Paula Martini. “Nos la creímos y ahora estamos complicados”
Explica cada prenda, cada objeto, con la pasión de una madraza, que también lo es. Artista, dueña de un ojo indiscutiblemente chic, comanda la icónica tienda Bajo el Alma (donde cada prenda es tejida a mano, con teñidos naturales hechos por la artista) desde hace 22 años. Con sus siluetas de fibras naturales y teñidos a mano, a pasos del mítico La Huella –su marido Martín Pittaluga es fundador y uno de los dueños–, Paula Martini sigue haciendo historia en José Ignacio, pueblo que la vio crecer y en donde encontró el amor, la paz y la emoción constante.
–¿Cómo empezó todo? Porque sos de Buenos Aires, ¿no?
–Sí soy de allá pero de chica siempre veraneaba en Uruguay. Nos instalábamos en una casa en el bosque de San Rafael. Se llamaba Ipacaraí, rebalsaba de hortensias y el jardín terminaba en barrancas. Ahí pasé veranos inolvidables, plagados de ingenuidad.
–Hasta que llegó el rock. Quisiste ser moza pero terminaste formando parte de una elite que le dio identidad al pueblo de pescadores que hoy tiene fama internacional.
–Bueno, esa sería la segunda parte del cuento. Era enero de 1995 y yo estaba triste porque acababa de dejarme un novio. Con mi amiga Male Kelsey decidimos hacer temporada en El Galpón, restaurant nocturno y disparatado comandado por Martín Pittaluga y Arnaud Le Forrestier. Quedaba en la playa brava de José Ignacio, pegado a lo que hoy es La Huella. Realmente fui testigo de algo único. Había performances improvisadas de Humberto Tortonese, recitales de la poeta Marosa di Giorgio, shows inolvidables del genial Fernando Noy, candombe con Marta Gularte... Son tantas las anécdotas.
–Describí una postal que te haya marcado.
–Recuerdo que a Marosa di Giorgio había que alzarla como a una Virgen hasta llegar al restaurante porque no pisaba la arena. Eran noches en las que se cortaba la luz a menudo y en las que, con clientes incluidos, hacíamos baños de mar nocturnos. Luego volvíamos mojados para seguir con los conciertos, a pura vela y bajo la luna. En mi primer verano descubrí música y comidas, como la thai. También conocí el I Ching de la mano de Camote (cocinero amigo), que hacía interpretaciones delirantes. Por supuesto inventaba, pero yo le creía todo.
–¿Aprendiste a ser buena moza?
La verdad es que no, pero lo conocí a Martín, quien me inspiró a nunca más querer tener una vida estándar. A partir de ahí decidí aventurarme, hacer camino al andar. Por supuesto me perdí mil veces, pero la seguí, siempre de su mano.
–¿Cuál fue tu primer proyecto en José Ignacio y qué planeás últimamente?
–Bajo el Alma es mi primer proyecto, también es el actual y sueño con que sea el último. Profundizar en el trabajo me emociona más que crecer. Igual pienso que voy a hacerlo, pero cuando esté suficientemente madura para que ese salto no comprometa la identidad de lo que hago. Apuesto, desde hace más de veinte años, a la producción artesanal de prendas delicadas, teñidas a mano, hechas de fibras naturales. No me interesa la moda, lo que considero una bendición. Creo que en el ensimismamiento del hacer nace un estilo, y eso me permite estar por fuera de un sistema inclemente de criterios, tiempos y temporadas.
–¿Estás buscando la manera de expandirte?
–Lo haré porque la realidad económica lo requiere. Pero sin comprometer mi libertad. Amo estar en mi taller, que en verano vengan clientas y que el espacio hable por mí. Dudo que un perchero con mi ropa, puesto en otro lugar, genere la misma emoción.
–Pandemia, la "no temporada" y un año para el olvido. ¿Cómo lo estás viviendo?
–Cuando América del Sur comenzaba a complicarse, acá había poquísimos casos. Creo que el caso Carmela [Hontou, diseñadora que llegó de Italia con Covid y fue a una fiesta multitudinaria] tuvo una exposición tal que alertó a un Uruguay manso. Nos despabiló y disparó una reacción de concientización. Nos unimos frente a la adversidad, y la conciencia social fue impresionante. Los comercios cerraron motu proprio, los que podíamos nos quedábamos en casa sin estar obligados a hacerlo. Eso dio buenos resultados y nos admiró el mundo. Pero bueno...
– ¿Relajaron?
–Nos vanagloriamos, nos distrajimos, nos la creímos y nos descuidamos. Y así estamos hoy: complicados. Sinceramente creo que en vez de dirigir la atención a lo ejemplares que éramos, hubiésemos necesitado un mensaje más claro por parte de los dirigentes. Nadie nos dijo claramente que estábamos igual de vulnerables al virus que el resto del planeta. Que si no ajustábamos las tuercas de los cuidados se nos iba a complicar.
–Se viene una temporada sufrida.
–Claro que sí. Y nos asusta a todos los que vivimos del turismo. Lo esperábamos porque es algo mundial, pero el empeoramiento de la situación sanitaria en Uruguay a partir de octubre impactó más de lo que se esperaba. Va a ser un invierno difícil. Hay mucha gente sin trabajo.
–La Huella no hace falta explicarla. Ha trascendido fronteras. Pero, ¿qué significa en tu vida?
–Es como la eterna amante de mi marido, que he aprendido a tolerar ya que además es chispeante. Un poco el colmo, ¿no? Hasta tengo que responder sobre ella... La realidad es que la quiero con el alma, es la extensión del living de mi casa, de mi cocina. Son mil delivery amorosos, tortas de cumpleaños hechas con cariño, una escuela para nuestros hijos. Porque ver el esfuerzo, captar cómo se trabaja en atender bien a los demás es un aprendizaje alucinante.
–Hay muchos argentinos decididos a cambiar el lado del charco. ¿Qué les dirías?
–En mi entorno hay mucho, se palpita cierto éxodo. Si hablo de mí, ser un poco de ambos países hace que me sienta un tanto "depaysée", pero lo integré bien; soy rioplatense. Siento que en Uruguay aprendí a ser más respetuosa, un poco más amable y considerada con el otro. Acá entendí lo que es sentir que el estado somos todos y a valorar lo que es vivir en un país cuya escala es más humana.
–¿Y de qué cosas te despegás?
–Reacciono furiosamente en los mundiales de fútbol, sobre todo cuando algunos prefieren que gane Alemania ante Argentina. En esos momentos vuela todo por el aire y me las agarro con quien tenga más cerca. Empiezo a culpar a mi familia uruguaya de todos los males. Los acuso de sentir una solapada superioridad moral ante los argentinos, que encima está mezclada con complejo de inferioridad de paisito. Incluso de sostener una pasión no asumida, disimulada en rechazo.Y así... suelo perder la compostura y complico un poco el ambiente. Pero pasa, enseguida me compongo y vuelve a reinar la armonía de una discordia asumida con gracia y amor. Me aceptan y me quieren. En una familia de discutidores seriales, salpimentar las discusiones con una porteña suma bastante excitación.
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