Morgan y yo
Piense en una mujer de unos 40 años sin un hombre a su lado, pero sí con un perro (macho, claro). La imagen del can responde a un estereotipo más o menos así: animal grande, de fauces intimidatorias, que deberá llamarse con preferencia Sultán, Tango, Rocky o cualquier otro nombre que aluda a Hombre, así, con mayúsculas.
Nada de eso ocurre con mi perro Morgan, que tiene nombre de agenda, de pirata, o que ni siquiera tiene nombre, sino simplemente apellido. Es un can joven y su presencia causa una enorme ternura. Se llama así porque su rostro tiene dos caras (algo que ninguna mujer desea de un hombre): de un lado es color marrón, y del otro blanco. Pequeño y menudo, no se trata de esos canes falderos, que pueden sostenerse en la palma de una mano, hiperkinéticos y de ladridos agudos. Morgan es puro músculo. A su lado puedo salir confiada: una vez, un caballero se me acercó y Morgan resolvió saltar y quedarse con un pequeño trozo de la manga de la campera de cuero que seguramente el señor estaría pagando en cuotas. Es que sus pequeños dientes tienen la medida justa para alejar el peligro sin incurrir en el gatillo fácil. En cambio, puertas adentro, es dulce y le gusta dormirse abrazado a mí. Morgan es así: no necesita de gran porte para andar por la vida. Tiene, como los Hombres (con mayúscula), poco para aparentar, pero mucho (mucho) para dar. Qué protegida me siento.
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