Mucho de la Buenos Aires de fin del siglo XVIII sobrevive en La Puerto Rico. Cuando nació en 1887, se llevó a cabo el Primer Censo Municipal que concluyó que en la ciudad vivían 435.000 personas y que se esparcían sobre sus calles empedradas, y de tierra, 877 conventillos. Belgrano y Flores pasaban a ser barrios de la ciudad; se comenzaba a construir Puerto madero; y el antiguo solar del Teatro Colón dejaría su lugar a la casa matriz del Banco Nacional. En lo que hoy es la avenida Córdoba, arrancaba la obra del monumental Palacio de las Aguas Corrientes.
Apenas entran, la efigie de Enrique Cadícamo sentado en una de las mesas recibe a los visitantes en el tradicional café y bistró que inauguró en la calle Perú, entre Alsina y Moreno, a tan solo doscientos metros de lo que hoy es la Plaza de Mayo, en el casco histórico de la ciudad de Buenos Aires. Aquella construcción de techo en bovedilla no sería el destino definitivo. Ya corría el siglo XX cuando, en 1925, la casa se trasladó a su actual y emblemático solar de Alsina 416. "Nació como una panadería, pero, al poco tiempo, se le fueron agregando servicios y ampliando la oferta gastronómica", explica Jorge Frías, encargado del local, quien con solo 27 años timonea las riendas de este rincón fundacional para los porteños. Andrés Gallo es el otro responsable de la maquinaria épica que este mes cumple 131 años de vida. Suena a mucho. Un montón.
"Rara, como encendida, te hallé bebiendo, linda y fatal. Bebías, y en el fragor del champán, loca, reías por no llorar". ¿Acaso en alguna de esas mesas el poeta habrá escrito Los mareados? Estremece pensarlo. Aún más, saber que por allí, quizás, haya circulado esa mujer a la que se le decretó, en medio de burbujas agridulces, el determinante "vas a entrar en mi pasado, nuevas sendas tomaremos, qué grande ha sido nuestro amor y sin embargo, mirá lo que quedó".
En aquel noviembre de 1887, cuando La Puerto Rico dijo presente por primera vez, la vecina Plaza de Mayo llevaba tres años como tal, luego de la demolición de la Recova Vieja que separaba la Plaza de la Victoria y el Fuerte de la Ciudad. Hoy, bastante de aquel viejo espíritu de la aldea primigenia vive en este local de puertas vaivén con vidrios biselados y columnas que desafían el paso del tiempo, erguidas elegantes, soberbias, sosteniéndolo todo, incluida la historia, y siendo faro testigo de quienes allí ingresan. La Puerto Rico está rodeada de oficinas, reparticiones públicas y transeúntes ensimismados en sus cosas. Adentro, la cosa cambia. El aroma de café recién molido instala al visitante en un lugar más encantador. Pausado. Aún en medio de la vorágine. Eso imaginó el argentino don Gumersindo Cabedo cuando inauguró su local y lo bautizó con el nombre boricua en recuerdo a su paso por aquel país que tan bien lo había tratado.
Al mundo le falta un tornillo
Y sí. La locura la decretó allí sentado don Enrique Cadícamo cuando observaba cómo este local prácticamente jamás cerraba sus puertas. ¿Por qué no soñar con esa inspiración poética en medio del fandango del café? En aquel entonces, tal era la demanda que la cocina prácticamente solo se apagaba en Nochebuena y Año Nuevo. Hoy, ya siglo XXl, todavía La Puerto Rico se ufana de levantar las persianas a las siete en punto de la mañana. En invierno, plena noche. "La gente hace cola cuando abrimos. Los viernes, que es el día que más se trabaja, se llegan a juntar de veinte a treinta personas en la puerta", explica Frías. Las medialunas de manteca y las cremonas son las vedettes de cada amanecer. El aroma de las masas recién horneadas, dicen que se percibe hasta desde Paseo Colón, en el Bajo, ubicado a dos cuadras. "Llegamos a despachar más de sesenta docenas de medialunas y casi cien cremonas por día", enumera el encargado inflando el pecho. Como corresponde, las recetas conllevan más misterios que el Santo Sudario. "Las cremonas se hacen con harina, grasa, margarina e ingredientes secretos", dice Frías con una sonrisa que deja entrever que nos retaceó lo mejor de la fórmula. Las tortas son muy pedidas y, al igual que casi toda la carta, el servicio de mostrador permite llevar los manjares a casa o la oficina.
