Cambiemos enfrenta el dilema de su futuro electoral
Gane o pierda en los comicios, la coalición responde a un proceso histórico profundo e imparable
Cambiemos exhibe al terminar su mandato un balance que hubiera resultado tan asombroso en 2015 como lo fue su vertiginosa carrera hacia el gobierno entre las PASO y las elecciones generales de ese año. Su flanco débil es la economía; justamente aquel en el que se esperaba que el "gobierno de los empresarios" marcara la diferencia. En cambio, ha demostrado una destreza política llamativa merced al amplio abanico de su coalición -que por ahora no exhibe grandes ni graves fisuras- y a su comprensión de procesos socioculturales profundos en los que inevitablemente la Argentina está inserta. Tal vez convenga hacer un rastreo histórico de la naturaleza de este fenómeno novedoso.
Cambiemos fue el momento culminante de un proceso comenzado 15 años antes. El frenesí de nuestra crisis endémica devenida estado natural, agravada por la intensidad de la épica kirchnerista, eclipsó esta saga acumulativa. Sorprendió a la sociedad argentina precisamente en el momento justo de su maduración. El cansancio y la fatiga de una mayoría social respecto de la década kirchnerista acentuados durante el segundo -y caótico- gobierno de CFK le allanaron el camino hacia el poder.
Por poner solo algunos ejemplos: Cambiemos capitalizó a su favor la transformación del último elenco peronista en una secta. Sus desaciertos culminaron en la confección vertical de las candidaturas presidenciales y de la provincia de Buenos Aires, las acechanzas de una crisis económica aún irresuelta que ya llevaba como poco un lustro y el peligro cierto de un nuevo desbarranque como en 1989 o 2002. El espejo brindado por la Venezuela chavista aceleró los tiempos.
Pero estos fueron solo los factores de coyuntura que explican su desembarco en el gobierno. Hubo otros de mayor calado y de más larga duración. Para decirlo de alguna manera, la Argentina está inmersa en una verdadera revolución económica y social inconclusa aún no del todo asumida. Un tsunami que comenzó a mediados de los 70, arrasó con la propia dictadura militar, habilitó los fundamentos de la experiencia democrática más sólida de nuestra historia y se fue devorando, uno tras otro, a sus sucesivos protagonistas políticos.
Todos los actores sociales resultaron desde entonces reconfigurados, exhibiendo asimismo su rasgo novedosamente excluyente que la dirigencia del país no acierta ni siquiera a acotar. En el orden económico, la revolución ha sentado las bases de un capitalismo agroindustrial listo para competir en el mundo. Trabado en su desenvolvimiento pleno por las resistencias de regiones importantes dentro del establishment local. Conjugadas con las de otros segmentos sociales, estas explican en no poco las dos disrupciones colectivas dramáticas de nuestra democracia -1989 y 2001- y su fantasma latente.
La resolución provisoria de ambas no detuvo el tsunami. Solo lo soterró: en el primer caso, por el botín de las privatizaciones, y en el segundo, merced al milagro sojero que hizo posible la epopeya kirchnerista tornándola verosímil mientras duró. No bien exhibió sus límites, el kirchnerismo respondió con los anacronismos ideológicos clásicos de nuestro imaginario nacional aún dominante. Así se probó durante el alucinante conflicto con el campo de 2008. Luego de esa discordia, nada volvió a ser igual. El oficialismo se radicalizó en la línea de los neopopulismos más acendrados de la región, tendencia que se afirmó tras la muerte de Kirchner y la reelección de su esposa.
Simultáneamente, hicieron su primera experiencia de movilización un conjunto de sectores alarmados por el curso de lo que hasta 2006 parecía solo una impostura oportunista. Fragmentos del nuevo empresariado diseminado en todo el país eventualmente asociado a oligarquías regionales actualizadas programática y generacionalmente, sectores medios profesionales e intelectuales globalizados, segmentos obreros agobiados por la presión fiscal y hasta marginados por la administración espuria de los recursos asistenciales. A ellos se sumaron trozos de las estalladas fuerzas políticas tradicionales. Desde radicales y peronistas hasta neoconservadores.
Desde el comienzo del nuevo siglo, el núcleo en torno de Mauricio Macri fue definiendo un programa tácito y un proyecto político original signado por el pragmatismo. Se alejó de la ortodoxia liberal vernácula y se rehusó a la tentación del ogro filantrópico peronista disidente, ávido de una figura renovada para disputarle el poder al elenco kirchnerista. Sin prisa pero sin pausa, antes y después de 2008, prosiguió la edificación de su artefacto. En 2007 conquistó el gobierno de la CABA. Luego, contribuyó a derrotar al kirchnerismo liderado por el propio Kirchner en la provincia de Buenos Aires en 2009, y pese a la euforia de 2011, logró retener y hasta ampliar su bastión porteño.
Lo demás fue epílogo: la citada crisis de larga duración, la rebelión de los coroneles municipales de la primera sección del GBA -a los que Pro avaló en 2013 propinándole otra paliza electoral al oficialismo-, la mutación del kirchnerismo en facción a instancias de La Cámpora y el temor de la chavización del país. Fue en ese contexto que la construcción comenzada en 2002 se coronó en el "momento Cambiemos", sumando al centenario partido radical y su desprendimiento alemiano. En pocos meses, añadió a la provincia de Buenos Aires, a varias del interior y desembarcó en el propio gobierno nacional. Como tantas otras veces en la historia argentina moderna, los cambios se precipitaron sin transiciones, con todas las consecuencias deletéreas concomitantes.
A cuatro años de aquel curso vertiginoso, el balance luce ambiguo. Por un lado, el programa tácito de modernización en torno de una sociedad más abierta, libre y meritocrática, de un capitalismo moderno y abierto al mundo y de reintegrar a esta sociedad astillada sigue demorado como sentido común sustitutivo de nuestro arraigado y anacrónico nacionalismo popular. Producto acaso de un error de percepción sobre el comportamiento reactivo de una porción aun poderosa de nuestro capitalismo local, pese a que declama lo contrario. Nada demasiado distinto de lo que experimentaron en carne propia tanto Alfonsín en los 80 como Menem en los tempranos 90 y que suscitó, en no poca medida, la reacción de 2002.
A ello se suma la imposibilidad de acelerar los cambios dada la situación minoritaria de Cambiemos en el Congreso. Luego, el desgaste de su núcleo duro de clase media castigado por una macro cuya racionalización se exhibe más compleja de lo imaginado. Seguido por la insuficiencia de la penetración en los sectores empobrecidos conjugando asistencialismo con obras públicas y un microemprendedorismo de sustitución respecto de aquel de sesgo mafioso prohijado por la informalidad y una paraestatalidad cómplice. Por último, las impericias propias de tener que aprender de golpe y sin personal idóneo suficiente a administrar un Estado deshecho como el argentino. Imperdonables cuando proceden de reflejos megalómanos activados por la supuesta clarividencia de algunos y los éxitos efímeros de algunas coyunturas.
Gane o pierda las próximas elecciones Cambiemos responde a un aluvión histórico profundo e imparable. Con toda seguridad sería relevado en el próximo turno de contar con una oposición capaz de releer los pliegos de la revolución en curso. No la hay, o la hay recién en ciernes. Lo que sí hay le resulta paradojalmente funcional a su permanencia; aunque, a la manera de un sino trágico, bloqueando y deformando su pragmático y moderado programa reformista.
Miembro del Club Político Argentino