Es un país ancho y diverso. Cosmopolita y vanguardista en sus costas, se vuelve pueblerino tierra adentro. tres amigos, la ruta y un destino: San Francisco.
Nuestro jardín de infantes quedaba al final de una escalera eterna, y allí se estacionó Lucas con un anuncio: dijo que tenía poderes mágicos que le permitían adivinarnos el nombre. "Vos sos Rodrigo; y vos, Nicolás; y vos, Federico", lanzaba ante nuestra sorpresa. Era uno de los primeros días de clase y aún no nos conocíamos.
– ¿Cómo hizo para saber nuestros nombres? –le pregunté esa misma tarde a mi madre.
– No hay nada de magia –me contestó–. Todos lo tienen bordado en el delantal y ese chico seguro que sabe leer.
Pasaron más de treinta años y Lucas sigue maravillándome con la misma mezcla de soberbia e inteligencia. Es capaz de sostener los argumentos más insólitos durante años, y lo peor es que yo me engancho en esas discusiones. La mayoría son de política, pero otras versan sobre asuntos nimios, como la última en la que nos enfrascamos: él sostiene que los cambios en las bicicletas no sirven en una ciudad plana como Buenos Aires y que su playera de 200 pesos es mejor que la mía, una Giant con suspensión delantera y 24 velocidades.
Estuvimos dándole vueltas al asunto durante meses, pero todo estalló en un comedero de las afueras del Cañón del Colorado. Hernán, el tercer integrante de un trío que funciona desde hace años, miraba anonadado mientras yo insultaba a Lucas a los gritos. Era tarde, habíamos manejado todo el día y estábamos cansados, pero la escena igual resultaba de- sopilante: dos hombres grandes gritándose en la soledad de un restaurante rutero de Estados Unidos sobre cuál era la mejor bicicleta para andar en la ciudad.
Supongo que así funcionan las relaciones largas, como una larga conversación que nunca se extingue ni varía demasiado, y en la que nadie entiende de verdad sobre qué está hablando. Puede incluir episodios nuevos y algún que otro grito, pero la melodía de fondo es la misma, un loop que gira en torno a dos o tres asuntos que nos resultan gratos porque espantan la soledad, ese fantasma odioso con que fuimos arrojados al mundo.
El viaje había arrancado una de esas noches de conversación sin destino, cuando Lucas empezó a fantasear con la idea de dar
la vuelta al mundo en 80 días,
como
el personaje de
Andaba con plata y tiempo, dijo, y era una gran manera de invertir ambas cosas. El resto de los que estábamos en la mesa lo escuchamos un poco sorprendidos. El plan parecía un delirio, pero ya hay una tradición de otros delirios semejantes que terminaron en realidad.
El más alucinante de todos los viajes que hicieron Lucas y Hernán –de Boston a Buenos Aires en auto – había arrancado en una conversación similar.
Y yo aún me arrepiento de sólo haberme subido durante un par de semanas.
Hundidos en la sucesión de asuntos que hacen previsibles nuestros días, hay una inercia difícil de romper que a veces se llama responsabilidad, pero muchas otras, pereza. El universo de posibilidades que se abre al romperse esa barrera es infinito y nos hace mejores personas. Fue así que, atrapado por la inquietud que Lucas había plantado en mi cerebro, decidí hacerlo. La vuelta al mundo era un poco demasiado, pero el trayecto de Nueva York a San Francisco en auto era la oportunidad de volver a sentir aquello que nos hizo felices cuando nos asomábamos a los 20.
Un par de semanas después y sin pensarlo demasiado, estábamos en la ruta. Elegimos ir por el norte, por los grandes lagos, porque queríamos pasar por Chicago. Nuestra primera parada interesante fue Sandusky, una ciudad que descansa sobre el lago Erie y que nos pareció mucho más prometedora que su desangelada vecina mayor, Cleveland. Ya habíamos entrado en el ritmo que viene marcando nuestros viajes en auto desde siempre: levantarnos tarde, salir del hotel cerca del mediodía, viajar con luz intentando almorzar y cenar en lugares ricos, baratos y fuera del oprobioso sistema de cadenas de comida chatarra, y llegar al hotel para bañarnos y salir a los bares. Sandusky fue una de las veces en que el sistema funcionó y terminamos en una especie de festival motoquero con una banda en vivo que era algo así como Jimi Hendrix tocando música country.
