Miedos y conjuros de una escritora argentina y universal
Samanta Schweblin es una de las escritoras argentinas que más vende en el mundo y, a la vez, una de las más reconocidas y premiadas. Si este doble "título" acompaña como un sello indeleble su nombre en cada nota de prensa que brinda, se debe a dos razones. Una, que no es demasiado frecuente que un autor, en el mercado editorial actual, comparta ambas cualidades. La otra, que Schweblin no es fácil de encasillar bajo ningún otro rótulo.
Ella misma no se consideraba al comienzo de su carrera una creadora de literatura femenina, sino una mujer que escribía, hasta que entendió, tras la publicación de su segundo libro, que la idiosincrasia femenina estaba recurrentemente presente en sus páginas. Tampoco se ha identificado nunca con la voluptuosa literatura latinoamericana, aunque tan taquillera puede ser todavía hoy en Europa, a décadas del boom. Su mayor escuela, después de los iniciáticos Cortázar o Rulfo, fueron, en realidad, Cheever, Carver y Salinger, lecturas que, dice, se traducen en su escritura. Por eso sus temas, según definió, han tenido más que ver con lo fantástico que con el "realismo mágico", exuberante y exótico.
Samanta Schweblin es, pues, una autora global o, más borgeanamente, universal. Una argentina que escribe en el barrio turco de Berlín y es traducida a más de veinte idiomas. Una porteña suburbana que creció leyendo e imaginando mundos mientras la arropaban los suaves sacudones del tren que une Hurlingham con el centro, pero que vivió, antes que en Alemania, también en México y en China. Una ciudadana del mundo, premiada en Estados Unidos y en Colombia, que escribe sobre temas universales: los miedos, la memoria, las relaciones familiares, lo que produce dolor. "Hace varias generaciones que las mujeres de mi familia mueren con Alzheimer", le confesó a la nacion revista el año pasado, exteriorizando un temor que circula por su ADN. Sobre esos asuntos se construye su prosa, que no admite más fronteras que las que circunscriben a la condición humana.
En un año tan especial para las mujeres, se hizo necesario volver a Schweblin y a la claridad de sus ideas, tan precisas como su escritura. No siempre fue así. A los doce años se peleó con el lenguaje y abrazó el silencio. Encontrar las palabras justas ya era una obsesión y la adolescencia suele ser más propicia para descubrir que para buscar. Ella halló en la escritura su expresión; lecturas y talleres le dieron forma, y la vida le dio un sentido.
En esta edición de LA NACION revista, habla de su nueva novela, de su vida en Berlín, de los miedos conjurados y de los innumerables estímulos de una pluma inquietante.