
CABO POLONIO ¿Progreso? ¿Qué progreso?
Es un pueblo uruguayo de pescadores que se ha transformado en paraíso turístico. Las medidas para mantenerlo virgen de toda modernidad son tan estrictas que han generado discusiones: no hay asfalto, no se puede construir y ni siquiera se piensa en llevar hasta allí los tendidos para la luz eléctrica
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A sólo 262 kilómetros de Montevideo, rodeado de altos méedanos y océano, se encuentra Cabo Polonio. Un pueblo de pescadores convertido para muchos en uno de los últimos paraísos naturales. La única manera de acceder es a pie, en carro tirados por caballos o en vehículos 4x4. Unas cien casas, la mayoría construidas con madera y muy pocas de material, se desparraman a lo largo de todo el cabo. No hay calles delimitadas, sino improvisados caminos de arena y pastizales. Durante todo el año viven unas ochenta personas y en verano no llegan a ser más de 150. Como no tienen luz eléctrica, alumbran sus casas con velas, lámparas a querosén, paneles solares o energía eólica. Muy pocos, por lo general los que poseen algún negocio, cuentan con un generador eléctrico. Quienes no se construyeron ingeniosos y originales sistemas de cañerías extraen el agua de pozos que llegan hasta las napas subterráneas. Casi todos cultivan su propia huerta y crían animales: gallinas, ovejas, caballos.
Sobre la punta del cabo, la parte más rocosa de todo el lugar, se levanta un faro y se congrega una de la poblaciones más importantes de América del Sur de lobos marinos. A ambos lados de las rocas se extienden largos kilómetros de anchas playas. Enfrente descansan tres islas solitarias: La Rasa, La Encantada y La Cafandu, que también sirven de refugio para los lobos marinos. El mar es de un fuerte color celeste y despliega constantemente olas de gran magnitud. Los imponentes médanos alcanzan alturas cercanas a los 40 metros. Atraídos por su belleza, cada vez son más los miles de turistas de todas partes del mundo que lo visitan, de diciembre a marzo. La época de la zafra , como dicen los lugareños refiriéndose a su mayor fuente de ingresos.
Artistas, hippies de los años 60, pescadores curtidos, ex cazadores de lobos marinos devenidos en comerciantes, artesanos, son los pocos habitantes permanentes que comparten sus vidas en Cabo Polonio, lejos de las grandes metrópolis. "Somos una familia", afirman. Y como toda familia, tienen sus problemas.
Las peligrosas aguas de las costas de Cabo Polonio fueron escenario de históricos naufragios y de cruentas batallas de barcos piratas. Justamente, el origen de su nombre se disputa entre dos conocidos naufragios. Para algunos se tomó de un buque español llamado Polonio, que naufragó frente a las costas en 1735; y para otros del hundimiento, pocos años más tarde, de un barco de contrabandistas, que era capitaneado por un tal Joseph Polloni, famoso en esa época por encerrarse largas horas en su camarote a disfrutar del vino. En 1880 se inauguró, construido por los ingleses, el esperado faro, que ayudaría a advertir a los barcos sobre el peligro de esa costa. Alrededor de él se levantaron las primeras casas. En 1961 el faro fue electrificado y en 1976 el gobierno de Uruguay lo declaró monumento nacional. En 1963 funcionó, durante tres años, la primera escuela de Cabo Polonio, que fue dirigida por la esposa del guardafaro.
José, uno de los encargados desde hace ocho años del mantenimiento del faro, cuenta que éste tiene una altura de 25 metros y medio, un alcance lumínico de 19,5 millas y que su lámpara de 10.000 vatios da un destello de luz cada doce segundos. El dueño de una de las cuatro provisiones que hay en Cabo Polonio ostenta con orgullo el título de ser uno de los más viejos habitantes del lugar. Todos lo conocen como El Zorro, pero muy pocos saben el origen del apodo y menos su verdadero nombre, incógnita que a él le gusta mantener y siempre ayuda a alimentar.
Es un hombre de 73 años, flaco, canoso y de ojos claros. Siempre lleva colgado de su cuello unos anteojos de marco grueso de color negro. Sus manos grandes y curtidas revelan un pasado de pescador. "Yo vine a vivir acá en el 52 con mi familia y un pequeño grupo de pescadores, porque se sabía que éste era un lugar donde había mucho de qué vivir: la pesca del tiburón, mejillones, la caza de lobos. Esto estaba casi despoblado y era todo muy precario. Los pocos ranchos que se encontraban eran de madera o de cartón y junco", cuenta El Zorro. En los años 70, cuando empezaron a llegar los primeros turistas a Cabo Polonio, El Zorro, ni lento ni perezoso, instaló, con mucho esfuerzo, una casa de comidas. "No vendía más de veinte platos en todo el día. Era un turismo pobre. La mayoría, mochileros y buscadores de aventuras que llegaban a pie o en carros que salían de Valizas (pequeño pueblo de pescadores ubicado a 3 km)", recuerda.
