leído en Estados Unidos. Los expertos, que lo comparan con Shakespeare, coinciden en algo: Rumi vivió adelantado ocho siglos. Y todo, entre otras cosas, gracias a sus giros.
A cada discípulo que llegaba a verlo, le advertía: "Si querés encontrar a Dios, vas a tener que girar". Su método lo habrás visto en fotos turísticas de Turquía –la última guía Lonely Planet del país, de hecho, lleva a un girador en la portada– y algún amigo maravillado te habrá hecho llegar un videíto de YouTube donde se ve cómo gente de vestido largo y gorro alto, cual torre, se desliza como trompos humanos al son de la flauta. No parecen mareados. Parecen en éxtasis.
"El girador lleva una mano hacia el cielo, desde la cual recibe las bendiciones. Y la otra hacia el suelo, donde las deposita. Ese es el verdadero espíritu: no quedarse con nada", dice Ahmed Dede, maestro holandés de giros que da talleres de iniciación por todo el mundo. Su voz es tan dulce que, por momentos, parece como si uno conversara con Caetano Veloso.
Hoy en día, hay oficinistas. Hay nerds. Hay viejos hippies y nuevos hipsters. Y todos ellos, al menos una vez a la semana, se quitan su ropa de trabajo y giran. Él se llama Oguz Büyükbas y está a cargo de una hamburguesería en Nueva York. Gira desde 2006, iniciado por su maestro en Estambul. "El giro es una forma de disciplinar el alma", dice Oguz, que hace demostraciones en campus de universidades de Norteamérica y llegó a girar en una iglesia. Una vez, giró tanto que se vio a sí mismo desde el techo, su cuerpo abajo meta dar vueltas.
La iniciación de un girador, en su escuela, no es nada fácil –en tiempos de Rumi, debías pasar 1.001 días dedicado a dieciocho clases de servicios–. Para empezar, se necesita un maestro: un sheikh. Luego, se pide autorización y, cuando el maestro así lo cree, da el permiso. Entonces, llega lo más delicado: girar sin perder el eje. "Desde los tiempos de Rumi, se usa una plataforma con una suerte de clavo que uno coloca entre los dedos del pie. De ese modo, se gira sin salirse del lugar", explica Oguz. Duele, sí. Y lleva tiempo, también. "A mí, por suerte, me llevó tres meses aprender la técnica y dejar de usar la plataforma. Pero conozco otros a los que les llevó dos años".
Tan hipnótico es el giro que llamó la atención de científicos de todo el mundo. James Hanna, profesor de Ingeniería del Instituto Politécnico de Virginia –junto a dos colegas, uno en Francia y otro en México–, se propuso investigar la rotación del vestido, en ondas, perfecto y sincronizado, de los giradores. El hallazgo los maravilló: los giradores, descubrieron ellos, activan la misma fuerza de la rotación del planeta y los huracanes. La famosa –bueh, famosa para los científicos– fuerza de Coriolis. "Los derviches se limitan a girar a una misma velocidad, pero sus vestidos muestran estos patrones vivos, realmente asombrosos", explica Hanna. "Como la tela es simétrica, el material flota sobre la superficie como un cono sin estrecharse ni deformarse. Uno puede compararlo con la Tierra rotando y el aire de la atmósfera libre flotando a su alrededor".
Estudios de neurocientíficos también pusieron la lupa en los giradores. Ellos observan que el sistema nervioso simpático y parasimpático puede activarse como consecuencia de los giros derviches. "Ambos sistemas se ponen online en simultáneo", explican los expertos en neuroteología. Resultado: el girador libera un caudal de energía donde logra, dicen, un estado casi alucinógeno.
Ahora bien, durante décadas, girar no solo era un tema impensado para los científicos –hasta hoy existen en Estados Unidos un equipo de béisbol llamado Derviches Giradores y un personaje del manga que gira blandiendo espadas–, además, en Turquía, girar era un peligro. En tren de occidentalizar la sociedad, el gobierno de Ataturk –un prócer para algunos, un demonio para otros–, ordenó cerrar las escuelas sufís. Entre 1923 y 1940, exterminó a, prácticamente, todos los maestros de giros. "La única orden sufí que no tocaron fue la nuestra", recuerda Oguz. "Un día llegó un inspector del gobierno a ver los giros. Se quedó un rato hasta que dijo: ‘Esto sí que es real’. Y nos dejaron en paz".
Él es Nuruddin Ortolá, argentino, vive en Traslasierra, en Córdoba, pero viaja mucho. Es el hombre que, en el país, más sabe de giros, y lo invitaron a dar talleres incluso de Brasil y España. Conoció los giros a los 25 años, viendo una película de culto –Encuentros con hombres notables–, basada en la vida de Gurdjieff, un maestro inclasificable que difundió los giros en Occidente.
Tiempo atrás, Nuruddin recibió la iniciación en el pueblito de Lefke, en Chipre, de manos de su maestro, Mawlana Sheikh Nazim, tataranieto de Rumi. Aquel día le calzaron las prendas y al final llegó el turno de la gorra cual lápida, el cierre de la ceremonia. "Mawlana besó el sike (el sombrero de pelo de camello que utilizan los giradores) y me lo colocó en la cabeza", recuerda. "En ese momento lo miré y su mirada me desbordó". Así, Nuruddin se transformó en derviche girador y, desde hace diez años, enseña el antiguo método de Rumi de girar en escalera caracol hasta encontrar a Dios.
"Muchos piensan que no es para ellos, que hay que tener cierto estado físico, que se van a marear, pero el Giro Derviche es una actividad fascinante, para la cual no hay limitaciones de edad, sexo, ni se requiere tener un estado físico en particular, solo el anhelo de conectar con la esencia divina en nuestro corazón", narra Nuruddin, barba blanca, flamante perma apicultor –atrae colmenas aplicando radiestesia– y fundador del Centro de Giros Derviches de la Argentina. Los giros también tienen cara de mujer. En San Pablo, Brasil, una giradora tiene centro propio llamado Rosa Dos Ventos. Otra sufí de origen iraní organiza talleres de giros derviches en París, donde está radicada y ve cómo los franchutes se conectan, también, con Dios, a base de volteretas. En la Argentina, Karima es profesora de danzas orientales y le llueven invitaciones para presentarse en festivales en Brasil, Chile, España y Portugal. También da shows semanales donde hace lo que más le gusta: sí, girar.
A los 19, un profesor de danza le regaló a Karima un libro de Rumi. Y ella sintió algo. Diez años más tarde, un profe egipcio de danza le mostró cómo los sufís en su país difundían su camino espiritual a través de los giros. "Lo primero para convertirse en girador es sentir el llamado. Hay giradores que giran despacio, otros rápido, pero lo que se busca es conectar con nuestro corazón", dice Karima, larga y delgada como una llama. "La mujer aporta al giro dulzura y calidez. Lo importante al girar es entregarse a Dios, ser su instrumento, ya no más hombre ni mujer".
Así es, mis amigos. Podrás estar online noche y día, los 365 días del año, con tus conocidos gracias al smartphone. Podrás ver las actualizaciones permanentes en el muro de Facebook. Podrás, en fin, estar conectado con el mundo y verlo todo en vivo y en directo. Pero ahora ya sabés: para que todo eso ocurra, algo allá arriba, redondo y satelital, debe girar y girar. Girar y girar.
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