Indudablemente, acercarse a este Bar Notable de la ciudad tiene una finalidad excluyente que es la de saborear alguna de las variedades de café que se ofrece vistosamente en las históricas calderas. En el desayuno, luego del postre del almuerzo, en la merienda, o al paso a modo de pausa obligada. El café se expende en granos o molido a la vista. "Se muele a gusto del cliente de acuerdo al grosor que prefiere. Lo asesoramos para que se lleve el tipo de molienda que va perfecta con el filtro o la cafetera hogareña. Nuestro café es traído, exclusivamente, de Brasil. El más suave es el no torrado, mientras que el resto de las variedades son todas torradas", explica Jorge Frías. A la hora del almuerzo, las milanesas, el pollo grillé, o el salmón rosado ganan estelaridad. "Las pastas son artesanales y se hacen de manera casera en nuestra cocina". Uno de los empleados históricos, desde hace dos décadas se ufana de preparar uno de los mejores sándwiches de jamón crudo del país.
Nostalgias
La Puerto Rico vive activamente su presente. Pero también se sostiene en esa tradición de la que pocos pueden enorgullecerse. Su moledora de café original, las columnas centenarias a las que se les quitó el revestimiento que las camuflaba otorgándoles falsa identidad, las mesas de mármol redondas (todo un símbolo de la casa), los mostradores de madera y los anaqueles lustrados que albergan las botellas, le confieren al espacio una atmósfera única. De saludable remembranza. Menos cruel que la del poeta. Verlo a Enrique Cadícamo, en el ingreso, sentado en su mesa de siempre es pensar que ahí mismo, pluma en mano, garabateó, mientras degustaba un café suave sin torrar, y sumergido en vaya a saber qué pena, aquella invocación que suena a puñal: "Desde mi triste soledad veré caer las rosas muertas de mi juventud". Nostalgias de un dandy. Favores truncos de un corazón atormentado. Vaya uno a saberlo. El poeta estampó su firma en las mesas de mármol redondo. Y en una ciudad que gimió sus lágrimas con esos compases.
A pocos metros del edificio de la calle Alsina que cobija a La Puerto Rico, otro ciudadano ilustre enorgullece el casco histórico: se trata del Colegio Nacional. El Nacional Buenos Aires, como hoy es reconocido, vio egresar a decenas de generaciones que, a modo de recreo, acudían al amplio salón del bar. Los chicos saboreaban un chocolate. Y los adultos, el famoso café. "Todas las semanas, llegan clientes que fueron alumnos del Nacional y a los que los traían sus padres para desayunar o merendar. Hoy son adultos y se emocionan cuando se sientan a tomar un café para recordar su adolescencia".
El salón permanece abierto hasta el anochecer. Doce horas de intensa actividad que no cesa ni siquiera los fines de semana. Y así como Enrique Cadícamo recibe como cliente ilustre a cada visitante, no fueron pocas las glorias que ocuparon sus mesas a lo largo de las décadas. José Ingenieros, Paul Groussac, Arturo Capdevila, Rafael Obligado, y José María Monner Sans son algunos de los nombres históricos que disfrutaron de La Puerto Rico. Su cercanía con la Casa de Gobierno hizo que algún presidente y varios ministros también se acercasen a contemplar la vida desde sus sillas de madera lustrosa o querer cambiar el mundo más allá de las paredes gubernamentales. "Me emociona mucho trabajar en este lugar", concluye Jorge Frías, consciente que cada mañana levanta las persianas de un mojón ineludible de la ciudad. Tan ineludible como el apetitoso pan dulce que se vende en época de fiestas con receta propia y misteriosa. En diciembre, las cremonas tienen competencia.
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