Caminatas olavarrienses
Camino de mañana o de tarde, al alba o por la noche, sola o acompañada, o con el perro (que sería sola y acompañada a la vez). Me gusta descubrir nuevos lugares a pie. El paso tiene el ritmo y la cercanía exactas. Todo me interesa. En este verano atípico, las caminatas son por una ciudad del centro de la provincia de Buenos Aires, Olavarría, y en los días que llevo acá pateé sus calles en busca de belleza. El circuito obligado bordea al Arroyo Tapalqué, labrado con puentes colgantes que son una delicia y un terror: hay que tener coraje para cruzarlos los días de viento. En los extremos norte y sur esperan parques que frecuentan las huestes del trote. Pero a mí no me mueve el ejercicio sino la curiosidad, un hábito, una necesidad de oxigenación. Pura flânerie o –en criollo– vagabundeo.
Por eso, me interno por sus calles, porque el verde es verde en todas partes. En las cuadras aledañas al centro o al arroyo encontré registros del paso del tiempo en ladrillos y maderas, texturas hechas por el clima y los años que son, para mí, obras de arte abstracto, anónimas, no humanas, hermosas. Me detengo a acariciarlas y a sacarles fotos, ante el estupor vecinal: no se estila acá el comportamiento anómalo. En cambio, es natural desearse entre extraños buenos días, buenas tardes.
La arquitectura de antaño se conserva en las viejas casonas de estilo con doble altura, molduras y rejas soberbias, puertas de ebanista con ventiluz. Casas chorizo con todas las de la ley. También en los negocios levantados con grandilocuencia: una panadería ocupa un cuarto de manzana, un taller de autos brutalista se anuncia con un cartel de bajorrelieve en el cemento del frontis, en una coqueta esquina aún se lee "ramos generales". Locales enormes que suelen parecer semivacíos, supongo que guardan relación con las calles doble ancho que caracterizan a esta ciudad: la Capital Nacional del Cemento.
Es posible, además, descubrir rubros que creía en extinción, como la vez que di con una galletitería: estantes con cajas de diferentes gustos para pedir por cuarto o medio kilo, como en la infancia. También hay cuchillerías y oleohidráulicas (todo para la maquinaria agrícola). El quiosco de la esquina vende leña y hielo. Quioscos así dan gusto.
Entonces, salgo a ver lo de siempre y a descubrir lo específico. Y si hay algo que Olavarría tiene en cantidad son autos de hace décadas, relucientes y andando. Esta es una ciudad tuerca llena de belleza de los años 70, varios Renault 4 impecables, Fiat 600 como recién salidos de fábrica, Peugeot 504 señoriales, Citröen 3CV inmaculados, un Fiat 128 amarillo patito, otro verde esmeralda. De décadas anteriores he visto Topolinos, Estancieras y una camioneta Siam Argenta que me dejó boquiabierta. Joyitas de colección que acá son de uso cotidiano porque las distancias son cortas y se la bancan: en quince minutos se cruza la urbe de un extremo al otro. Olavarría tiene autódromo, este parque automotor heterogéneo, y quizás la mayor cantidad de talleres mecánicos por habitante. Hay, por ejemplo, uno especialista en Citröen 3CV, El Cholo, que mantiene sin arrugas a una flota de autos de maestras de escuela.
En cada caminata confirmo que una ciudad nunca termina de conocerse. Quizá por eso colecciono en fotos algunos hallazgos: aviones a chorro que dejan estelas de cometa, colibríes insomnes que posan en alambres de púas. Algunas imágenes me quedaron grabadas, pero no las tomé porque soy fisgona, pero no tanto. Por ejemplo: a través del cristal de una puerta vi una especie de bar ocupado solo por gente muy mayor. Conversaban animados y sin barbijos, con una luz teatral que los iluminaba de costado desde un patio con galería. Por un momento, fue un viaje a los tiempos prepandémicos, en los que ser anciano no era sinónimo de riesgo, y señores y señoras de pelo blanco poblaban cafés con alegría. Tras unos metros de estupor, lo entendí: era un asilo.