Adrenalina y peripecias para un apocalipsis profano
Un reciente artículo del periódico The Independent le pone fecha al fin del mundo: 2050. Se trate de un pronóstico acertado o de una fake news (y puede que cuando lo sepamos ya sea tarde), es inevitable no sentir escalofríos. Quienes predicen este apocalipsis no son profetas fanáticos ni astrólogos oscurantistas: son científicos que estudian el calentamiento global y forman parte de la plantilla de las más prestigiosas universidades. Sea en veinte años o sea que la humanidad logre retrasar el deterioro del planeta, lo cierto es que desde fines del siglo pasado un giro profundo se ha producido en la historia: la división fundante de la modernidad entre naturaleza y cultura y la idea de que el hombre podía dominar a la naturaleza como a una esclava y extraer de ella lo que quisiera entró en una crisis sin retorno. Las conferencias de los años 90 sobre el cambio climático –como lo expone Bruno Latour en Nunca fuimos modernos– mostraron que la separación tajante entre cultura y naturaleza ya carecía de sentido: el agujero de ozono es demasiado social, los inventos humanos producen naturaleza. Chernobyl, la serie que emitió este año HBO, fue contundente en su tesis narrativa: no es la caída del Muro de Berlín la que divide la historia en dos, sino el desastre ecológico provocado por la central nuclear (ahora hay que esperar lo que dirá la versión rusa en preparación). Vivimos entre chernobyles reales y potenciales, virtuales y actuales.
En los últimos años, como lo hizo en su momento la literatura de ciencia ficción, las series televisivas se propusieron pensar ese futuro siempre al borde de la catástrofe para investigar las capas de presente. Si las series son el libreto apocalíptico de nuestro tiempo, "el Apocalipsis bíblico –en palabras de Gilles Deleuze– es sin duda el primer gran libro-programa absolutamente espectacular". La diferencia de las series (y de la actualidad) con ese Apocalipsis bíblico es que al final no nos espera ninguna epifanía, ningún juicio final, ningún encuentro con Dios, sino la nada o las interpretaciones profanas propias del presente. Pese a esto, las series son, a la vez que depresivas, excitantes: una acumulación de adrenalina, peripecias y acciones que nos convierten en seres devoradores de catástrofes, tal vez para acercarnos a los peligros no siempre perceptibles del cambio climático y ver qué es lo que nos espera.
Dramatizar el cambio climático, volverlo narrativo, subjetivizarlo, no es tarea fácil. Sin embargo, sus causas tienen que ver con un modo de vida de larga data, una idea de dominio y de poder, y es allí donde las series encuentran sus temas: la desigualdad económica, la sociedad patriarcal, las políticas destructivas e irresponsables, el mundo virtual que deshace nuestro mundo real, la automatización inhumana, el tráfico de migrantes y la sociedad excluyente, entre otras cuestiones. Cada serie acentúa un elemento u otro. Black mirror, si bien transita por diversos tópicos, se centra en cómo el mundo virtual de la informática desintegra, determina o destruye la vida misma. En un sentido similar va Electric dreams, basada en las historias de quien es la referencia fundamental para las ficciones futuristas del presente: Philip K. Dick. En episodios independientes se expresan las paradojas típicas de la literatura de Dick: una fábrica capitalista que sigue produciendo mercancías para el consumo en un mundo devastado, matrimonios que conviven pero en tiempos diferentes, viajes turísticos a la Tierra si es que ésta todavía existe. The Handmaid’s Tale , sobre una novela de la escritora canadiense Margaret Atwood, es una distopía biopolítica que proyecta la sociedad patriarcal y lleva hasta el delirio el control que pretende ejercer el hombre (el macho) sobre las mujeres a partir de la cuestión de la natalidad, entrometiéndose en los cuerpos de las gestantes. Tal vez la más efectiva de las series presentadas este año es Years and Years, porque a través de la historia de una familia no deja conflicto sin tocar. La historia transcurre en un futuro inmediato (entre 2019 y 2032), lo que le permite incluir referencias a personajes de la actualidad (desde Donald Trump a Angela Merkel), así como trabajar con desarrollos tecnológicos que, si bien todavía no han sido alcanzados, no tardarán en llegar. El personaje de Bethany (una de las adolescentes del clan familiar), por ejemplo, pretende pasarse a la nube virtual (ser transhumana) y convierte su cuerpo en un celular y en una máquina gubernamental. La líder política Vivienne Rook (interpretada por Emma Thompson) mezcla en dosis iguales ignorancia, audacia, crueldad e irresponsabilidad. Y peor aún: crea campos de concentración que, pese a vivir en la era de la información, logra mantener ocultos. Por último, hay una especie de Alexa (un artefacto digital llamado Signor que asiste a los personajes y resuelve sus dudas), que hacia los capítulos finales se hace invisible porque ya está incorporada a las paredes de la casa. Signor, finalmente, forma parte de la familia.
