Bill Evans y su insólita noche en San Nicolás
San Nicolás de los Arroyos
Bill Evans va en un Taunus por la ruta 9. Así empieza esta historia. Son las tres o las cuatro de la tarde de un día de primavera. Es el año 1979 y hay cinco personas a bordo. Atrás, Joe LaBarbera, Marc Johnson y Helen Keane. Adelante, en el asiento del acompañante, Evans, uno de los pianistas más importantes de la historia del jazz, probablemente el más admirado del mundo en esos años. Barba crecida, anteojos de sol estilo rockstar, camisa con los primeros botones desabrochados.
Su carrera a esta altura ya lo tuvo todo. Fue parte del mítico álbum Kind of Blue, de Miles Davis, que lo eligió a él entre todos los pianistas (único blanco de la formación, lo que le valió el desprecio de muchos y la admiración de otros tantos). Ya grabó con Tony Bennett, tocó con Chet Baker, giró por todo el mundo y grabó el formidable disco en vivo en el Village Vanguard, junto a su primer trío soñado, con Scott LaFaro y Paul Motian. Ahora acaba de sacar New Conversations, un disco de solos que completa la trilogía integrada por Conversations with Myself (1963) y Further Conversations with Myself (1967). No lo sabe, pero mientras atraviesa esa ruta bonaerense está viviendo el que será el último año de su vida. Tiene olo 50 y una adicción a la heroína que terminará por derrumbarlo el 15 de septiembre de 1980, cuando esté yendo a internarse en una nueva clínica de metadona para dejar las drogas y de pronto escupa un enorme chorro de sangre por la boca. Lo internaron de urgencia pero no sobrevivió. Sin embargo, esa es otra historia.
Por el momento, el pianista viaja junto a sus músicos y su manager en un Ford Taunus break, de esos familiares. Un rato antes de salir a la ruta, ese mediodía, almorzó un churrasco en el Palacio de la Papa Frita –restaurante del que se hizo fanático en menos de una semana–. Luego lo buscaron por el hotel Bauen y emprendieron viaje. Al volante, uno de los grandes misterios de esta historia: el hombre que contrató al pianista para que viniera al país y, como parte de la gira, incluyó el show al que lo está llevando en su auto. Es martes 25 de septiembre de 1979 y Bill Evans, guardián del refinado Village Vanguard, amo y señor de los mejores escenarios del mundo, está camino a la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, a 230 kilómetros de Buenos Aires, junto al Paraná. Esa noche, ante un público pequeñísimo, dará un concierto legendario –mítico, improbable– del que casi nadie tiene recuerdos. Un espectáculo que tuvo la presentación de la Reina de la Primavera y sus princesas como principal atractivo, donde pocos conocían al músico, que fue un absoluto fracaso comercial. Fue la última visita de Evans al país. Poco después grabaría el concierto de París y visitaría España. Luego lo ya dicho, la muerte.
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Ahora somos nosotros quienes atravesamos la autopista a Rosario camino a San Nicolás. Estamos yendo junto con la fotógrafa si no en busca de Evans, a la caza de algún rastro. Según una nota del diario La Opinión del lunes 24 de septiembre de 1979, firmada por Sibila Camps, el pianista debutó el miércoles 19 de septiembre de ese año en el Teatro Ópera, después tocó en Rosario (según sabremos luego, el lunes 24), en San Nicolás (el martes 25), y el jueves 27 en el Teatro Municipal General San Martín de Buenos Aires.
Una nota de 2013 del diario El Norte de San Nicolás aporta algunos datos. En ella se cuenta la anécdota como una pastilla de la historia. Se cita un fragmento de la nota que salió en ese mismo diario en la fecha del evento: "El fulgurante pianista clásico de quintaesencia Bill Evans –único en su clase– se presentará esta noche en nuestro coliseo mayor"; y aporta un elemento fundamental: uno de los asistentes esa noche fue Hugo Giménez, reconocido pianista de San Nicolás. El autor de la nota –que no está firmada– es Rubén Sisterna, secretario de redacción del diario. Ya en San Nicolás, lo ubicamos y charlamos con él. Es quien nos pone en contacto con nuestro primer testigo: Hugo Bear Giménez.
