Turnos
La cuestión se inició temprano, durante mi infancia. A los 6 ó 7 años me convertí en asidua paciente de un conocido traumatólogo, cuyo apellido -por razones que líneas más abajo se comprenderán- no voy a mencionar. Ibamos los sábados. Recuerdo que, mientras me bañaba y me acicalaba, mi mamá me repetía con tono persuasivo: "Y a no protestar, Gabita. Vos ya sabés que cuando vamos a lo del doctor XXX hay mucho que esperar."
Y sí, había mucho que esperar. A pesar de que yo sabía perfectamente bien que mami pedía turno por teléfono. Y con bastante anticipación. Qué sábados de espera interminables. Claro que se compensaban cuando el doctor me hacía pasar al consultorio, me revisaba y evaluaba mis progresos en el arte de caminar.
Pocos años después entendí que no solamente los traumatólogos hacían esperar. Mi hermano Luis, que al cabo de todo primer grado no sabía leer ni una palabra, hizo su primera visita al oftalmólogo. No aprendía porque no veía nada: tenía una miopía altísima. Eso fue lo que dijo el doctor y llegó repitiendo mi mamá, que lloraba sin consuelo. Recuerdo que habían salido de casa poco después del mediodía, y ya era de noche cuando volvieron. El misterio de tantas horas había sido para mí muy fácil de entender: también los oculistas hacían esperar.
La lista de las visitas a médicos y otros especialistas vinculados con las ciencias médicas fue extendiéndose con el paso de los años y los inevitables achaques, propios y ajenos. Es un pecado no haber llevado un registro de las horas de mi vida que perdí esperando ser atendida por alguno de estos seres humanos que detrás de sus níveos guardapolvos a menudo cometemos el error de ver como dioses.
Y será por eso tal vez que les perdonamos (y a veces hasta les justificamos) una de las muestras más claras y contundentes de falta de respeto al semejante, que podría llamarse de varias maneras pero que está finalmente nutrido de los mismos valores (o antivalores): la impuntualidad, el abusar del tiempo ajeno.
En parte, es culpa nuestra, de los pacientes. Creemos que cuando llegamos a un consultorio y no hay nadie esperando el galeno en cuestión seguramente no es un buen profesional, como si una larga fila de gente probara, al igual que interminables diplomas colgados de la pared, que aquel que nos estrechará la mano vaya a saber en cuánto tiempo es mejor que algún otro, que no nos hace esperar y que quizás prefiere destinar el dinero que lleva enmarcar títulos (algo que sale caro, ¿eh?) en actualizarse o en tomar un reparador descanso, una de las mejores terapias para rendir bien a la hora de trabajar.
Hoy, por ejemplo, resolví retirarme del consultorio de la dentista (un turno por el que estuve esperando 20 días) porque iba a tener que esperarla una hora y cuarto. Había avisado a mis compañeros de trabajo. Pero no era justo seguir esperando más. Cuando llegué (en horario, por supuesto) había dos personas antes. ¿Cómo puede ser? Las excusas siempre -siempre- son las mismas: que algún paciente llevó más tiempo de lo esperado, que el doctor tuvo una emergencia y llegó tarde... Quince minutos, media hora... pero ¿una hora o más de espera con turnos programados? ¿Qué lo justifica?
Muchos profesionales de la salud dicen que como les pagan tan poco por paciente se ven obligados a incluir más turnos para juntar una cifra crítica que les permita vivir dignamente. Es muy comprensible que quieran ganar bien. Pero, ¿qué culpa tiene el paciente de que no le paguen lo que merece? La mayoría de las personas no gana lo suficiente y hace malabarismos para llegar a fin de mes pero justamente por eso es que llega a horario a su trabajo y no lo descuida. Además, las largas esperas en los consultorios datan de tiempos inmemoriales (¡yo era una nena!) y de cuando ser galeno aseguraba, todavía, un excelente pasar en materia económica.
La cultura de los turnos y la espera parece pertenecer al folklore de la atención médica. Habrá que cambiar la mirada sobre la cuestión. No aceptar alegremente que nos hagan esperar horas y horas y empezar a sentir en cambio que también estamos en buenas manos cuando alguien nos abre la puerta de un consultorio y no hay una romería esperando. Eso significará que el profesional que nos atiende respeta "nuestro" turno. Y, casi seguramente, también a nosotros.
gnavarra@lanacion.com.ar
La autora es subeditora de LNR
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