Raymond Depardon: “El color me salvó la vida”
El legendario fotógrafo trabajó 40 años en blanco y negro, pero ahora, dice, todo es luminosidad. Frente a su primera exhibición en el país, cuenta cómo lo inspiró Borges, ante qué se rebela y cómo sería su retrato de Donald Trump
Raymond Depardon entra en una de las salas del Centro Cultural Recoleta con su vieja cámara Leica colgándole del cuello. Dedica varios minutos a recorrer el espacio: sus obras ya están listas para la inauguración. Hace preguntas a su asistente y hasta saca fotos de sus fotos. Finalmente, sonríe y se dispone a la charla: “Sabés, el Grand Palais de París me pidió una retrospectiva hace unos años. Pero a mí no me gustan las retrospectivas porque son como entierros. Entonces expuse estas imágenes y bauticé la muestra Un momento tan dulce porque están llenas de vida. Siempre fui un poco rebelde”, cuenta divertido.
Desde chico estuvo destinado a no hacer lo que suponía que debía hacer. Nació en 1942 en la región de Villefranche-sur-Saône, a unos 30 kilómetros de Lyon, donde sus padres tenían una granja. Tuvo una infancia feliz y lo criaron para, un día, hacerse cargo del campo familiar junto con su hermano mayor. Pero, a los 12, tomó una cámara (una Lumière 6x6 que, en realidad, había sido un regalo de Navidad para su hermano) y empezó a sacarles fotos a su casa, a los animales, al paisaje. Nunca más la dejó. “Mis padres deben haber estado muy tristes cuando se dieron cuenta de que yo no estaba hecho para ser campesino”, admite.
A los 16, se mudó a París para trabajar como reportero. Su primera posición estable fue en la agencia Dalmas, donde le tocaba fotografiar “perros atropellados”, como llama a las noticias de policiales y de política. En 1966, con apenas 24, creó la hoy legendaria Agencia Gamma junto con Jean Lattès, Hubert Henrotte, Hugues Vassal y Léonard de Raemy. Como corresponsal extranjero, le tocaron destinos difíciles: Argelia, Vietnam, Israel, Venezuela, Chad, Líbano, Afganistán. También registró el Mayo Francés de 1968 y la Primavera de Praga del año siguiente.
En 1979, se convirtió en miembro de la agencia de las agencias, la célebre Magnum, con padres fundadores como Robert Capa y Henri Cartier-Bresson. Para ella hizo uno de sus fotorreportajes más aclamados: el del hospital psiquiátrico San Clemente, en Italia, en donde retrata a los pacientes y sus familias; imágenes tan desgarradoras y punzantes como necesarias. A lo largo de toda su carrera, Depardon se preguntó y repreguntó por la ética del fotoperiodista, la posibilidad de la objetividad y el peso político de una imagen. Comenzó a acompañar sus fotos con escritos propios y, también, se dedicó al cine documental.
A más de 60 años de su primer click, sigue tan reflexivo como siempre, pero también se permite algunas travesuras. Dos de ellas son precisamente las que, hasta el 20 de agosto, pueden verse en el Centro Cultural Recoleta: Un momento tan dulce (colección de fotos a color que, originalmente, sacó para su propio disfrute durante sus incontables viajes por el mundo) y Francia, un proyecto colosal que lo llevó por todos los rincones de su tierra natal.
Es su primera exposición en la Argentina, aunque no su primera visita.
¡Ya estuve cinco veces! La primera fue en 1999, en Córdoba, como parte de mi viaje para conocer la resistencia chilena. En otro viaje, alquilé un auto en Bahía Blanca y manejé hasta Río Gallegos, por esos caminos sinuosos tan hermosos, en donde mirás a la izquierda y a la derecha de la ruta y es la nada misma durante kilómetros y kilómetros. Después, quise conocer el Norte, Salta, Jujuy. De ese viaje es la foto de Abra Pampa que incluyo en Un momento tan dulce. Me encantó el Norte porque es muy desértico y yo amo el desierto. Es gracioso, porque afuera tenemos la idea de que la Argentina es una nación cerrada, pero en todo el territorio me encontré con habitantes dispuestos a ayudarme con una sonrisa, adorables y gentiles. Así que siempre sueño con volver acá. Además, Borges me dio mucha suerte: leyendo El Aleph que me decidí a filmar New York N.Y., inspirado en el laberinto del cuento La casa de Asterión [N. de la R.: su cortometraje de 1986 que ganó el Premio César, el Oscar francés].
