Durante la clase de Biología , la profesora arranca un nuevo tema. Lo presenta con la energía y el empuje de un vendedor de autos usados. Las alumnas del tercer año del secundario del Colegio Nuestra Señora de la Misericordia, en San Nicolás de los Arroyos, al norte de la provincia de Buenos Aires, la siguen con la mirada más por inercia que por interés. Escuchan hablar de las leyes de Mendel, de los experimentos pioneros con guisantes del monje austríaco, de las reglas de la herencia que gobiernan sobre todos los seres vivos. Pero no entienden su relevancia, están perdidas como si les hablasen en un idioma hace cientos de años olvidado. Salvo ella: en el medio del aula, una adolescente la sigue, atenta. La hija de un empleado bancario y una ama de casa está hipnotizada. Gabriela Auge había descubierto un universo nuevo.
"Me enamoré de la genética –recuerda esta investigadora del Conicet–. La profesora Elsa Castelli hizo la diferencia para mí". Así, en 1997, aquella tímida pero curiosa adolescente se convirtió en la primera en su familia en anotarse en una facultad: en pleno auge del Proyecto Genoma Humano, se metió de lleno en la carrera de Biotecnología en la Universidad Nacional de Quilmes con la idea de estudiar virus y bacterias y desarrollar nuevas vacunas. Hasta que en un práctico un ayudante le mostró con entusiasmo cómo las plantas respondían a distintas hormonas. "Ahí encontré mi carrera", dice. "Ahora veo a las plantas de una manera completamente diferente de como lo hacía antes".
Nos rodean. Aportan el oxígeno necesario para que vivamos. Las cultivamos. Decoran balcones y algunos les hablan. Pero, en realidad, sabemos muy poco de la vida interior de las plantas: surgieron hace unos 520 millones de años, mucho antes que los animales, y cambiaron la evolución de la biosfera del planeta. Tan solo por eso merecen todo nuestro respeto.
"La gente ve a las plantas como escenografía, algo que está ahí, quieto como un mueble, un adorno, algo verde de fondo. Pero son las protagonistas indispensables de la vida en la Tierra. Dependemos absolutamente de ellas y, sin embargo, las conocemos muy poco". Gabriela Auge habla de brotes, flores, árboles, bosques, selvas con fascinación. Como para no hacerlo. Esta bióloga de plantas de la Fundación Instituto Leloir sabe que son la base de nuestra supervivencia, de nuestra alimentación. "Las comunidades vegetales son sumamente complejas. Conocer más sobre ellas nos permitirá saber cómo conservar y regenerar bosques nativos en la Patagonia o selvas en el Amazonas".
En su caso, Auge investiga el maravilloso proceso de la germinación a nivel molecular. Cómo, por ejemplo, las semillas deciden cuándo germinar o de qué manera los cambios en el ambiente lumínico modulan el crecimiento de una planta. "Las semillas son como bellas durmientes. Tienen un muy bajo contenido de agua y eso hace que todos los eventos celulares se detengan. Es como una película en pausa. Pero poseen toda la maquinaria necesaria para que, cuando empiezan a tomar agua, se activen, despierten, germinen. Una semilla es pura potencia".
Para germinar, además, precisa información. Por ejemplo, la que le pasa la planta-madre a la hija. "Es una especie de mochila de experiencias que la madre le transmite a la semilla –cuenta Auge-. Las plantas tienen una suerte de memoria. Hay algo que pasa de generación en generación, pero aún no sabemos muy bien cómo. No sabemos cómo es ese lenguaje, cómo una planta le cuenta a su hija sobre el ambiente en el que creció. Eso me quita el sueño".
La semilla así no es un página en blanco. Aunque parezca algo inerte, está al tanto de todo lo que la rodea. Se vale de lo que percibe de su entorno, del ambiente donde cayó. "Las semillas son increíbles sensores –agrega esta docente del Departamento de Ciencia y Tecnología de la Universidad Nacional de Quilmes–. Sensan o perciben la cantidad de agua disponible, la cantidad de nutrientes, cuánta luz hay, los cambios de temperatura. Saben perfectamente si es invierno o si es verano".
De hecho, ya se están adaptando a los aumentos de temperatura. El cambio climático alterará profundamente los cultivos y por ende nuestra alimentación. "No podés cultivar cualquier cosa en cualquier lado –explica Auge–. Ya tenemos en el mundo un problema muy grande de acceso a la comida. Conociendo bien la información genética de las plantas, podríamos editar su genoma para acelerar el crecimiento de, por ejemplo, tomates".
Pobres plantas: las arrancamos, las quemamos, nos las comemos. Y ni siquiera son valoradas. No les importa. Seguramente, seguirán ahí cuando nosotros ya no estemos.
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