Tiene 72 años y vive con su mujer, Graciela, frente al colegio al que fueron los dos, en la calle Alvear. En el living de su casa tiene un piano, varias pinturas hechas por su esposa, una mesa ratona, sillones, una chimenea, retratos, y un reloj antiguo. Nos recibe con un disco que le regaló Evans en su visita, New Conversations, y un autógrafo en el que escribió "Para Ugo", sin hache. "Yo no lo podía creer", dice. "Claro que lo recuerdo: tenía 32 años en ese entonces. El Negro Quevedo, que trabajaba en el teatro, fue quien me contó que venía y me llevó a conocerlo. Me acuerdo de que lo primero que noté fue que tenía como una pelota en cada mano. Y no eran grandes, eso me sorprendió. Uno de un gran pianista espera manos grandes, pero las de él eran chiquitas", recuerda. No solo lo saludó, también se sentó al piano y le tocó un fragmento de Laura, una pieza clásica del jazz. "Él no dijo nada, pero asintió. Fue de algún modo como una aprobación, lo que para mí significó muchísimo. Realmente no podía creer que Bill Evans estuviera en mi ciudad, en San Nicolás. Me parecía completamente absurdo".
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En 1979, Evans atravesaba un mal momento. Ese mismo año, a su hermano Harry le habían diagnosticado esquizofrenia. Tenían una relación intensa, de mutua admiración y amor profundo. A partir de entonces, Harry ya no pudo ser su supervisor musical, rol que cumplió durante gran parte de su carrera. El 20 de abril de 1979 salió de la clínica donde estaba internado, fue a comprar un arma y se pegó un tiro. Fue el segundo suicidio que Bill vivió de cerca: años antes su primera mujer, Ellaine, se arrojó a las vías del tren luego de que él la dejara por Nenette Zazzara, quien se convirtió en su segunda mujer y la madre de su único hijo: Evan Evans. El matrimonio con ella duró justamente hasta un año antes de esta historia. En 1978, Nenette descubrió que Bill había vuelto a caer en la heroína y lo dejó. Luego llegó esta visita y un año después, en compañía de una nueva novia (Laurie Verchomin) y de Joe LaBarbera –quienes lo llevaron de urgencia al hospital Mount Sinai de Nueva York–, murió.
Claudio Parisi, especialista en jazz que este año sacará por Gourmet Musical un libro sobre las visitas a la Argentina de los grandes del género, estudió el caso Evans. Según averiguó, a Evans lo habría traído al país el productor ya fallecido Alejandro Szterenfeld, director de Conciertos Gama. Sin embargo, para Giménez el responsable de esa visita había sido Ronnie Scally (de algún modo, los dos tenían razón). Parisi, además, me aconseja leer una nota del escritor rosarino Marcelo Scalona. En su artículo "San Evans", Scalona evoca la visita del pianista y menciona a tres personas que lo vieron: Hugo Giménez en San Nicolás, y Horacio Vargas y Armando Vites en Rosario. Y cuenta una anécdota: dice que Evans llegó al Teatro Municipal Rafael Aguiar de San Nicolás y encontró un Chickering, un tipo de piano muy particular con el que él había dado sus primeros pasos, y que mandó a desempolvar para tocar un rato. ¿Pero qué hacía ahí? ¿Por qué en San Nicolás? Y lo más extraño: ¿por qué nadie se jactaba de la visita? ¿por qué no era (ni es) un hito popular de la ciudad?
La verdadera historia es que Evans llegó al teatro y se encontró con ese Chickering. Quiso tocar en él pero no estaba en condiciones, por lo que tuvo que conformarse con un Erard, un piano francés que estaba tan desafinado que el productor, el hombre que había manejado desde Buenos Aires hasta allí –¿era Scally?–, tuvo que contratar de urgencia un afinador de Rosario, pagarle un remís y que se acercara raudamente al teatro. Ese piano sigue estando ahí. Cubierto con una manta, con las patas reemplazadas por unas nuevas con rueditas, está en un rincón oscuro y ya no se usa. Lo mismo el Chickering: duerme debajo de una escalera en el auditorio secundario del teatro.
Evans se preparó en el camarín Ernesto de Spírito (h), nombrado así en honor al conserje histórico del Rafael Aguiar. Allí probablemente se inyectó cortisona para poder mover sus dedos, y desde allí salió a escena. No fue, sin embargo, su noche más memorable.
"La gente no sabía quién era. Me decían a mí que subiera a tocar en su lugar. Se me caía la cara de vergüenza, no podía creer que la gente estuviera desaprovechando así a Evans. Imaginate que una vez en La Vegas Frank Sinatra terminó antes un show y dijo al público: ‘Perdónenme que me voy, pasa que acá al lado está tocando Bill Evans’. Era considerado un Dios, y acá nadie lo conocía", dice Hugo. Está emocionado de poder recordarlo. Pianista de primer nivel, billiveriano de la primera hora (es decir, declarado aprendiz absoluto de Evans), dedicó su vida a recorrer escenarios con su piano. Según él, el teatro estaba a medio llenar, pero el público no había ido a ver al trío, sino a la reina y las princesas de la primavera, que se presentaban esa misma noche como parte del show. Otras crónicas dicen que había solo veinte personas, algunas hablan de 200 en un teatro con capacidad para 700. La cantidad, como fuera, es menor: casi nadie en San Nicolás dice haber estado ahí. Ni siquiera la reina y sus princesas, a quienes los diarios de la época ubican en ese lugar exacto. Es la siguiente historia de esta historia.