Las dos muestras que trajo son una explosión de color, muy distintas de los trabajos por los que alcanzó reconocimiento y prestigio.
Fui, durante 40 años, un fotógrafo en blanco y negro: para mí, una buena imagen tenía que ser así, sin excepción. Es que creía que el blanco y negro le daba un aire de nobleza al fotoperiodismo; todo es serio, oscuro, denso. Yo no entendía lo que era el color, simplemente ponía un rollo a color en la cámara, apretaba y disparaba. Ahora, soy como un niño. Todo es luminosidad, verde, rojo, azul, amarillo. El color me salvó la vida.
¿Cree que la fotografía tiene algo de sobrenatural?
Creo que todos los grandes fotógrafos son creyentes, aunque no necesariamente religiosos. Pero tienen fe en algo. La cámara es un aparato neutro pero, cuando la tenés en tus manos, le transferís tu espíritu.
Siguiendo esta idea, ¿cómo describiría su propia Leica?
Al principio, yo no estaba muy seguro de mí mismo. Era una persona muy insatisfecha. Es que lo real es muy difícil de hacer. Pero después me di cuenta de que mis fotos no eran como las de otros. Poco a poco, noté que había temas que volvían en mi trabajo: la soledad, el sufrimiento, el encierro. Es extraño, porque tuve una infancia muy feliz en la granja de mis padres. Quizás esa vida en la naturaleza me hizo tan sensible a la libertad, que para mí es lo fundamental en la vida. Todas las experiencias desgraciadas del ser humano tienen que ver con la privación de la libertad.
¿Cuál fue su foto más difícil de sacar?
No me gustan la guerra y la violencia. En realidad, la violencia en sí misma no es el problema, sino la gente que sufre víctima de ella. Eso es lo más difícil de fotografiar y sobre para reflexionar. ¿Qué hacemos, a qué distancia nos ponemos? ¿Está bien sacar una foto así? ¿Y qué vamos a hacer con ella? En San Clemente, me agarraba un poco de culpa. No estaba muy orgulloso de retratar a gente que era tan desgraciada. En realidad, siempre pensé que no hay que fotografiar cosas demasiado duras. Además, hay que tener cuidado de no caer en la caricatura: no porque la gente sufra hay que mostrarla en situaciones desoladoras. Tengo una naturaleza más bien optimista. Podré tener todos los defectos del mundo: soy taciturno, solitario, gruñón. Pero no quiero hacer cosas excesivamente tristes porque no me parece que sea así como se hacen avanzar las cosas. Y porque creo que incluso en la gente que más sufre siempre hay algo vivo, luminoso.
De todos modos, logró seguir adelante con su trabajo en San Clemente.
Había un pensamiento que me tranquilizaba: hacé estas fotos porque si no, un día, nadie va a creer que esto existió. Siempre hay experiencias desgraciadas, y las imágenes que sacamos son los testimonios de muchas realidades que, si no, permanecerían invisibles. Es algo sobre lo que medité mucho a lo largo de mi carrera. Los fotógrafos tenemos una relación curiosa con el duelo, porque estamos permanentemente con la muerte. Captamos un instante que, después del click de la cámara, desaparece para siempre. Todo esto afectó mucho mis relaciones afectivas, porque siempre estaba al costado del presente: entre el deseo y el remordimiento, entre el antes y el después. Los fotógrafos estamos un poco locos (se ríe).
Con Francia, muchos creyeron que era una locura de proyecto.
