Ante una oportunidad histórica
Los argentinos enfrentamos la oportunidad histórica de poner a prueba el sistema republicano y empezar a desterrar de una vez nuestra tradición autoritaria. De abandonar la doctrina del decisionismo (tan propia de los gobiernos totalitarios) que opacó nuestros últimos años, cuando el Poder Ejecutivo era el todo y las mayorías agravadas en el Congreso, un lujo que aprobaba leyes sin cambiar una coma. Estamos ante la oportunidad de reemplazar esas prácticas por una nueva política, paradójicamente basada en una vieja doctrina que quedó abandonada en los anaqueles del tecnicismo doctrinario, la de la colaboración o complementariedad de los poderes políticos de Montesquieu.
Los poderes del Estado, a la vez que independientes, deben ser colaborantes. Se suele poner el acento en su división y no en la colaboración, cualidad tanto o más importante que aquélla: los poderes políticos no pueden estar enfeudados, sino que deben propender a la armonización de su funcionamiento. A diferencia de la Justicia, que por su naturaleza ha de permanecer lo más apartada que se pueda de los entreveros propios de la dinámica política, el Ejecutivo y el Congreso no pueden aislarse y tener una coexistencia de puentes quebrados, ya que de ese modo la acción de gobierno se enerva e inmoviliza. Más aún en un contexto de emergencia como el que enfrentamos, en el que los problemas son generales, aunque las visiones para resolverlas sean múltiples. No es una cuestión de economía de tiempo, como muchos pretenden presentar; se trata de un acto de construcción, que parte de la base democrática de que cuando las ideas son claras y buenas, deben ser aprovechadas, independientemente de quién las impulse o proponga.
El nuevo gobierno está en una situación radicalmente opuesta al que se fue. Carente de las mayorías agravadas que convirtieron por años al Poder Legislativo en una escribanía, debe buscar por la vía del consenso el asentimiento legislativo a sus iniciativas para resolver un escenario aún más crítico y preocupante del que se esperaba. Y este desafío mayúsculo es sano porque pondrá en funcionamiento real el sistema republicano y permitirá mostrar sus virtudes. Un sistema que lejos está de ser la entelequia que los apresurados defensores del decisionismo autoritario pregonan, y aunque parezca tedioso y lento, es el que mejor asegura la conformación de las aquiescencias, el respeto de las miradas diversas y los equilibrios.
El desafío no sólo interpela al actual gobierno, sino especialmente a la oposición, conformada por un partido que no está acostumbrado a ese rol y, en todo caso, desde y por sus orígenes se halla más cerca de aquella concepción vertical y directa de ejercer el poder, de lo uno e inmóvil por sobre lo múltiple, que quedó en evidencia en la mayoría de los años que le tocó la responsabilidad de gobernar. Hay datos halagadores que permiten vislumbrar que, además de ser el único camino institucionalmente válido, al menos parte de la oposición empieza a entender que es una vía posible también para ellos en este nuevo escenario. Más allá de que sea por necesidad o conveniencia, hay dirigentes políticos que han empezado a transitar por este sendero de aprendizaje, reemplazando una oposición a ultranza, cerril y empinada, por otra que habla de colaboración y apoyo.
No hay mejor práctica que una buena doctrina. Nuestro país está en una disyuntiva histórica, entre emprender el sendero del sistema republicano tantas veces postergado, o la vía excusada de la doctrina de la infalibilidad y la obediencia. Los resultados de ésta están a la vista, por lo que tal vez llegó el momento de la madurez, de que las experiencias no sean vanas y en la que el concepto de la colaboración adquiera toda su dimensión.
Abogado
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