Entre los bordes
Cualquier persona que haya viajado en el subterráneo de Londres, el famoso tube, habrá escuchado, mientras esperaba en la plataforma el arribo de su tren, las palabras mind the gap… mind the gap... repetidas en voz alta desde los altoparlantes de la estación. Con este mensaje ("cuidado con la brecha", en español), previenen al público para que no caiga en el espacio que queda entre el tren y el andén.
Estas palabras, escuchadas muchas veces cuando vivía en Londres, me inspiraron para escribir estas líneas.
Todos los que por nuestra profesión oímos a personas aquejadas de distintas pesadumbres hemos recibido relatos en los que el dolor está causado por la imposibilidad de lograr algo: la correspondencia amorosa de otro, la adquisición de algo muy deseado, el mejor puesto en una competencia, el reconocimiento de otras personas, la habilidad para ejecutar un instrumento, el éxito económico o intelectual, etcétera. La lista puede ser tan larga como los deseos humanos.
Analizando la constitución de estos deseos, vemos que siempre están originados en aprendizajes sociales acerca de lo que es valioso o no en cada cultura. Aun en los deseos que están relacionados con los instintos básicos (sexuales, alimentarios o de supervivencia), el objeto de satisfacción está revestido por los determinantes de la cultura y varía en cada momento histórico. No nos atrae sexualmente cualquier persona, no comemos cualquier cosa aunque sea alimenticia, no siempre elegimos lo más conveniente para vivir muchos años. Y estos gustos además cambian según los distintos tiempos del desarrollo de la cultura.
Cuando no nos damos cuenta de que lo deseado es algo que aprendimos a desear, que el objeto de nuestro deseo es arbitrario, y además exageramos sus cualidades, instalamos uno de los topes que va a establecer la brecha.
La idealización de un tipo de mujer, el primer puesto en la carrera, el 100% de los votos y una posición económica privilegiada aparecen como parámetros necesarios para lograr la felicidad. Se exagera de tal manera el objetivo que se restringen las posibilidades de alcanzarlo.
Pero, además, podemos agrandar la brecha si exageramos el otro polo, el punto de partida: me refiero a la imagen desvalorizada de nosotros mismos. Pensamos, por ejemplo: "Es imposible que ella se fije en mí, que soy tan feo y torpe…"/ "No creo ni poder empezar a correr esa carrera."/ "¿Quién me conoce a mí para querer votarme?"/ "Mi posición económica es tan pobre que espanta a la gente".
Si veo elevadísimo el objetivo, porque previamente lo he idealizado, y a la vez me veo bajísimo porque desvalorizo la imagen de mí mismo, la brecha es tan grande que el salto para pasarla parece imposible.
Sin embargo, he tratado de mostrar cómo ambos topes de la brecha son construcciones que hacemos con mecanismos psicológicos, en muchos casos aprendidos.
Si esto es así, creo que es muy alentador confiar en la posibilidad de cambiar la sensación frustrante y deprimente que nos produce la brecha, pues los dos polos que la constituyen no son reales, sino parámetros construidos por nosotros mismos.
La brecha cambia inmediatamente si cuestionamos sus bordes. Borde superior: "¿Quién me dijo a mí que tengo que ser tan fantástico para lograr eso?".
Borde inferior: "¿De dónde saqué esa idea de que soy un desastre?".
Si pienso que yo debería volar y en lugar de hacerlo me arrastro, sólo puedo deprimirme.
Pero alguien me puede ayudar a darme cuenta de que ni vuelo ni me arrastro sino que, simplemente, camino, y eso está muy bien.
Caminando por una avenida de Dublín, en Irlanda, me detuve ante la estatua de un líder sindical llamado Turpin, de la época de la lucha contra los ingleses. En una placa de bronce estaba escrita una arenga de Turpin a sus seguidores; decía, refiriéndose a los ingleses: "No es que ellos sean tan grandes; es que nosotros estamos arrodillados".
Me pareció un buen ejemplo de la brecha.
Si revisamos los parámetros con que establecemos brechas en las distintas circunstancias de nuestra vida, podemos transformar metas que antes pensábamos inalcanzables en logros posibles, podemos descubrir que simplemente con nuestro paso vamos a cruzar la brecha.
Lograr la felicidad no es un salto imposible.
jorgebrusca@infovia.com.ar
El autor es psicólogo
Jorge Brusca
LA NACION