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La reina fue Sandra Pacini. Recibió la corona de manos de Lucía Campera, pero no era una corona, era más bien una cinta, o al menos así se ve en la foto que Sandra me comparte vía Facebook. En ella se la ve sonriente, tiene un cartelito en la mano con el número 11, que estimo sería su número de participante. Hoy Sandra vive en Rosario y rara vez se acerca a San Nicolás. Hablo con ella. Antes de explicarle en detalle el motivo de la llamada, disfruto unos segundos el misterio.
–¿Hablo con Sandra Pacini?
–Sí.
–¿Por casualidad usted fue reina de la primavera en San Nicolás en 1979?
–... Sí. ¿Quién habla?
Entonces le cuento que estamos en San Nicolás detrás del rastro de Bill Evans. El nombre no le suena. Le relato lo que intento contar en esta nota: parece que en el año 79 vino a San Nicolás uno de los pianistas más importantes del siglo XX y durante el espectáculo en el Teatro Municipal se presentó a la reina de la primavera y a sus princesas. "Es decir, usted, Sandra, y sus compañeras".
–¿Lo recuerda?
–A nosotros no nos invitaron a ningún espectáculo de ningún pianista.
–¿No lo recuerda?
–No, no fuimos invitadas a ningún evento. Si no, me acordaría.
Hablamos poco más. Le pido si podemos ir a fotografiarla a Rosario. Se niega. A cambio, me promete mandarme la foto de ella siendo coronada. El mismo día, cumple su promesa. Está segura de no haber estado ahí, pero la reconstrucción que acá desplegamos me da la certeza de que uno de sus primeras apariciones como reina fue al lado de un músico gigante al que no recuerda. Las reinas, claro, no miran a nadie desde abajo. (Y Evans, por otro lado, era más bien un rey del invierno que de la primavera).
Sigo mis intentos. Si Sandra cree no haber estado ahí, tal vez alguna de sus princesas sí. Llamo a todos y todas las Conesa de San Nicolás que aparecen en la guía. Finalmente doy con Gabriela Conesa, princesa de aquel año. Repito el speech, no con menos detenimiento en el misterio: "La llamo por algo que sucedió hace cuarenta años". En mi cabeza, si despierto intriga, despierto ganas de aportar, una teoría que nunca comprobé pero en la que creo.
Me pide que le explique. Lo hago. Hace cuarenta años vino a San Nicolás el músico de jazz Bill Evans. Según los diarios de la época, además del concierto se presentó a la reina y las princesas electas.
–¿Usted recuerda haber sido invitada a un evento en el Teatro Municipal Rafael Aguiar el martes posterior a la coronación?
–Yo recuerdo que como parte de las condiciones de ser elegidas teníamos que asistir a un evento, pero no recuerdo qué tipo de evento era.
–¿No tiene memoria de haber estado con un gran músico?
–No, pero fue hace cuarenta años. Solo recuerdo que teníamos un compromiso, pero no sé cuál.
Vuelvo a tomar el mismo camino sin salida de antes y le pido si podemos ir a fotografiarla a su casa. Primero se ríe y después se niega. Le pregunto si me pasa el contacto de la otra princesa, pero prefiere que no. Sé que lo tiene porque Sandra me contó que tienen un chat, estimo que de WhatsApp. Me gusta imaginar qué habrán charlado ahí sobre mi consulta, que habrán googleado alguna foto de Bill Evans para pasarse y ver si alguna lo recordaba. Si así fue, nunca me lo comentaron. El link a esta nota puede estar ahora mismo alimentando ese chat.
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Carlos Melero tiene 84 años y un archivo de grabaciones por el que deberían sacarse los ojos los museos. Durante años fue sonidista de cientos de espectáculos musicales que pasaron por Buenos Aires. Como parte del oficio, grabó muchos de esos conciertos. Conoció a Bill Evans en el 73, cuando tocó por primera vez en el país. Lo trajo efectivamente Alejandro Szterenfeld y lo programó en el Gran Rex. Fue un concierto rarísimo, un domingo a las 10 de la mañana. Melero lo recuerda porque estuvo en el teatro trabajando desde las 7. Hacía frío y el teatro estuvo lejos de llenarse, pero según él fue un gran concierto. Mientras habla, veo colgada en la pared detrás suyo una foto de 1979: en ella están Helen Keane, Bill Evans y Carlos Melero, todos riendo como si nada malo pudiera pasar.
