Del otoño, la ropa, el humor
Despertador, unos quince o veinte minutos o media hora para decidirse a dar el salto; la ducha, el desayuno, la radio que dice la temperatura, y la mano y el ojo que asoman por la ventana para confirmarla y otear cómo se vistió hoy la gente.
Después, lo inevitable. Si es que el orden no es virtud, y la previsión tampoco, eso de tener que abandonar de una vez por todas la ropa a la que ya nos acostumbramos y revolver en la de la estación anterior puede vivirse como la pesadilla que no se tuvo durante la noche.
En batalla contra reloj, y mientras en este debut otoñal ya se va por el quinto o sexto cambio de blusa, remera y pantalón, y el tiempo de la decisión se acaba, probable es que la protagonista se desayune de nuevo, ahora con la evidencia de que nada de lo que le iba el año pasado le va hoy: es que subí un par de kilos; adelgacé más de tres; me lipoaspiré; no sé qué pasó, pero engordé... Cuestión que todo aprieta o todo flota, o tal vez nada satisface, porque vestirse de nuevo tal cual un año atrás suele vivirse como el colmo del aburrimiento.
Y no es que se desvaloricen esos clásicos-inversión que pueden durar toda la vida, que por precio en general están con cuentagotas (o directamente no están) en la mayoría de los guardarropas. El asunto es que el cambio es la sal de la vida, y por supuesto de la moda, y no sólo para que los que la hacen vendan; pocas cosas deben resultar tan gratificantes para una mujer como comprarse algo nuevo que realmente le guste (aunque le haya costado 5 pesos en una feria de usados). Es que mirarse al espejo y sentirse renovada condiciona el humor. Y cómo.
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