A diferencia de los bares multiétnicos de
acá eran todos blancos y básicos en sus gustos: cerveza, ojotas, bermudas, marihuana y cabezas martillando el aire en un baile hipnótico. El primer encuentro con la América profunda se acentuaría en el bar al que nos cruzamos cuando la fiesta terminó.
La conversación con el grupo de borrachos que nos adoptó pronto fue monopolizada por un hombre de alrededor de 50 años que se presentó como miembro de la Marina de Estados Unidos
y comenzó a interrogarnos sobre política y asuntos semejantes. Se ve que algo de lo que le dijimos no le gustó, porque amenazó con meternos presos por
" libertarians ".
Chicago nos recibió con una ola de calor y rascacielos salidos del futuro. Visitamos el edificio de la Bolsa, donde se venden los granos que están haciendo próspera a la Argentina, y esa noche nos cruzamos con un bar donde tocaban blues para los locales. Bastante bien para un lunes. Al otro día, coincidimos en la autopista con la vuelta a casa de los oficinistas y fue tremendo. Si hay un infierno, seguro que allí hay autos atascados en una ruta de Estados Unidos. La Let’s Go que llevábamos de guía confirmó lo evidente: hay casi más autos que habitantes, y el resultado es calamitoso para la vida en las grandes ciudades. Extenso y rico, a mediados del siglo pasado este país decidió expandirse hacia los costados, engordar. El resultado fueron los suburbios y la condición para que éstos existieran: autos para todos. Por suerte, el proceso pareciera estar revirtiéndose en algunas de las ciudades más importantes, pero en el medio quedaron núcleos urbanos desiertos y cruzados por franjas de cemento que transportan hombres alineados, en tránsito de sus casas al trabajo y del trabajo a sus casas. El trabajo, el supermercado, los cines, las escuelas y todo el resto son puntos arrojados en una maraña de autopistas que esa tarde, mientras queríamos salir de Chicago, habían colapsado.
Cuando al fin lo logramos, entramos en la Gran Planicie Americana, kilómetros y kilómetros de llanura fértil, similar a la zona agrícola de nuestra pampa húmeda. Evitando las autopistas y circulando por rutas provinciales de dos carriles que corrían paralelas al tren, nos fuimos cruzando con pequeños pueblos idénticos en su fisonomía: la estación del ferrocarril custodiada por enormes silos y un par de cuadras donde se agrupan la municipalidad, el cine, el banco y dos o tres restaurantes. En Ambey, cuyo cartel de bienvenida anuncia que allí viven apenas 2400 personas, encontramos el más encantador de los diners, donde nos sirvieron sopa y fideos con albóndigas por el insólito precio de 7 dólares. Hay que decir que esa dieta rica, sana y barata es la excepción y no la regla en Middle America. Barato se puede comer siempre, pero rico y sano es muy difícil. La infinidad de opciones que hay en las ciudades más sofisticadas no es fácil de encontrar en el interior del país. "Acá no tienen ni horno ni cacerola, sólo sartén", se reía Lucas cada vez que teníamos que elegir entre hamburguesas, pollo frito o papas fritas en sus múltiples variantes. Los catastróficos resultados de esa dieta son el sobrepeso, una epidemia nacional.
