Amenaza la tormenta de la inseguridad
Ojalá Cavallo tenga éxito, pero, lo tuviere o no, es indudable que, al nombrarlo, el presidente De la Rúa tomó en serio el problema económico. Cuando un gobierno se alarma de veras frente a un problema, nombra un zar para enfrentarlo. Por eso los Estados Unidos tienen un zar contra la droga, y nosotros, un zar contra la recesión económica.
Cuando De la Rúa llamó a Cavallo, los argentinos tuvimos la sensación de que se había puesto en juego la última carta contra la recesión y el desempleo. Temíamos estallidos sociales. Temíamos la cesación internacional de pagos. La sensación que todos compartíamos era que había llegado el momento de tomar en serio la economía.
Así somos los argentinos: nadamos solamente cuando el agua nos llega al cuello. Algo similar empieza a pasar en el terreno político. Cuando la desafección de la ciudadanía por la clase política llegó a niveles nunca vistos, empezaron a rodar lentamente los engranajes de la reforma política. Ahora los políticos con futuro se preparan para disputar cuál de ellos propondrá la reforma política más audaz, cuál de ellos se quedará con la bandera de la nueva política.
Desde el momento en que la crisis de credibilidad de la clase política se presenta como un problema menos urgente que la recesión económica, empero, aún no tenemos un zar de la reforma política, sino, a lo sumo, varios candidatos a ocupar este papel: De la Sota, Ruckauf, Mestre, el propio De la Rúa... Quizá los comicios de octubre, a medida que se acercan, actúen como un detonante en este terreno al amenazar a los representantes de la vieja política con una catástrofe electoral sin precedente.
Hay cierta relación lógica entre el ritmo vertiginoso de la gestión económica de Cavallo y el ritmo cansino de la reforma política. Es en la economía donde el agua nos llega al cuello, mientras en la política, por ahora, nos llega al pecho.
Pero en el campo de la seguridad también el agua nos llega al cuello sin que se haya producido una reacción comparable con la que ocurrió en la economía. Que no haya todavía un zar contra la inseguridad, que en torno de ella giren por ahora cinco o seis nombres cuyo signo común es el fracaso, muestra que el Gobierno no ha tomado aún en serio un problema tan agudo y peligroso como la recesión económica.
El otro estallido
Todos los indicadores, desde la cantidad de delitos hasta el número de muertos civiles y policiales que cobra la delincuencia, han venido creciendo sostenidamente durante los años noventa. Si nos atenemos a las cifras del primer trimestre de 2001, todo parece apuntar este año a un agravamiento decisivo de la inseguridad. Durante 1999 y 2000, por ejemplo, los muertos civiles y policiales por acciones delictivas giraron en torno de las 140 víctimas anuales. Durante el primer trimestre de 2001, esa cifra subió a 81 personas.
La mortandad de origen delictivo, de seguir así, sería en 2001 de 324 personas. Pero la muerte de civiles y policías es la punta de un témpano cuya masa está formada por miles de heridos y cientos de miles de víctimas de asaltos a mano armada, el 95 por ciento de cuyos autores queda sin castigo. Gran parte de los habitantes de la zona metropolitana se encierra por la noche detrás de altas rejas, presos sin sentencia de la insolencia delictiva.
Si la recesión económica nos obsesiona después de tres años de vigencia, ¿cómo es que el Gobierno no se alarma ante la recesión de la seguridad, que ya lleva más de diez años? La sensación del agua al cuello en la economía provino de la visualización de dos catástrofes inminentes: la cesación de pagos y los estallidos sociales. Pero el crescendo de la inseguridad también lleva en su seno el embrión de una catástrofe: el estallido de la ira de los ciudadanos. Como lo proclamó Perón en 1973, al día siguiente de la matanza de Ezeiza, "cuando los pueblos agotan su paciencia, hacen tronar el escarmiento".
Un día de éstos, mientras los delincuentes continúan la escalada de hechos aberrantes cuya última marca fue el "fusilamiento" de los sargentos Cabello y Montaos en el Once, la ira del pueblo va a hacer tronar el escarmiento. Por ahora, cada día más gente se limita a "decir" por la calle que a los delincuentes "hay que matarlos". Del dicho al hecho, ¿hay en este caso mucho trecho? Millones de ciudadanos ya se han armado, por si tienen que matar. Algunos de ellos, ya lo han hecho. Un día de éstos, quizás asistamos horrorizados al primer linchamiento.
Sin embargo, a la inversa de lo que ocurrió en la economía, el Presidente no ha buscado todavía un Cavallo, un Giuliani, un zar de la seguridad. Y digo "el Presidente" porque cuando un problema llega hasta donde ha llegado el de la inseguridad se convierte, por encima de las jurisdicciones y las formalidades, en un problema nacional.
Subseguridad
Así como existe el subdesarrollo económico, también existe el subdesarrollo en materia de seguridad: la subseguridad.
La subseguridad consiste en la impotencia de los órganos habituales de seguridad -policías, fiscales, juecesÉ- para enfrentar un crescendo delictivo. Cuando se instala el virus de la subseguridad, el Estado afectado queda entre los cuernos de un punzante dilema: deja que el crescendo delictivo se acentúe hasta "agotar la paciencia del pueblo" o empieza a reprimir por afuera de los órganos y los procedimientos habituales, abriendo un nuevo capítulo en el grueso catálogo de las violaciones de los derechos humanos.
Hay un escape a este dilema: reformar los órganos y los procedimientos habituales hasta subirlos a la nueva altura en que se ha colocado el desafío delictivo. Es lo que hizo el alcalde Giuliani en Nueva York. Pero el tiempo para efectuar la reforma no es ilimitado. Si se deja que la violencia delictiva enfurezca al pueblo, llega el día en que la represión "por izquierda" se convierte en una demanda o, por lo menos, en una resignación popular.
Algo de esto nos pasó en los años setenta. Acosado por una alta marea de violencia, el gobierno constitucional de 1975 ordenó a las Fuerzas Armadas "aniquilar" a la guerrilla. Poco después, las Fuerzas Armadas se mimetizaron con su enemigo. Al terrorismo puro y simple lo sucedió el terrorismo de Estado que, aniquilando a la guerrilla, también aniquiló a la civilización.
Quizá nuestros políticos se consuelan hoy pensando que el flagelo de la violencia política está superado. Que no se ilusionen: lo ha reemplazado el flagelo de la violencia delictiva. El terrorismo de ida y vuelta de los años setenta fue letal para la legitimidad de las instituciones, pero el hombre común, el que no se entreveraba en la lucha feroz entre dos organizaciones armadas en definitiva minoritarias, podía sentirse relativamente a salvo. Presentando una amenaza menor a la legitimidad de las instituciones, el crescendo de la violencia delictiva llega hoy a cada casa, a cada calle, a cada familia. Es, según se lo mire, mejor o peor que el de los años setenta.
A menos que tome en serio esta nueva metamorfosis de la violencia, el Estado argentino puede verse encerrado en el típico dilema de la subseguridad: dejar que arda el país o tolerar la represión al margen de las garantías que la limitan. Si llega a nosotros ese aciago día, suya será la responsabilidad, porque suya es, todavía, la respuesta.