Buenos Aires espera su Estatuto
Sesenta convencionales, democráticamente elegidos por la ciudadanía porteña, están abocados a la magna tarea de redactar el Estatuto Organizativo de las instituciones locales, según lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución nacional. La Convención dispone de cuarenta y cinco días, prorrogables por otros treinta en caso de necesidad, para finalizar su cometido. Serán nulas de nulidad absoluta -expresa la ley de convocatoria- todas las normas que dicte después de ese término. Ha transcurrido casi un mes desde la sesión inaugural y aunque es comprensible que, dada la importancia de su labor, la Convención trabaje sin apremios y analice con detenimiento los temas sometidos a su consideración, ni siquiera por asomo hay aún referencias concretas acerca de cuál será el resultado de esa labor.
Las jornadas iniciales de la Asamblea transcurrieron en medio de arduos debates de índole menor -o carentes de finalidades prácticas-, promovidos con la manifiesta intención de satisfacer meros intereses políticos partidistas. Dado el hecho de que ninguna de las cuatro agrupaciones políticas que integran la Convención posee la mayoría absoluta, hasta podría atribuírseles cierta razonabilidad a esas diferencias formales. Pero, tras resolver esas controversias, se suscitaron otras discusiones prescindibles, inconducentes o abstractas: por ejemplo, la originada por la mención de Dios en el futuro preámbulo del Estatuto, la propuesta de que el ex ministro de Economía de la Nación fuese declarado persona no grata o la pugna entablada en torno de la designación de un patrono político de la Asamblea.
Esas inesperadas dilaciones inducirían a sospechar que los estatuyentes metropolitanos no han interpretado algunas de las particulares circunstancias de la tarea que tienen por delante. Se trata de una coyuntura histórica, porque de ella depende la reforma del status institucional de la ciudad. La mayor parte de los porteños todavía no ha comprendido cabalmente cuáles serán los beneficios que le reportará la autonomía, pero intuye que el Estatuto será su soporte legal y por ese motivo depositó su confianza en los responsables de redactarlo.
La postergación de sesiones que habían sido previstas para la Asamblea tampoco contribuyó a exaltar la laboriosidad de los estatuyentes; por el contrario, contribuyen a que el proceso institucional porteño sea visto con el mismo generalizado sentimiento de indiferencia cívica que la ciudadanía experimenta ante las actividades de los cuerpos deliberativos colegiados que tienen la misión de representarla.
Numerosas entidades vinculadas con los quehaceres urbanos, organizaciones no gubernamentales e, incluso, muchos particulares han presentado, es cierto, iniciativas vinculadas con el Estatuto. Esas plausibles contribuciones espontáneas merecen ser atendidas, pero ello no implica que la Estatuyente se deba desentender de su objetivo primordial. Experiencias recientes demostrarían que a medida que se difiera la redacción del Estatuto para concederles atención a los detalles accesorios, mayor riesgo habrá de que la Asamblea, apremiada por la proximidad perentoria de los plazos legales, termine por elaborar y aprobar -como con apuro- un voluminoso y retórico texto, colmado de enunciados teóricos, pero poco práctico para atender su finalidad esencial.
La Convención Estatuyente debe tomar conciencia del tiempo relativamente escaso que le resta para cumplir su cometido y abocarse sin más demoras a producir un texto sucinto, limitado a consagrar las disposiciones esenciales para que puedan funcionar en plenitud las instituciones de la ciudad de Buenos Aires, queden satisfechas las legítimas expectativas de la ciudadanía y, al mismo tiempo, resulten inconsistentes algunas interesadas presunciones subsistentes acerca de la validez y el desenlace de la autonomía porteña.