Desde hace años, el pequeño restaurante se convirtió en una importante provisión. Casi como una ceremonia, el Zorro se despierta muy temprano todos los días, desayuna mate amargo con unas rodajas de pan casero y junto a una de sus hijas comienza a atender el negocio. A lo largo de la jornada se mezclan en el local turistas, pescadores, artesanos... Sobre la playa, a unos metros de las rocas, se levantan, una al lado de otra, las dos hosterías-restaurante que existen en Cabo Polonio. Ambas están abiertas todo el año y tienen capacidad para alojar a no más de veinte personas. La familia Machado es la dueña y la encargada de atender la hostería Marimar. "Nos trasladamos de Valizas al Cabo en el 61, porque el trabajo de pescador de mi padre cada vez le demandaba más tiempo de estar acá. Recuerdo que se internaba en el mar en una pequeña embarcación por la madrugaba y que la caída del sol lo encontraba descargando en la playa. Mi mamá se encargaba de cuidar el rancho que nos habían prestado y siempre lo esperaba con la comida", cuenta Marcos Machado.
C uando su familia se estableció en el Cabo, Marcos tenía 6 años. Por la mañana, para ir a la escuela, que se encontraba en Valizas, debía cruzar a caballo los interminables médanos. Y a su regreso, por la tarde, junto a otros niños, se dedicaba a sacar mejillones de entre las piedras. "Si llegaba a haber una bajamar no se encontraba a nadie en las casas. Todo el mundo estaba en las piedras", recuerda Marcos. Rompiendo con el destino de todo hijo de pescador de continuar con el oficio del padre, no se dedicó a la pesca. A los 15 años comenzó a trabajar en la construcción de casas para la gente que comenzó a radicarse en el lugar. "La hostería -cuenta Marcos- nació más adelante, gracias a la mentalidad de negociante de mi madre. Primero armó un lugar donde expendía bebidas para la gente que venía a pescar tiburones y a cazar lobos. Después, esta gente empezó a pedir algo de comer o a buscar lugares para dormir durante esos días, y así nació la idea de poner una pequeña hostería-restaurante."
Al pie del faro se encuentra el centro comercial de Cabo Polonio, compuesto por tres provisiones, una panadería, algunos puestos de comida, y una feria de artesanos instalados a lo largo de un ondulante camino. Sobre un caballete expone y vende sus cuadros Aldo Grau. Un hombre flaco de larga barba negra y ojos saltones, que nació en Montevideo y viajó y expuso por distintas ciudades de América latina, hasta que en Buenos Aires se enamoró de una artesana, también uruguaya.
"Conocí el Cabo -dice Aldo- en los años 70, porque la familia de mi novia era de la zona. Al principio veníamos sólo en verano, a vender artesanías, pero cuando llegaron los hijos decidimos establecernos definitivamente." Cuenta que desde esa época sus pinturas están motivadas por la naturaleza del lugar. "Cabo Polonio hizo mi paleta. Aquí encontré colores, formas, ritmos que nunca había observado en otros lugares", afirma Aldo. Al lado suyo, María Ferreyra Calimares vende collares, pulseras y faros en miniatura, realizados con vértebras de pescados, conchillas y caracoles. "Aprendí y empecé a vender artesanías hace un poco más de un año, porque la plata que ganaba mi esposo como pescador no nos å alcanzaba para vivir y criar a nuestros dos hijos -dice María. Con el primer ahorro se compraron un panel solar, que les costó quinientos dólares-. En verano anda bien, pero en invierno, cuando no hay sol, no carga casi nada. Entonces tenemos que gastar plata para mandarlo a alguna estación de servicio para que lo carguen."
Cada vez que se enferman o tienen que realizarle un control médico a sus hijos de 3 y un año y medio, deben trasladarse hasta el pueblo de Castillo, que se encuentra a unos 25 kilómetros. No tienen un vehículo 4x4 ni carro, pero siempre hay un vecino solidario que los lleva. María asegura que cuando sus chicos crezcan los va a mandar a la escuela de Polonio y luego a estudiar a la secundaria de Castillo. La escuela de Cabo Polonio se encuentra cerca de la playa y es una pequeña casa pintada con dibujos realizados por los propios alumnos. Los nueve alumnos que asisten tienen entre 6 y 11 años. Entran a las 10 y se retiran a las 15." Como es una escuela rural, hay una sola maestra para todos los chicos", dice María.
Actualmente, en Cabo Polonio viven unos quince pescadores que se distribuyen entre las tres pequeñas embarcaciones que hay. De septiembre a enero, la época del tiburón, se internan, por la madrugada, bien adentro del mar y no regresan hasta el atardecer. "Sacamos tiburones que pesan un promedio de once kilos" , dice un pescador. El resto de los meses pescan "todo lo que caiga": cazón, corvina, pescadilla.