Al principio, todos me decían que intentar fotografiar mi país entero era imposible. ¡Qué pavada! La regla dice que se habría sido necesario asignar a unos 20 fotógrafos para el trabajo. No tengo nada en contra de la colaboración entre profesionales, al contrario: soy parte de Magnum y fundé Gamma. Pero Francia, para mí, necesitaba de una sola mirada, equitativa, igualitaria, para todas las regiones. Agarré un camión, hice muchos viajes y terminé volviendo con los campesinos, a la tierra donde nací y me crié. Y me puse también a filmar. Pero, en el fondo, creo que es una idea que me llegó un poco tarde. La gente me decía: “Raymond, sos un nostálgico, la granja de tus padres ya murió”. Quizá por eso sentí que había que retratar rápido todo ese mundo, antes de que desapareciera por completo.
Además de la muestra fotográfica, su idea se cristalizó en tres películas: La vie moderne (de 2008, con la que ganó el prestigioso premio Louis-Delluc), Journal de France (2012) y Les habitants (2016), que se podrán como parte de la exhibición en Buenos Aires. Pero además de su carrera como cineasta, Depardon también desarrolló lo que él llama “trabajos oficiales”; así, por ejemplo, siguió a Richard Nixon en 1968, durante su campaña por la presidencia. Su foto del republicano bajando de su avión privado con los brazos extendidos y una enorme bandera de los Estados Unidos en primer plano se convirtió en ícono. Depardon, con algo de picardía, dice que esa imagen se la debe a un libro: “Yo fui hijo de campesinos, así que fui muy autodidacta en la literatura. Traté de leer a todos: Flaubert, Zola, Borges. Cuanto más leo, mejores fotos hago. Porque me olvido de mí mismo, me relajo. Con Nixon bajando del avión sucedió así: nosotros llegábamos mucho antes que él a los lugares donde aparecería, y las esperas eran largas, entonces para pasar el rato ese día yo estaba leyendo una novela de un autor australiano, Nevil Shute. Cuando por fin Nixon salió del avión, dejé el libro e hice una sola foto. ¡Un solo click! Es que estaba calmo, y fue todo gracias a Shute”.
Otra foto ya icónica es una que le tomó a François Hollande en 2012, al principio de su mandato como presidente de Francia.
No soy un buen retratista, no sé por qué me eligió (se ríe). Al principio, quise hacerla digital. Me prestaron una Canon increíble, súper moderna y con todos los chiches, pero al rato la dejé. Después intenté con mi Leica, pero tampoco funcionaba. Terminé con mi vieja Reflex. No quería una foto posada, me lo imaginaba en movimiento. Salimos a los jardines y le pedí que caminara conmigo. Me gusta mucho esa foto porque siento que es él: un poco torpe, muy simpático. Hay que romper ese aspecto de abanderado con el que se muestran los presidentes. El problema es que la gente espera demasiado de un político. Quiere una especie de Dios, un ícono. Eso no es posible.
¿A qué político actual le gustaría retratar?
No sé, debería pensarlo...
¿A Trump?
¡No estaría mal! Como fotógrafo, uno tiene dos tipos de trabajo. Por un lado, los proyectos personales, en los cuales quiero retratar a gente que me gusta y me cae bien. Pero otra parte tiene que ver con el fotoperiodismo, y ahí hay que hacerle fotos hasta al diablo. Si hubiese vivido en la época de Hitler y me asignaban un reportaje a él, tendría que haberlo hecho. Esa es la función de la fotografía. Trump es muy interesante. Pero ¿cómo lo haría? Creo que siempre hay un momento, que es una décima de segundo, en el que pierde el control de sí mismo. Esa sería mi foto.
¿Cuál es la esencia de una gran fotografía?
En 1997, fui a Bolivia por una beca y llevé a mi mujer [N. de la R.: la productora, realizadora e ingeniera de sonido Claudine Nougaret] y a mis hijos, que en ese momento tenían 6 y 9 años. Mis colegas me decían que era mezclar mi trabajo con mi vida privada; en fin, creían que tenía que ir solo como un soldado o algo así. Pero ¿sabés qué? Los chicos hicieron toda la diferencia: jugaban con la gente, se acercaban a las cholitas, y ellas sonreían y no se sentían intimidadas. Era para todos una situación relajada, más espontánea. Nunca hice mejores fotos que esas. Unos años después, volví a Bolivia solo, con mi gran cámara y mi cara seria y muchos aparatos colgando. No hice buenas imágenes. A veces no hay que ser tan profesional para sacar una gran foto
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