Es la medianoche y el tren va casi vacío. Vuelvo desde Filadelfia a Nueva York después de un recital de rock y el traqueteo apenas despabila la modorra. En Trenton, la estación de la ciudad que se acuesta sobre el río Delaware, sube un matrimonio de mediana edad, los típicos blancos-anglosajones-protestantes del suburbio norteamericano, salvo por un detalle: él, un cuarentón de mandíbula cuadrada y hombros fuertes, lleva un vestido negro con pedrería brillante y una peluca lacia que llega hasta la cintura; ella, una rubia de piel traslúcida, usa un traje de oficinista gris, con corbata bien anudada y zapatos lustrados. Imagino que van hacia alguna rumba en un club de Manhattan donde ellos se vistan de ellas y viceversa. Y aunque en esta noche en medio de la nada todos los gatos sean pardos (como en cualquier noche de cualquier lado) y el tren vaya casi vacío, desde otro vagón viene corriendo un negro con una Biblia en la mano que se detiene a centímetros de la pareja, lo justo para gritarles: "¡Dios los salve!".
Recuerdo el episodio en estos días en que los diarios publican el obituario de Billy Graham, el pastor evangélico que murió a los 99 años, después de haber predicado para la reina Isabel de Inglaterra, para el malogrado John Fitzgerald Kennedy y para el virtuoso Barack Obama, entre tantos otros líderes mundiales. Sus fieles creen que se ganó un lugar en el cielo: gracias a sus programas de radio y televisión, fue el hombre que predicó el evangelio a la mayor cantidad de personas en la historia, y él, piadoso pero orgulloso como todo humano al fin de cuentas, se jactaba de que su voz era la más conocida entre las dos costas de los Estados Unidos, un lugar inmenso integrado por una infinita sucesión de suburbios desangelados como Trenton. Conectado por una red de vías y autopistas interestatales, en este país puede sintonizarse una radio evangélica en cualquier punto del mapa para que La Palabra llegue al camionero adormilado o al automovilista ansioso. En mi infancia televisiva, mucho antes de que los pastores brasileños repitieran en portuñol su imperativo ("¡pare de sufrir!"), se veía El club 700, un programa cristiano que pontificaba sobre las bondades del estilo de vida occidental y mostraba cómo hacen televisión los yanquis: a lo grande. Su parodia devaluada era El club 2 con 50, donde Jorge Guinzburg celebraba: "¡Encontré la luz, hermano!".
Si es cierto que "esto no es un negocio, es un apostolado", como decía el pastor cómico argentino: en el tren a Nueva York el negro pide una colaboración para auxilio de su iglesia y el matrimonio de él/ella/ella/él hacen que no lo escucha. Son ovejas descarriadas, se concluye, y la palabra divina parece pronunciarse con la voz de Billy Graham: ya verán la luz al final del túnel. El negro sacude la cabeza, se persigna y sigue su camino: estamos llegando a la próxima estación, que es Newark: pronúnciese new ark, la nueva arca, un lugar donde todas las especies tendrán su sitio. Aleluya.
Más notas de Nueva York
Más leídas de Lifestyle
Procesamiento cognitivo. Qué le pasa a mi cerebro si como pistachos todos los días, según un estudio
Inteligencia emocional. Cómo hacer para unir la productividad en el trabajo con el bienestar personal
No falla. El truco para producir colágeno y eliminar las arrugas con la piedra de alumbre
Impactante. Esta es la única construcción humana que se ve desde el espacio: las fotos y el gran problema detrás