Piava -un hombre de baja estatura, robusto, panzón, con bigotes gruesos y barba de días, que parece un personaje escapado de una historieta- es el pescador más viejo en actividad. Su apodo proviene de que cuando era niño se pasaba casi todo el día en un arroyo de Valizas pescando con la mano piavitas (mojarritas), mientras esperaba que su abuelo y su padre regresaran de pescar. Llegó a trabajar a Polonio en 1967 como marinero y hoy es dueño de dos barquitos: Solymar 2 y La Traviesa.
"Igual sigo entrando en el mar, porque si paso más de tres días sin pescar me aburro -asegura Piava. Recuerda que antes eran mucho más los pescadores en Polonio-. El problema es que ahora a nosotros para autorizarnos a construir una chalana (embarcación) y poder pescar nos exigen lo mismo que a un barco mercante o pesquero de altura. Tenemos que conseguir varios permisos, hacer un montón de cursos, rendir exámenes, equiparnos con la última tecnología. Todo esto lleva mucho tiempo y dinero."
A principios de los años 80, Polonio tuvo una nueva afluencia de veraneantes, que escapaban de los ruidosos balnearios de las playas del Atlántico. La tranquilidad del cabo era un secreto a voces compartido por varios turistas, muchos de la Argentina, que buscaban desconectarse totalmente de la ciudad. Disfrutaban de las solitarias playas, les gustaba perderse entre los médanos, cenar a la luz de la velas, ducharse a baldazos, despertarse con el ruido de las gallinas. La noche los reunía para conversar y tomar unas cervezas en los bares o bajo las estrellas, en improvisados fogones. Algunos decidieron construir, con poco dinero, sus casas para pasar el verano y otros para quedarse a vivir. Con el tiempo, los rústicos carros tirados por caballos, que tardaban casi una hora en poder llegar, comenzaron a ser reemplazos por rápidos jeeps, que ofrecían distintos particulares. Así aparecieron más y nuevos turistas, sobre todo los que llegaban sólo para visitas de un día.
La mayoría de los pobladores permanentes buscó desarrollar y ampliar sus negocios durante los meses de verano, instalando puestos de comida casera, construyendo y alquilando casas, ofreciendo viajes en barco...
"Cuando conocí a Polonio, hace más de 15 años, durante unas largas vacaciones por toda la costa de Uruguay, me enamoré enseguida del lugar. Lo vi como algo único, sagrado, irrepetible en cualquier parte del mundo. Sentí que era el sitio donde yo siempre quise vivir", dice María Quiñones, que de a poco se fue instalando y desprendiéndose de la carrera de Antropología, que era lo único que la ataba a Montevideo. Compró una pequeña casa, conoció nuevos amigos, aprendió a hacer artesanías y dejó de preocuparse por el pago de impuestos atrasados, de los reproches de sus padres y de esperar colectivos atestados de gente. Desde hace varias temporadas, atiende y es la dueña de uno de los dos bares que hay en Polonio. Se llama Duende y está sobre la playa. "La idea es que sea un espacio cultural donde pueda mostrar sus pinturas, fotografías, poemas y teatro la gente de Polonio y también los que vienen de afuera. Quiero que sea lo más diferente posible a un boliche o a un pub tradicional", afirma María.
En las frescas noches de verano, Duende se llena de turistas y lugareños, que ven las distintas muestras, conversan y bailan hasta que los primeros rayos de sol de la mañana entran por las ventanas del bar. En otoño, María cierra Duende y se dedica a sacar berberechos, mejillones y algas del mar, que vende en Montevideo.
Cuando llega el invierno, no queda un solo turista en Cabo Polonio y los pocos pobladores se ven obligados a descansar. "Si no sos pescador o dueño de alguna proveeduría, no quedan muchos trabajos para hacer. Tenés que vivir con la plata que juntaste durante la zafra", explica Beatriz, que en verano se dedica a vender tortas y a alquilar una de sus dos casas. En los meses de frío, a ella le encanta sentarse al lado de su estufa de leña y leer, durante largas horas, novelas policiales de complejas tramas, que difícilmente se podrían desarrollar dentro de la tranquilidad del cabo. Los vecinos que tienen televisión, si consiguen colocar la antena con viento a favor, pueden pasar la tarde viendo una telenovela o algún noticiero. Los dueños de las hosterías, cubiertos con å gruesas frazadas, se entregan a interminables siestas. Las esposas de los pescadores se juntan, casi religiosamente, en alguna casa, a conversar, mientras esperan que sus maridos regresen del mar. Los artesanos se encierran en sus talleres a pensar nuevas técnicas...
