Al desenmascarar al populismo empezó el cambio
El populismo ha hecho el milagro de que un país potente fuese atrapado por una franca y cada vez más acelerada decadencia.
En nombre del pueblo, invocándolo, lo ha ido empobreciendo y, como consecuencia, sometiéndolo. Su actitud fue desembozada, explícita, desvergonzada, impúdica. Nunca se ruborizó. Ni siquiera ahora que la mayoría ciudadana le dio la espalda.
Fue capaz de ensanchar la pobreza hasta llegar lisa y llanamente al hambre y la indigencia, pero unos días antes de las elecciones salió a “socorrer” con unos bolsones de alimentos y lograr así otro milagro: que las víctimas de tanta irracionalidad, desatinos y corrupción, reciban esas “ayudas” y los destaquen con un “ustedes son los únicos que se acuerdan de nosotros mientras los otros solo se interesan en los ricos”.
En contraste, quienes profesan los ideales de un país libre y próspero –comúnmente llamados liberales, aunque el término tiene mucho hilo y madejas– debían comenzar por pedir disculpas por su afección a la libertad. Es como que teniendo tanta pobreza ponderar a la libertad era un ostentoso lujo, casi una lujuria.
Obraban culposamente, tratando de embozar sus ideas por ser presuntamente incorrectas en el plano político-electoral. Decir que un país progresa con el trabajo, el esfuerzo y la libertad espantaría votos.
Si se atreviesen a asociar el orden con la prosperidad, entonces la impugnación llegaría al paroxismo. Orden es, para los populistas, un concepto vinculado a la maldita represión. Para el populismo, al orden hay que mandarlo al ático y al verbo, reprimir eliminarlo, por ominoso.
Debería terminar su múltiple mención en el abolible Código Penal ya que “la mejor pena es la que no existe”. En rigor, para los populistas las víctimas del delito son los auténticos victimarios, pues trabajando y como resultado del esfuerzo adquirieron propiedades, han construido esta Argentina injusta y desigual.
En la Argentina igualitaria por empobrecimiento general no se reprimía a nadie, ni siquiera a los delincuentes a mano armada. Menos que menos a los de “guante blanco”, es decir, la nueva casta. Solo se procuraba reprimir hasta ahogarla a la libre iniciativa: nada más peligroso para el país soñado de ese modo que ciudadanos libres y emprendedores.
Esa Argentina populista anhelaba encaminarse hacia la igualdad de todos empobrecidos, donde los únicos privilegiados serán los miembros de la ralea de discípulos de Ernesto Laclau –el Marx contemporáneo– y sus “iluminadas” ideas de crear enemigos y avivar el conflicto permanente, nuevo nombre de la añeja lucha de clases. Sostener que los planes asistenciales deben ser transitorios y obligar a contraprestaciones como estudiar y entrenarse para el trabajo era una “herejía liberal” o, peor, “neoliberal”, una palabra aún más execrada por el relato que habían impuesto.
Obviamente, este curso por el que retrocede nuestro país debe revertirse de raíz. No se trata de un debate sobre cuán socialdemócratas o liberales debemos ser para modelar el cambio. El asunto es encarar definitivamente las reformas. Plasmarlas. Sin vacilar, sin culpa. Sin pedir otro permiso que el consenso de la ciudadanía.
Hay que poner al descubierto que los conservadores no son quienes quieren cambiar, sino quienes obstruyen esas transformaciones. Se deben rehabilitar conceptos como productividad, eficiencia, competitividad, mérito, esfuerzo, propiedad privada, seguridad jurídica, mirar y obrar más allá de la coyuntura, y muchos más. Esas palabras son amigas del pueblo, enemigas del populismo. Abismal diferencia. Se debe batallar para que esa distinción se encarne y se mentalice en nuestra ciudadanía.
El país de los subsidios es la Argentina sin destino. El país que alienta las inversiones y ensancha su economía privada es el único viable. Debemos volver a ese número que supimos abandonar hace veinticinco años: un Estado que signifique el 25% del PBI y no casi la mitad como hoy. Está probado que la Argentina trabajando para el Estado es garantía de pobreza generalizada. Al revés, un Estado inteligente, ágil, tecnológico, profesionalizado, con una ajustada dimensión, que auxilia y regula la convivencia es el Estado moderno. Es el que necesitamos. El otro –el que hoy padecemos– nos estaba hundiendo.
¡Claro que hay que pagar impuestos! Pero no vivir pagando impuestos mientras todo se va deteriorando, desde edificios escolares y hospitales hasta la infraestructura. ¿Cómo seguir tolerando que un país agropecuario no disponga de buenos caminos rurales? Quieren, los populistas explícitos, un Estado elefantiásico, pero no planifican ni siquiera cómo aprovechar nuestras ventajas comparativas.
El cambio es transformar el gasto asistencial en inversión socio-económica. La misma plata, en vez de alimentar el sometimiento, promueve el trabajo y la producción. Para lograr esa mutación se requiere decisión a partir del poder político que dé el pueblo. Con más producción empezaremos a tener menos inflación, junto con la eliminación del déficit y de la emisión sin respaldo.
La confianza es un punto de partida. Recuperarla es clave. No la reencontraremos “rosqueando”, sino acordando en serio diez o doce grandes políticas. Esa convergencia sustentará otra llave maestra para reabrirle el rumbo próspero a la Argentina: ahuyentar el fantasma del caos y del conflicto permanente y obstruccionista de los cambios, asegurando gobernabilidad.
Los conservadores de la Argentina decadente chantajean con que ellos pueden hacerle la vida imposible a un gobierno que acometa las reformas. Los transformadores deben, pues, sustentarse con la mayor solidez posible. Esto significa unirse, fortalecer sus convicciones, desplegar su capacidad de abarcar, incluyendo diversidades que pueden conjugarse. Asegurarse la gobernabilidad sin pactos ocasionales, sino con acuerdos duraderos, firmes.
Apearse definitivamente del “rubor” que embargaba a las filas republicanas, de la libertad y del genuino progreso. Avergonzarlos a ellos, a los responsables del peor crimen político de estos tiempos: hacer de un país prometedor un sembradío de pobreza. Fabricar pobres también es un aborrecible crimen de lesa humanidad.
Diputado nacional (m.c,)