Asaltos a los bancos
Hecho arquetípicamente conmocionante, el asalto a un banco a mano armada debería ser, en principio, algo extraordinario, que sólo puede ocurrir contadas veces y siempre en circunstancias excepcionales. La crónica periodística, sin embargo, se empeña en desengañarnos al respecto: entre nosotros, en los últimos años, los delitos de ese tipo -con habitual añadido de consecuencias trágicas- se han vuelto tan frecuentes que más bien llama la atención que transcurra un par de jornadas sin que se produzca alguno.
No sólo hay muchos asaltos de ese tipo sino que cada vez son más. Según un informe dado a conocer por la Subgerencia de Seguridad del Banco Central, en el curso del año último hubo 261 asaltos a bancos, sólo en esta ciudad y en la provincia de Buenos Aires, reseña estadística que, a más abundamiento, señala que para alcanzar esa cifra únicamente se tomaron en cuenta los asaltos armados a sedes bancarias, con exclusión de diversos delitos afines, como las vulgarmente llamadas "salideras", la violación de cajeros electrónicos y los atracos a vehículos transportadores de caudales.
Por este camino, y de la mano de la extendida sensación de inseguridad que agobia la sociedad, existe el riesgo cierto de que, finalmente, se llegue a un nocivo acostumbramiento que haga asimilar esos ataques a una manifestación más de la deplorable ola delictiva que se padece. Por supuesto, la desmoralización general, el aflojamiento de los resortes sociales de contención y la universal distorsión de valores, deben tener que ver con la tan común comisión de esos delitos, como con la de los de cualquier otro tipo. Pero de ninguna manera esa afinidad obvia posibilita medirlos con el mismo rasero, entre otras razones porque no comprometen de igual modo la responsabilidad de las autoridades pertinentes. No cabe equiparar el ataque a individuos aislados, ni los sucesos propios del descontrol en que se hallan vastas zonas, con la realización de atracos a lugares que por definición deben ser considerados de extrema seguridad, como que están dedicados al resguardo de dinero y cuentan con sistemas de alarma y personal de vigilancia. Convengamos, a la vez, que por definición el asaltante de bancos es alguien preparado para serlo y que se organiza en banda para ese propósito, lo que convierte su acción en algo totalmente distinto de la perpetrada por sujetos signados físicamente por la marginación.
El asalto a un banco -como la irrupción en un cuartel o la fuga de una cárcel- representa un absurdo lógico y un fracaso abierto de quienes debieron impedir que ocurriera, ya que se trata, precisamente, de un ámbito ideado para imposibilitar los asaltos y dotado de abundantes medios de prevención. Por cierto, con alguna insistencia se ha atribuido el alarmante estado de cosas que denota el incrementado número de asaltos, a la tendencia, tan fuerte en la década pasada, de instalar sedes bancarias en locales que anteriormente habían tenido otro fin y que, al efecto, debían ser acondicionados quizá con alguna improvisación.
Es éste un tema en absoluto técnico, en el que resulta inconducente aventurar opiniones ajenas al criterio de los expertos que en cada caso han avalado la respectiva habilitación. Pero tampoco cabe plantear así las desconfianzas de la gente ante este fenómeno difundido e inexplicado, ya que entraña una notoria incomprensión de la función bancaria. Asimismo, las referencias a ventajas comerciales, al papel de las aseguradoras o de las empresas de seguridad y las sospechas acerca de la existencia de entregadores son en todos los casos fundadas y a la vez ociosas, en la medida en que tienden a diluir la responsabilidad eminente que en esos casos tienen, concomitantemente, la policía y los propios bancos, instituciones ambas cuya cuya finalidad no es sino la de generar confianza en el público.