La anécdota sería menor si no fuera porque gracias a ella existe registro de los conciertos de Evans en Buenos Aires. Tanto en el Gran Rex como en el San Martín, Melero grabó los espectáculos. "Lo hice con dos líneas estéreo, una técnica más bien amateur, pero es que eran para mí, no para vender", cuenta. Años después, ya con Evans muerto, un amigo se le acercó y le dijo que tenía posibilidad de editarlos con un sello europeo. A cambio de nada, Melero le dio las cintas y así es que como se editaron dos discos: Bill Evans Trio. Live in Buenos Aires 1979; y la colección de tres CD Bill Evans Trio in Buenos Aires, que contiene un disco con el recital del Gran Rex, otro del San Martín, y un tercero con material extra de ambos.
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Sigo intentando descifrar quién llevó a Evans a San Nicolás. Claudio Parisi me pasa el teléfono de Hilda Vareta, la mano derecha de Alejandro Szterenfeld en Conciertos Gama. Suena pocas veces el teléfono y atiende. Le explico por qué la llamo. Le digo que estoy intentando rastrear quién trajo a Bill Evans al país en el 79. "Lo trajo el señor Alejandro", me dice, "pero no fue en el 79 sino en el 73. Lo recuerdo bien porque yo estuve con él todo el tiempo. ¡Un tipo encantador!". Le cuento que vino dos veces, y que yo intentaba rastrear la segunda. Me dice que no, que Szterenfeld solo lo trajo en el 73, que de hecho lo quiso traer antes pero como el tipo era muy reconocido por sus adicciones no se había animado hasta entonces. Y aporta un dato: en el 73 le negaron la visa de trabajo, por lo cual tuvo que entrar al país con visa de turista. Una vez acá, la misma Hilda lo acompañó a la oficina de migraciones para hacer un trámite para que le permitieran tocar. "Como sabían de su fama, lo revisaron durante un rato larguísimo. Le buscaron cosas por todos lados a ver si no tenía nada prohibido. Pero el tipo no tenía nada, así que finalmente le aprobaron el permiso". Pero fue en el 73, ratifica, en el 73. Entonces le pregunto por Ronnie Scally, quien fuera mencionado por Hugo Giménez como aquel que lo trajo. Puede ser, dice Hilda. Puede ser. Y corta el teléfono, previos saludos de cortesía.
Reynaldo Scally (Ronnie) fue un productor importante que trajo espectáculos de vanguardia y realizó algunos de los primeros recitales al aire libre. Falleció en 2014, pero es Verónica Scally, su hija, quien da el dato final y fundamental en el rompecabezas. Doy con ella por Facebook. Dedicada también a la producción musical, se suma a la reconstrucción. En 1979 tenía 13 años. No recuerda detalles pero sí que fue el padre quien lo trajo. Me pone en contacto con Jorge Giovaneli, socio de Ronnie en ese entonces. Es acá cuando el mito se convierte en un hecho de la historia. Hablo con Jorge por teléfono. Al principio se ríe. Pregunta por qué tanto interés en San Nicolás. Se vuelve a reír. Quedamos en encontrarnos para tomar un café. Está entusiasmado y atónito con los recursos desplegados para tan poca historia. O lo que parece ser, por absurdo, tan poca historia.
Fue él quien lo llevó a San Nicolás. "La verdad es que Ronnie lo conocía más como músico, pero en esa época estaba casado con Amelita Baltar y el día del concierto ella había quedado en cantar en el cumpleaños de Bernardo Neustadt, entonces Ronnie se tuvo que quedar a acompañarla. No me quedó otra que llevarlo yo a San Nicolás", recuerda ahora Jorge.
Según él, lo llevaron ahí porque lo habían contratado para cuatro shows y la Warner, el sello de Evans en esa época, le recomendó que fueran hacia ahí porque teóricamente había una empresa petrolera americana cerca y se iba a encontrar con una comunidad norteamericana importante. Sin saber si era cierto, programaron la fecha, por la que le pagaron a Evans nueve mil dólares. "Fue un fracaso comercial. El teatro no estaba ni cerca de estar lleno. No lo conocían. En Buenos Aires tampoco había llenado. Económicamente fue una pésima idea traerlo, pero este negocio tiene esas cosas. Los éxitos y los fracasos van compensando la balanza", explica.
El Ford Taunus era suyo. En rigor, dice no recordar si era un Taunus o un Sierra; tuvo los dos autos, pero en el 79 el Sierra todavía no había salido al mercado. No se acuerda del show de Rosario, pero dice que es probable que lo haya llevado alguien de su empresa y por eso no lo tenga presente. Pero sí se acuerda de Bill y de su trío. Es, como todo en esta historia, el recuerdo feliz de un fracaso estrepitoso.
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