Elena Carrasco vivía en el hogar desde 2011. Dos años después, cuando ingresó Aldo, quedó cautivada con sus ojos claros y enseguida nació el amor. A sus 83 años, Aldo asegura que no se equivocó y que ella “vive para cuidarlo”. Hoy repasan la boda, celebrada en 2014 en el patio del geriátrico.
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“Esos ojos serán míos”, pensó Elena Carrasco, de 76 años, aquel 3 de febrero de 2013 cuando Aldo Tosi, de 83, ingresó a la residencia donde ella vivía. Le clavó la mirada y repitió convencida: “Esos hermosos ojos claros serán míos”.
Aldo llegaba a la Residencia Andares, en la calle Tabanera al 2900 de la ciudad de Mendoza, con sentimientos encontrados: no sabía con qué iba a encontrarse y mucho menos imaginó que una abuela viuda y jovial iba a acercarse enseguida para conversar, tomar mate y jugar a las cartas.
“El noviazgo comenzó muy pronto porque me enamoré apenas lo vi y él también se mostró interesado. Entablamos una hermosa relación y al año siguiente nos casamos. Hoy puedo decir que sus ojos, aún caídos por el paso del tiempo, me siguen cautivando”, confiesa esta docente jubilada de Historia y Geografía, coqueta y de labios rosados recién pintados.
Y agrega, mientras se acomoda sus modernos lentes de sol: “Es una persona cariñosa que sabe comprenderme y aguantarme. Porque, ojo, tengo lo mío y a veces soy chinchuda. Sin embargo, me siento afortunada de terminar mi vida de esta manera, en el hogar que tanto me gusta y junto al hombre más bueno del mundo”.
Aldo, también viudo, oriundo de Godoy Cruz, casi no tuvo tiempo de pensarlo cuando la vio: de pronto se encontró paseando de la mano de esta mujer frágil y delgada, disfrutando de las tardes en el Parque Central -a pocas cuadras del hogar- y compartiendo mate y “raspaditas” que solían comprar en el supermercado del barrio para compartir la merienda.
El hombre tuvo buena intuición porque, según asegura, no se equivocó y jamás sortearon una crisis. “Ni un sí, ni un no. Ella vive para cuidarme”, ejemplifica con seriedad.
Elena vuelve a los recuerdos: “Hablábamos y hablábamos durante horas mientras caminábamos. Su llegada me alegró los días, aunque me preocupaba la aceptación de mis hijos, algo que para mí era importante. A Marcela, mi hija mayor, le costó, pero su hermana terminó por convencerla, le dijo que era ideal que yo encontrara un buen compañero”, recuerda, con el mismo entusiasmo que el primer día.
Aunque la memoria le juega a veces una mala pasada, Aldo intenta rememorar la propuesta de casamiento y, finalmente, la noche del “Sí, quiero”, el 29 de marzo de 2014, frente a un pastor, en el patio del geriátrico.
“Le propuse casarnos porque ella reunía todo, es atenta, cuidadosa y siempre pendiente de mí. Eso sí, me tiene cortito”, bromea, mientras busca su consentimiento con la mirada: “¿No es cierto?”.
Aquella noche, el patio del hogar se vistió de fiesta: había guirnaldas, flores naturales, mesas vestidas con coloridos manteles, bebida y bocaditos, además de la tradicional torta de bodas. No faltaron las fotos y el video, que aún conservan. Fue un casamiento “con todas las letras”, cuenta él.
Bajo el rito evangélico, el pastor habló del amor en esta etapa de la vida con profundas palabras. Así, Aldo y Elena se juraron amarse y respetarse el tiempo que les quedara de vida. Todo, con familiares y residentes del hogar como testigos.
Luego, sonaron los acordes de El Danubio Azul y bailaron el vals como dos enamorados. Ella radiante, vestida de blanco, con pantalón y elegante blusa; él, más sport, con camisa anaranjada.
“¿Qué espero? Seguir compartiendo la vida junto a ella mucho tiempo”, se esperanza Aldo, nacido el 9 de julio de 1938 y agricultor de toda la vida.
Se casó por primera vez con Hermide María Palmili el 9 de febrero de 1962 en la Iglesia San Vicente Ferrer. Tuvieron dos hijas, Patricia, de 57 años y Silvia, de 54, y fueron abuelos de un nieto, Bruno, hoy de 29.
De muy jóvenes, compraron un terreno en El Sauce, departamento Guaymallén, y cultivaron tomates, berenjenas, choclos y frutillas. El lugar era un verdadero vergel, trabajaban de sol a sol y solían comer pollos y conejos que ellos mismos criaban.
Silvia define a su padre, hijo de inmigrantes italianos que eligieron Mendoza para forjar un futuro, como un verdadero profesional de la tierra, con grandes valores familiares y espíritu de lucha.
“Transformaron el lugar volcando esfuerzo. Mi padre era un hombre fuerte, valiente y sencillo, un guerrero que supo sortear las adversidades de la vida. Hoy, en el hogar recibe contención y cariño y Elena acompaña sus días”, relata.
Elena, nacida en Rivadavia, a unos 70 kilómetros de la capital mendocina, conoció el hogar mucho antes de decidir vivir allí, porque su madre, Delia Vignoni, la “Nonna Delia”, estuvo años en el mismo establecimiento.
Tras su muerte, y al quedar sola, decidió ingresar al mismo lugar el 10 de junio de 2011.
Casada, por primera vez, en 1964, con José Santo Penna (ella tenía 18 y él 20), tuvieron tres hijos: Marcela, de 57 años; Alejandra (54) y Mariano (51). Es abuela de seis nietos, Stéfano, Facundo, Julia, Aldana, Ailén y Victoria, y de tres bisnietos, Mariano, Máximo y Mía.
“Juntos todos el día”
Isabel de la Torre, encargada del geriátrico donde residen 23 adultos mayores, comentó que durante los primeros tiempos los recién casados compartieron la misma habitación.
Actualmente, por recomendación de los médicos, cada cual descansa en los respectivos sectores de damas y caballeros, donde reciben especiales cuidados.
“Sin embargo transcurren juntos todo el día y se llevan muy bien. Conversan, miran televisión, escuchan tango, juegan a las cartas. Con estos días primaverales muchas veces transcurren la tarde en el patio”, señala.
Laureano Andrade, titular del hogar y presidente de la Asociación Mendocina de Establecimientos Gerontológicos, dijo que esta historia sirve para visibilizar los momentos inspiradores que también suceden en estas instituciones. “En nuestro caso intentamos hacer lo mejor, por eso alentamos esta unión desde el primer día”, concluye
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