Pero los meses de invierno en Cabo Polonio son muy duros. Las precarias casas parecen indefensas ante los fuertes vientos y las temperaturas bajo cero. "No es fácil pasarlo sin luz eléctrica, calefacción a gas, agua caliente. Cada vez son más los habitantes que se van y vuelven en el verano. La solidaridad que se da entre los vecinos es lo que nos ayuda a aguantarlo dignamente", dice María Leticia Calimares.
E l Zorro, Machado, Piava, Grau y muchos de sus vecinos, con preocupación, dicen que "en estos últimos años algo está cambiando en Polonio, y no es bueno".
Desde 1992, por orden del Poder Ejecutivo de la Nación de Uruguay, con el objeto de proteger la riqueza natural del lugar, no se puede construir o refaccionar casas en Cabo Polonio. "Es increíble que no nos dejen mejorar nuestros hogares o negocios. Por ejemplo, yo quiero agrandar el baño de mi casa y no puedo, porque si me agarran me lo tiran abajo y me ponen una multa", dice Marcos Machado. Entre 1994 y 1997 el gobierno de Uruguay ordenó derribar más de 30 casas construidas ilegalmente.
Otro tema que preocupa a los habitantes es la constante negación del gobierno por instalar un tendido de luz eléctrica. Los pescadores la piden para poder tener un freezer donde guardar lo que pescan y no tirar lo que no pueden vender en el día. Los comerciantes, porque dicen que gastan mucho dinero en mantener los generadores o las heladeras que funcionan a gas. La maestra de la escuela, para dar las clases en mejores condiciones. Los dueños de los bares, con el fin de no invertir más sus ganancias en las cien velas que necesitan cada noche para iluminarlos.
Pero no todos creen que la luz sea lo mejor para el cabo. "La luz puede servirle a mucha gente de acá, pero puede ser perjudicial en cuanto a que la llegada de las máquinas traería mucho ruido, más consumo y contaminación", dice Aldo Grau. Para su amiga Beatriz, lo mejor sería que la luz la otorguen, únicamente, a quienes la necesiten en su actual actividad laboral. "Si no, la luz en la calle, en la puerta de cada casa, arruinaría una de las cosas más bellas de Polonio: su noche mágica", afirma.
Los pescadores, la escuela y los comerciantes que quieren la luz eléctrica deben golpear varias puertas. Machado explica que el Ministerio de Ganadería, Pesca y Agricultura, que es propietario de gran parte de los terrenos de Cabo Polonio, es quien tiene que solicitarla. Y el Ministerio de Vivienda, en conjunto con la Dirección Nacional de Medio Ambiente, debe dar la autorización. Sólo así el gobierno podría empezar a estudiar seriamente la posibilidad de suministrar la luz. "Nosotros nos reunimos varias veces con ellos, pero sus respuestas son a largo plazo, como todas las respuestas de los políticos", cuenta Machado. Los habitantes también se quejan de que la intendencia del partido de Rocha no colabora en mantener limpio a Cabo Polonio. "Pedimos si podíamos juntar toda la basura que se acumula y dejarla en la entrada, para que un camión de ellos se la lleve y no lo aceptaron", dice El Zorro. Los comerciantes trasladan, en sus propios vehículos, la basura hasta Castillo y la mayoría de los vecinos paga a una persona para que haga una recolección casa por casa y la entierre, sabiendo que no es lo mejor, cerca de los médanos. El año último decidieron que cada uno, antes de tirar su basura, la divida en orgánica e inorgánica. "Nos están acorralando cada día más. Es como que están buscando que nos cansemos de vivir acá, que nos desgastemos en nuestros reclamos, para que nos vayamos y así puedan vender todo esto o explotarlo como algo totalmente turístico", dice María Quiñones.
El subsecretario del Ministerio de Turismo de Uruguay, Ernesto Rodríguez Altez, asegura que como Cabo Polonio está declarado reserva natural no existe ningún proyecto para construir un balneario turístico. "Sí manejamos la posibilidad de hacer campings y nuevos alojamientos, pero siempre respetando la naturaleza del lugar", afirma.
Desconfiados, los lugareños de Polonio piensan que el gobierno esconde sus verdaderas intenciones tras el discurso ecológico. Están convencidos de que la belleza del lugar es una gran tentación para cualquier empresario turístico, que en connivencia con el gobierno podría levantar un balneario con hoteles cinco estrellas, carpas en la playa, puestos de papas fritas, videojuegos, locales bailables...
Más allá de especulaciones, conjeturas y desmentidas, lo cierto es que los habitantes permanentes de Polonio parecen estar sobre un barco que navega en un mar muy preocupante, sin orillas visibles y a la espera de que sus ilusiones y utopías sobre la vida en el cabo no lleguen al naufragio que encontraron los barcos que le dieron el nombre al lugar.