Las preguntas no se hacen esperar: ¿hasta qué punto nuestros cuerpos no son ya tecnológicos, con los celulares como prótesis? ¿No hay diseminados a lo ancho del mundo más de tres millones de personas que viven en campos de refugiados, para no hablar del caso de los niños separados de sus familias en los "Centros de detención de inmigrantes" en Estados Unidos? ¿No vivimos en sociedades de control con redes que acumulan informaciones, datos, preferencias, relaciones personales, la llamada Big Data? ¿No es Bethany, la chica que quiere pasarse al mundo digital, un ejemplo de la crisis de lo humano que marca nuestro tiempo?
Si Years and Years tiene un inesperado final feliz es porque opone, a la catástrofe, la fuerza de los afectos y el amor. Pero no hay nada de ingenuo en esta postura. Hacia el final, la abuela Muriel le recuerda a todos los miembros de la familia cómo en cierto modo fueron cómplices y prefirieron un confort cuyo precio era la destrucción de los recursos ambientales.
En América Latina escasean las series sobre el fin del mundo. Los temas dominantes suelen ser otros: la marginalidad, la glamourización del delito, la corrupción. Sin embargo, hay una serie brasileña en Netflix, titulada 3%, que imagina un futuro próximo catastrófico. En la Tierra quedan los pobres con sus harapos que recuerdan a los parangolés de Hélio Oiticica, mientras los que se salvan (el 3%) viven en un entorno de superficies metalizadas y brillantes (imposible no recordar Blade runner de Philip K. Dick). La serie brasileña es una reflexión sobre la desigualdad social y el destino de miseria al que está destinado el 97% de la población. Más allá de ciertas debilidades narrativas, la serie brasileña tiene la virtud de plantear con mucha claridad las dos opciones activistas más contundentes ante la crisis actual: o un retorno a modos de vida anteriores al extractivismo o, por el contrario, el uso y aprovechamiento de los avances tecnológicos para reducir los daños. Además, la serie se inicia en el Amazonas, emblema actual de los desastres que el hombre ha hecho con el medio ambiente. Como señala la crítica Luz Horne: "Se trata de un contexto dentro del cual Brasil adquiere una relevancia extrema, no solo por ser un país con una enorme desigualdad económica, sino porque concentra la mayor reserva natural del planeta, convirtiéndose así en un escenario clave para la discusión sobre la crisis ecológica mundial y sus figuraciones distópicas."
En nuestro país hay una tradición prestigiosa en la imaginación de futuros apocalípticos o terminales: la historieta El eternauta de Oesterheld y Solano López o el film Invasión de Hugo Santiago con guion de Borges y Bioy, son algunos de los ejemplos. Todavía no apareció, en cambio, la serie televisiva que se haga cargo de este gran tema. Uno se pregunta entonces quién la hará, cómo será esa serie que cartografíe el modo en que los argentinos pensamos el final.
Gonzalo Aguilar