¿Cuándo deberíamos decir que no?
A muchos padres les cuesta decir que no a algunos de los innumerables requerimientos de sus hijos, sin darse cuenta de que, después de acceder sin haberse tomado el tiempo para pensar, terminan enojándose, se cansan o se estresan. La realidad es que no tienen el tiempo, las fuerzas, las ganas, el dinero o no están de acuerdo con aquello que aceptaron.
Es una suerte que los chicos pidan, porque eso habla de que confían en sus padres y se animan a hacerlo, sin sobreadaptarse ni cuidarlos. Los adultos tenemos que aprender a decir algunas veces "no", o "hoy no", o "por ahora no porque sos muy chico", o "no puedo", etcétera. Y aprender también a tolerar sin miedo el enojo y la desilusión del niño ante nuestra respuesta negativa.
Más allá de lo razonable o criterioso de esos pedidos, antes de responder consideremos si realmente estamos en condiciones de decir que sí o sí sería más saludable para todos un no dicho a tiempo. Los adultos tenemos que cuidarnos a nosotros mismos para poder seguir sonriendo y estando disponibles, con ganas de pasar tiempo con ellos, de disfrutarlos, atenderlos, cuidarlos, es decir acompañarlos en su crecimiento durante muchos años más. Y cuando crecen, siguen pidiendo, lo que cambia es el tipo de demandas, que pasan muy rápido de "vamos a tomar un helado" a "¿me prestás el auto?". Y en poco tiempo más: "¿Te puedo dejar los chicos el fin de semana?".
Padres y madres tenemos un cierto caudal de energía disponible que no es inagotable: mientras tenemos "resto" accedemos sin problemas a sus requerimientos, sin necesitar a cambio agradecimiento ni devolución de ninguna clase, sin enojarnos ni sentir que son unos desconsiderados o que abusan de nosotros.
Pero, a veces, a lo largo del día o al final de la tarde, o de la semana, o por momentos, se nos va acabando la energía y en esos casos tendríamos que aprender a decir que no. Los hombres, quizás acostumbrados por las exigencias laborales, saben hacerlo sin dar mucha vuelta, pero a las mujeres nos suele costar más: nos da culpa, nos da pena, ¿o será que nos da miedo que dejen de querernos? Quizás tememos crearles un grave trauma o un serio problema social, por ejemplo, al no llevarlos a la ocho de la noche a la casa de un amigo en un programa que inventaron a las siete y media, cuando ya estábamos listos para ponernos el pijama y cerrar el día? Y sin mucho pensar decidimos hacer el esfuerzo, ¡total, el cuerpo aguanta!
Abusamos de nosotros mismos sin darnos cuenta de que a partir de allí empiezan los problemas: nos ponemos de mal humor, queremos que los chicos estén encantados y agradezcan debidamente ese esfuerzo que estamos haciendo, cosas que son? altamente improbables. Ellos nos dan por sentados, lo cual es maravilloso porque implica justamente que se saben queridos incondicionalmente por nosotros, creen que siempre vamos a decir que sí, que los padres somos una mezcla de Superman con la Mujer Maravilla, que nunca nos cansamos, que siempre tenemos tiempo y ganas, están convencidos de que no le cuesta esfuerzo a mamá (o a papá). ¡Y cómo nos cuesta quebrar esa imagen! Quizás ésa sea la razón principal para que nos cueste decir que no. Tenemos que estar muy atentos para darnos cuenta de cuándo se nos acabó el "resto" y pasamos a acceder desde otro lugar, pidiendo a cambio agradecimiento, reconocimiento, que se porten bien en el programa, incluso ¡que no pidan!, no muy sencillas de obtener (sobre todo de los chicos).
La mayoría de los programas con niños terminan mal: ellos se cansan, se sobreexcitan, se pelean, piden siempre algo más, no es nada sencillo complacerlos y que vuelvan a casa sonriendo y satisfechos. Por eso los adultos tenemos que aprender a terminarlos a tiempo, cuando todavía conservamos nuestras fuerzas para tolerar su enojo ante ese inevitable final.
La autora es psicóloga y psicoterapeuta