Genes solidarios y egoístas
Darwin describió el esquema básico de la evolución; ahora, una serie de libros de entusiasmados científicos aclara detalles fascinantes de esta historia
La idea de evolución es la más polémica de la biología contemporánea. La mitad de las personas no cree que la evolución haya tenido algo que ver con nuestra aparición sobre la Tierra. Al mismo tiempo, la idea de evolución nunca ha sido más importante para los científicos, los que la usan para lograr una comprensión más profunda de todos los aspectos de la vida, desde las moléculas biológicas hasta los ecosistemas, desde la conducta hasta las enfermedades humanas.
Prácticamente todo el mundo ha oído hablar de Darwin y de su teoría. Pero casi nadie conoce a fondo el principio de selección natural que Darwin postuló, a partir de dos supuestos básicos. El primero de ellos es que nuevos cambios heredables aparecen al azar en los organismos individuales. El segundo es que ciertos cambios heredables proporcionan a algunos individuos una mejor oportunidad de sobrevivir y de reproducirse que a los demás. Por sorprendente que parezca, si uno acepta estos dos supuestos como hechos consumados -y han sido probados por toda la historia pasada de la vida sobre la Tierra-, debe aceptar la idea de evolución como lógica consecuencia.
Ahora sabemos que los cambios heredables son resultado de mutaciones que producen nuevas versiones de los genes. Si un nuevo gen hace que los individuos logren transmitírselo a más hijos, con cada generación habrá un mayor porcentaje de la población portadora del nuevo gen, hasta que en última instancia el gen estará presente en toda la población. Según el lenguaje de la evolución, ese gen ha sido seleccionado por la naturaleza. Sin embargo, tarde o temprano aparecerá una versión aún más nueva del gen, capaz de permitir que algunos individuos superen a aquellos portadores del ahora envejecido nuevo gen. Este infinito proceso de superación se realiza simultáneamente en miles de genes de cada población de seres vivos. Aunque los principios básicos de la teoría de la evolución de Darwin son simples, la cosa se complica cuando pasamos a los detalles, que son fascinantes y que han dado lugar a la aparición de una serie de libros. The Cooperative Gene¸de Mark Ridley, un zoólogo de Oxford, es el último de esa serie.
Ridley se ocupa de las batallas que se efectúan dentro del micromundo de la célula y sus cromosomas. Para entender el origen del conflicto dentro de ese micromundo, hay que tener en cuenta un problema importante de la visión darwiniana de la evolución, que el propio Darwin reconoció: si la selección natural sólo favorece a los individuos más aptos para sobrevivir y reproducirse, ya no deberían existir los ejemplares que desperdician tiempo y energía en ayudar a los otros. ¿Cómo explicar entonces, por ejemplo, la existencia del macho de la mantis religiosa, que sólo tiene una oportunidad de copular con la hembra antes de que ella se lo coma? ¿Y por qué los hormigueros y las colmenas están repletos de obreros que jamás se reproducen?
Una explicación de estas y otras conductas de los organismos que contradicen la supervivencia de los más aptos fue proporcionada por Richard Dawkins en su libro The Selfish Gene (El gen egoísta), publicado en 1976. Suele suponerse que los animales, individualmente -como en nuestro caso-, son el eje en torno del cual gira la evolución. Pero, en realidad, los individuos que viven más sólo sobreviven una fracción minúscula de tiempo dentro del gran esquema de la vida. Lo único que puede sobrevivir más tiempo es un gen inteligente. Y sólo a principios de la década del sesenta los biólogos evolucionistas empezaron a reconocer la importancia de ese hecho: advirtieron que los genes no eran usados por los organismos, sino más bien a la inversa. Son los genes los que compiten entre sí, y sólo el gen egoísta puede sobrevivir durante millones de años, no los organismos individuales.
El enfoque genético del mundo es muy diferente del orgánico, porque un gen exitoso puede dominar a todo un conjunto de congéneres genéticos. Es perfectamente lógico que ese gen sacrifique a otros si eso lo ayuda a aumentar su capacidad de supervivencia y reproducción. Esta lógica explica todos los fenómenos biológicos en los que los organismos individuales expresan conductas instintivas contrarias a su propia supervivencia y reproducción. Los genes de la mantis religiosa sacrifican a los machos para que las hembras, mejor alimentadas, puedan producir más copias de los genes. Los genes de la abeja organizan grandes colonias de obreras estériles con el único propósito de asistir a la reina en la producción de grandes cantidades de genes.
Según explica Ridley, el sexo también tiene sentido analizado a la luz del gen egoísta. Si lo importante fuera realmente el organismo, éste se reproduciría por clonación. En cambio, casi todos los organismos complejos se reproducen contribuyendo solamente con la mitad de los genes de sus crías, y la otra mitad de los genes es aportada por otro organismo. Desde la perspectiva genética, el sexo proporciona la oportunidad de participar en varios organismos, en compañía de combinaciones de genes. Un pequeño número de vástagos conseguirá existencia, debido a que tienen una combinación genética única que les permite evitar nuevas y dañosas mutaciones y superar virus y otros gérmenes.
El egoísmo de los genes se atempera con la necesidad de cooperar con los genes vecinos en la construcción de un organismo que los reproduce a todos. Pero, como dice Ridley, los genes pueden ser despiadados en cuanto se les presenta una oportunidad. En algunas especies de ratones y moscas, existe una banda de genes mentirosos que coopera silenciosamente con sus vecinos en el desarrollo del organismo, hasta la producción de células espermáticas. Al igual que los otros genes, esta banda está presente sólo en la mitad del esperma. Pero en cuanto se realiza la división, estos genes asesinan todo el esperma en el que no están presentes. Como resultado, logran evitar toda concesión sexual, transmitiéndose a todos los retoños masculinos. Pero estos genes asesinos no son muy comunes, porque sus víctimas (los otros genes) acaban por descubrir maneras de protegerse.
Ridley relata otros intentos de motín genético. El más fascinante es el conflicto entre los genes que el padre da a un feto y los que le proporciona la madre. Los genes del padre impulsan al feto a absorber todos los recursos de la madre, a expensas de la fertilidad y salud futuras de ella. Pero los genes de la madre han desarrollado la capacidad de resistir esos ataques. Nuestro genoma es en realidad la tregua en esa guerra entre los sexos.