La muerte como último abuso
En su último acto, les negó hasta la Justicia. El padre Eduardo Lorenzo –que se suicidó esta semana en la sede de Cáritas de La Plata– coordinó durante catorce años grupos de scouts en distintas parroquias de Gonnet, Berisso y Olmos, en donde tuvo a su cargo el cuidado de chicos vulnerables en todos los sentidos imaginables. La jueza Marcela Garmendia había pedido su detención por abusos sexuales reiterados a cinco menores. Los relatos de esos chicos que, ya hombres, se quiebran al contar la violencia que ahora queda impune, son retratos de un horror que la Iglesia parece haber encubierto y hasta premiado durante años: Lorenzo fue denunciado por primera vez en 2009 y el entonces arzobispo platense Héctor Aguer inició en ese momento un expediente canónico para investigar los hechos. Sin embargo, durante la última década, el cura fue varias veces ascendido y siguió en contacto con menores. Incluso, como capellán del Servicio Penitenciario Bonaerense, fue confesor de Julio César Grassi, el sacerdote que –también en 2009– fue condenado a quince años de prisión por violar a un menor en la Fundación Felices los Niños.
"Ante la muerte de nuestro hermano Eduardo Lorenzo, que se quitó la vida después de largos meses de enorme tensión y sufrimientos, solamente nos cabe unirnos en oración por él para que el Dios de la vida lo reciba en el amor infinito", dijo el actual arzobispo de La Plata, Víctor Manuel Fernández, quien llamó a la oración a través de un comunicado en el que también sostuvo que "el Señor nos enseñará aún a través de este dolor". ¿Qué tiene para enseñarnos un Dios cuyos representantes no reparan en las víctimas? ¿Por qué debería recibir en su amor infinito a un violador de menores? ¿Su muerte borra los sufrimientos que infligió en el nombre del Padre a esos chicos que no pudieron defenderse y a los que ahora les niega hasta el alivio de la Justicia?
Con este caso, la Iglesia argentina cierra un año en el que ya quedó recientemente expuesta por otras tres causas de abusos aberrantes. La primera fue la condena de dos sacerdotes por violar a niños sordomudos en el Instituto Próvolo de Mendoza. Aunque los hechos ocurrieron en la tierra natal del Papa Francisco, el Vaticano sólo emitió un tibio comunicado de disculpas después de que se conocieron las condenas. En cambio, los videos de las víctimas italianas, ya adultas, agradeciendo entre lágrimas que sus abusadores por fin estuvieran presos, son estremecedores. La segunda es la causa contra el arzobispo de Orán, Gustavo Zanchetta, por las denuncias de abusos a tres seminaristas. Hasta que la justicia salteña pidió su captura internacional en noviembre último, Zanchetta fue asesor de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Había sido trasladado a Roma al conocerse el caso, en 2017, un gesto en el que se leyó el amparo del papa Francisco, que lo nombró en su cargo. Por último, el caso del cura Manuel Pascual, que violó durante años a monjas de la congregación Hermanas de San José, en Núñez, a las que después confesaba, como si el pecado fuera de ellas. Las religiosas recurrieron primero al arzobispo Mario Poli, pero sólo pudieron llevar la causa a la Justicia tras dejar los hábitos. Poli se ofreció como aval para darle prisión domiciliaria al violador.
Es posible que la Iglesia argentina nunca haya sido más fuerte en lo político –aliada con el poder de turno en abrazo papal y peronista con la primera dama, a días de la asunción presidencial–, pero la trama de abusos y encubrimientos que se expone una y otra vez, plantea en la sociedad la necesidad profunda de separar al culto del Estado. Sobre todo, cuando está claro que los representantes de ese culto ya no sólo no son mejores, ni siquiera son iguales: pueden ser monstruos capaces de violar chiquitos sin voz y ocultar a los abusadores durante décadas. Monstruos capaces de llamar hermanos a esos violadores y pedirle a su Dios que los reciba con amor. Monstruos que amparan monstruos y dejan a sus víctimas sin Justicia. Monstruos que en este instante, desde sus púlpitos o desde sus columnas de opinión en algún diario –que deberán leer esos chicos que hoy son hombres condenados a una madurez sin respuestas–, todavía tienen el tupé de decirnos –¡y de decirles!– cómo tenemos que vivir.
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