Analía todavía recuerda aquella vez, cuando al mirar el reloj su cuerpo se estremeció. Ya eran las diez de la noche y en apenas quince minutos un avión que partía rumbo a Europa estaría por despegar. En ese instante lo imaginó ahí, sentado con el cinturón de seguridad puesto, sumido en los nervios típicos previos al decolaje. ¿Estaría pensando en ella? ¿Por qué no estaba allí, al lado del él, experimentando la misma adrenalina de un futuro colmado de aventuras? ¿Por qué lo dejó ir? ¿Por qué el amor no fue suficiente como para lograr un acuerdo? Y así, envuelta en aquella catarata de interrogantes y emociones, Ana comenzó a llorar, primero con movimientos suaves y luego sin control.
La promesa de un amor invencible
Se habían conocido siendo muy jóvenes, adolescentes en realidad. Ella tenía quince y el dieciséis, y se volvieron inseparables. El amor que creció entre ellos tuvo todos los tintes de la primera juventud: arrebato, romanticismo, drama, descubrimientos y una intensidad que ella jamás volvió a experimentar en su vida. "Creo que no hay nada que se compare al primer amor", asegura hoy, "Todo lo que se siente es tan nuevo, que a veces te desborda. Se vive de manera más extrema y esas sensaciones quedan grabadas. Por eso creo que es inevitable que de adulto uno sienta que nada jamás se le parecerá".
Analía aún recuerda el año en el que cumplió los dieciocho. Viajaron juntos al sur y, una noche, al lado de un fuego acompañado por las estrellas, se prometieron amor eterno. "Intercambiamos unos anillos que habíamos conseguido en una feria, que simbolizaban nuestro compromiso ante el universo. Hoy me río como si se hubiera tratado de un delirio juvenil, aunque en el fondo sé que nada tiene de loco, pero son las excusas que a veces nos contamos de grandes, cuando por momentos dejamos ir la magia".
Una grieta en el amor
Si ella pudiera identificar el momento en el que todo comenzó a cambiar, tal vez fuera ese, justo después de aquel viaje de ensueño. Ambos habían ingresado a la facultad y, de a poco, se vieron atrapados por la vorágine de "ser alguien", superarse en sus intereses individuales y alcanzar un cierto éxito en la vida. "La idea de lograr metas exitosas siento que empezó a reemplazar al amor puro y dedicado", asegura, "Fue ahí que comenzamos a madurar por caminos dispares: yo siempre fui arraigada, hogareña; él, en cambio, quería explorar otros mundos y tener otras experiencias, siempre en relación a las búsquedas de mejora y enriquecimiento personal. Qué se yo, tal vez tan solo era una miedosa", continúa pensativa.
Así, los años pasaron y un día, mientras hablaban de sus planes postergados de casamiento, él le lanzó: "Amor, pero antes de casarnos quisiera vivir un tiempo afuera, estudiar, especializarme. ¿No te gustaría lo mismo?". De alguna manera, Analía lo esperaba, pero el golpe fue igual de duro. "No, yo no quería irme, quería quedarme, formar una familia y estar cerca de mis amigos", recuerda, "Él pensaba en una experiencia de mínimo un año y para mí era angustiante".
Sin saberlo, estaban ante la primera verdadera prueba de amor. Si él se quedaba por ella, sería infeliz; si ella iba tras él, de igual modo. "Alguna vez alguien me había dicho que en el amor hay que dar libertad, si no se transforma en posesión, apego, necesidad. Que la felicidad propia jamás debe ser a costa de la del otro", observa Analía.
Se amaban y, por ello mismo, respetaron sus decisiones muy a pesar de que no coincidieran. Analía no fue al aeropuerto, creía que si lo hacía su corazón no lo iba a resistir. Se despidieron por la mañana en un abrazo eterno que ninguno de los dos quería soltar y, a las diez de la noche, ella miró el reloj de su hogar y lloró lo que le pareció una eternidad.
Nunca se fue
Un año pasó y la estadía en Europa se prolongó. Aquel tiempo separados, los había conectado casi por primera vez con ellos mismos, con sus sueños individuales y la búsqueda de su propia identidad, más allá de la pareja y el amor. A los seis meses ya habían tomado la determinación de separarse, no deseaban ahogar al otro con reclamos y les resultó imposible sostener una relación a la distancia. "Aun así, y a pesar de que él conoció a otras mujeres y yo a otros hombres, nunca se fue de mi corazón".
Y un buen día, luego de tres años de ausencia, Analía volvió a mirar el reloj, aunque esta vez uno del aeropuerto de Ezeiza. Hacía media hora que el avión había aterrizado y su cuerpo se volvió a estremecer, al igual que años atrás. Ahora también lloraba, pero de nervios y felicidad. Las puertas de arribo se abrieron y allí lo vio. "Sentí que con nuestro abrazo de reencuentro los dos regresamos a casa, pero más completos y más unidos. Jamás nos volvimos a separar", concluye la mujer que hoy tiene 41 años, una familia con su amor, y una sonrisa pacífica.
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