Si cada hotel Sofitel logra imbuir del art de vivre francés el lugar donde se encuentra, imaginen el resultado cuando la esencia local tiene la frescura de Sidney
Se da por sentado: en las ciento veinte direcciones del Sofitel, el servicio será cálido e impecable. El menor problema será resuelto. Reinará el buen gusto. Las camas estarán hechas de un modo tan único que el sencillo hecho de irse a dormir se convierte en una ceremonia y un programa. Pero empezamos a deslizarnos por el terreno impreciso que lleva de los datos a las sensaciones; un estuario en el que se mezcla –aquí– agua dulce francesa con la energía del mar de Tasmania.
¿Qué nos queda bajo la piel? Un viaje adentro de otro, hecho de perfumes, arte, pecados golosos después de un plato en la perfección de su punto y, siempre, una sonrisa, un bonjour y un bonsoir. El otro viaje empieza en la puerta, que se abre a pasos de las atracciones fundamentales: la emblemática Ópera, el Jardín Botánico, el espíritu vibrante del centro financiero, el agua en todas sus formas, los principales museos y galerías o el barrio histórico de The Rocks, con mil bares y restaurantes bordeando sus calles empedradas.
Después de una recorrida de trabajo y sorpresas, de nuevo al refugio. A eso –tan etéreo, tan aéreo, tan inasible– que llamamos atmósfera, que disfrutamos sin analizar en el momento y que se construye con mil detalles. Lo sabe cualquiera que haya logrado (grande o chiquita, no importa) una reunión memorable. Repetirlo cada día en cinco continentes es una proeza digna de todos los grands prix que cosecha año a año el Sofitel.
Enviadas especiales: Mariana Kratochwil e Inés Marini.