Orden y desorden, dos bellos opuestos: quebrar ciertas reglas nos hace despertar
Hay algo dentro de mí que desconozco, que me llama, me impulsa. Me lleva a lugares de cambio. No esperar la ocasión, sino hacerla, buscarla.
La gente debe respetuosamente vivir y amar de la forma que más le guste.
Pienso en todo esto en los cerros de Apalta, provincia de Colchagua, en la región de O'Higgins de Chile, sentado en la terraza de mi casa que cuelga sobre un precipicio. Es primavera, atardece. Enfrente, muy cerca, luego de una hondonada que lleva el cauce de un arroyo, hay una empinada quebrada selvática que se levanta verticalmente delante de la casa, como una pared verde de cientos de metros de altura, un cuadro natural tan preciso, cercano y extenso que da vértigo. Reúne todos los árboles y arbustos del valle: canelo, peumo, boldo, molle, culen, espino, litre, maqui, chagual, madi, patagua, orocoipo, ñipa, pangue, matico y cañas. Con el viento, las ramas se agitan produciendo una cortina perene llena de reflejos y colores dados por la luz y los torbellinos; esta es la razón por la que construí aquí. La observación del orden estático con la quietud de las mañanas, y el cantar de pájaros en contraste con el torbellino de las ramas en las tardes, con el movimiento selvático, prolongado en misterios por el aullar de zorros.
La selva erguida y erecta verticalmente parece desconocer las reglas de la gravedad, las consignas y el orden, festejando el cuestionamiento de las normas que rigen el hacer humano.
Orden y desorden, dos bellos opuestos de la vida. La verdadera gallardía del orden reside en la libertad de romperlo y crear el desorden. Así, se conocen hálitos de libertad cuando la vida llega a la prescripción del orden y da un aviso magnánimo de rebeldía, holgura y voluntad, dispensando un libre albedrío lúdico que nos pertenece.
En mis años de aprendizaje de cocina en Francia, todos los cocineros que trabajaban para la preparación de la puesta en plaza de cada partida, mientras lo hacían, debían ir lavando las cosas que ensuciaban y luego de cada tarea limpiar la tabla de trabajo y la mesada antes de comenzar otra preparación. Precisión, rigor y estrictez.
Ya muy tarde de noche, cuando mis invitados se despiden, me gusta irme a dormir dejando todo en el más caótico laberinto de copas, botellas, platos sucios, servilletas y ceniceros. Amanecer con la incoherencia del desorden y comenzar lentamente a limpiar poniendo las cosas en su lugar, me hace sentir un soberano de mi vida.
No todos, pero muchos somos educados dentro de los mandatos del orden, aprendemos casi científicamente desde niños que se hace orden luego de jugar, que la ropa se deja en la silla, que la cama se hace antes de salir. Todo esto a medida que crecemos se va extendiendo hacia cada gesto de nuestro hacer, estudios, economía, moral, atuendo y presencia.
La vanidad de vestirse bien, también lo demuestra, aquella persona que lo hace con la ordenada meticulosidad de la perfección se convierte en una marioneta de lo bello; sin embargo, la que encuentra los rasgos quebrados de la belleza en los signos rebeldes del desorden, refleja la verdadera condición humana.
No es apología al desorden o el caos, más bien mi gesto desleal a todo lo preestablecido, un signo de pregunta que nos enseña que la clandestinidad de sentimientos al quebrar ciertas reglas nos hace despertar, sacándonos del conveniente sillón, donde la comodidad nos aletarga en un sueño sumiso.
Al final, hay un desorden en la naturaleza y nosotros somos parte de ella.
Hay dentro de mí algo que desconozco, me llama.