Nuestra inmersión en la cultura local se completó con las sirenas que nos obligaron a detenernos mientras cruzábamos esos caminos ruteros a velocidad de autopista. El policía fue amable hasta que nos pidió los papeles del auto y tuvimos que explicarle la historia del Nissan Altima modelo 1998 que manejábamos. No, no era alquilado, tampoco era de un amigo o familiar. Era de Roham, un estadounidense de origen árabe que habíamos contactado por una página de internet que se dedica a unir conductores con gente que tiene que trasladar autos. Roham nos dio el auto y 300 dólares para nafta, le explicamos al policía, a cambio de que se lo entregásemos 15 días después en San Francisco. O sea que éramos dos argentinos manejando el auto de un árabe a 150 kilómetros por hora en una ruta provincial hundida en la llanura de Iowa.
– It’s a goofy story –nos dijo el policía. Tenía razón.
Lo que había arrancado como una multa por exceso de velocidad terminó con un interrogatorio y otros dos patrulleros que se unieron en la intensa revisión del auto. Roham nos lo había dejado cargado con sus cosas, que nunca nos molestamos en revisar. Por suerte, en el auto no había nada extraño y partimos.
Ya con Hernán entre nosotros –se subió esa noche, en Denver –, manejamos por el estado de Colorado, donde las planicies ceden terreno al espíritu montañoso y salvaje que marca el inicio del oeste. Pasada la irrupción de violencia generada por la pasión con que discutimos asuntos trascendentales –como la virtud de los cambios en las bicicletas–, el viaje entró en su mejor momento. De joven, Hernán supo ser el más cabrón de lo tres, pero los años lo han suavizado hasta convertirlo en el más sensato. La paz que él mismo admite haber encontrado logró incluso tranquilizarnos tanto a Lucas como a mí, y el viaje en auto se convirtió en un hermoso paseo musicalizado con las bandas de nuestra adolescencia –U2, Calamaro, Rolling Stones, Charly y Spinetta– y las de nuestra adultez –Bob Dylan y unos pianistas medio conceptuales a los que Hernán intentó introducirnos–. Nos conocemos desde hace más de 30 años y seguimos teniendo una cotidianeidad intensa. Eso hace que, estando solos, podemos hablar de lo de siempre.
Luego de admirar la belleza deforme de esa zona –la gran grieta del Cañón del Colorado, las piedras rojas talladas con los contornos más extraños y depositadas en la planicie lunática de Monument Valley –, nos asomamos a un mar de luces: era Las Vegas, la gran promesa en el medio del desierto. Expectantes y ansiosos, esa noche salimos a buscar aquello que aparece en las películas. Fue en vano. Las Vegas es la más atroz de las mentiras, una fachada vacía de tristes casinos y calor sofocante. Una ciudad sin veredas, ni fiestas, ni nada. Disneylandia para viejos cansados y viciosos. Un horror que promete y promete, pero la fiesta siempre está en otro lado.
Por suerte, la ruta es un buen antídoto para las malas experiencias, y –ya sin Hernán, que se tuvo que volver– seguimos hacia Yosemite, la belleza hecha naturaleza. Bosques de árboles gigantescos, montañas que se alzan repentinas como paredes de rascacielos, cascadas de agua helada, este parque natural nos sirvió para reconciliarnos con la especie humana y preparar nuestro desembarco en San Francisco, la ciudad que imaginamos durante todo el viaje, e incluso antes. Destino de buscadores de oro, beatniks, geeks tecnológicos y todo tipo de aventureros, San Francisco es de esas ciudades que te gustan tanto antes de conocerlas que llegás con miedo de decepcionarte.
No fue el caso. Hay algo de lo indómito del Pacífico, del espíritu de frontera, que se cuela en este puerto hacia Oriente y lo vuelve irresistible. Sobre eso charlábamos con Lucas en el restaurante vietnamita donde nos sentamos la noche final de nuestro viaje. Al día siguiente, partíamos cada uno para su lado.
– A que adivino qué vas a pedir –me dijo mientras mirábamos el menú.
– ¿Me estás jodiendo? Es imposible, los platos están numerados, y son 113.
– Ya sé, y vos vas a pedir el 98 –me respondió suficiente.
Tenía razón. Había adivinado, una vez más.
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