Crear y morir en el exilio
Alguna vez nos toca consignar, mal que nos pese, la partida definitiva de un amigo. Pero, además, la muerte del artista argentino Eduardo Lozano, ocurrida hace unos días en Pittsburgh, Estados Unidos, induce a poner en foco la cuestión de los que se van del país en condiciones forzadas y, con el tiempo, generan espacios y mundos culturales en otras latitudes. A los 81 años, Lozano estaba a punto de conmemorar sus cuatro décadas de destierro (primero, obligado; después, voluntario), aniversario que coincide con otro: los 40 años del golpe de Onganía, causa de la diáspora de intelectuales y artistas que abandonaron la Argentina en 1966.
A Lozano el golpe lo sorprendió en la Universidad Provincial Sarmiento, de San Juan, donde nos conocimos y entablamos una fecunda amistad. De bibliotecario de ese ente regional, él saltó a la Universidad de Pittsburgh, donde el profesor Cole Blasier le encargó la creación de una colección bibliográfica latinoamericana.
Ya en los años 40 y 50, Lozano venía perfilándose como un talentoso poeta afincado en el Grupo Sur, que lideraba Victoria Ocampo, junto a los que fueron sus más caros amigos: Julio Cortázar, José Bianco, Enrique Pezzoni. En 1954, Octavio Paz lo incluyó entre las promisorias voces de la lírica latinoamericana ("El decir encontrado y ascético de Girri, el boscoso lenguaje -ora sombrío, ora brillante- de Eduardo Lozano"). Para entonces, sus frecuentes contactos en Montevideo con Joaquín Torres García y los artistas de su taller lo animaron también a un ejercicio pictórico que, con los años, quedaría como la expresión más significativa de su talento. Un reciente y opulento volumen editado en Buenos Aires, Lozano (Imágenes Vázquez, 2006), reúne 200 pinturas (el artista nunca les asignó títulos, a ninguna) y muchas de sus cerámicas.
En 1960 y 1961 LA NACION publicó varios poemas suyos, y en 1965 apareció su libro De nacer y morir (Losada), de cuya solapa se ocupó efusivamente Edgardo Cozarinsky. Fue entonces cuando nos encontramos en San Juan, en tareas cotidianas que, sin embargo, se interrumpieron al cabo de poco más de un año: el onganiato nos dispersó por distintas latitudes a todos, incluido el filósofo Juan Adolfo Vázquez, gestor en esa universidad de un programa educativo experimental. Ya instalado en Pittsburgh junto a su esposa, Billie Seddon, Lozano activó adquisiciones masivas de libros editados en todo el continente; se movilizaba él mismo, dos veces al año, en expediciones por distintos países que le permitían localizar ediciones casi inaccesibles.
¿Y la pintura? La ejercitó cada tarde, cuando regresaba de su rincón en la Biblioteca Hillman, y la alternaba con la cerámica. Obras suyas fueron incluidas en una muestra itinerante (Nueva York, Chicago, Miami, Houston, Los Ángeles, San Francisco). En 1987 trajo a Buenos Aires (expuso en Van Riel) sus inclasificables telas, abigarradas, de aldeas arcaicas, peces, locomotoras y seres mitológicos, en una mezcla presuntamente naïve de portentosas policromías, a través de "su poder comunicativo poco frecuente" (Aldo Galli dixit en LA NACION).
Hace unos años, la Universidad de Pittsburgh le dedicó un homenaje contundente: la colección de casi medio millón de volúmenes que él mismo había reunido a lo largo de treinta años pasó a llamarse oficialmente "Eduardo Lozano Latin American Library Collection", considerada -junto con su similar de Berlín- la más importante del mundo en su especialidad.
"Esta enfermedad me obliga a dejar mis proyectos inconclusos -le dijo a su sobrina Gloria Seddon en el transcurso de una entrevista, en mayo pasado, presintiendo un final cercano-. Por ejemplo, habrá alguien que escribirá y yo no estaré más para incluir su libro en la Biblioteca." Pero lo que estaba dejando era importante. Lo sembrado en territorio ajeno germinó y creció. Es una historia conocida; se mira a la distancia la propia tierra, la que se dejó atrás por el imperio de formas de poder prepotentes, destructoras de la cultura, como ocurrió aquí a partir de la tristemente recordada "Noche de los Bastones Largos". En la noche primaveral de una Buenos Aires de la que Lozano partió hace tanto tiempo, releemos unos versos suyos, muy viejos, que prenunciaron lo que habría de ser su propio derrotero, un desorden implacable y lúcido para transitar por su poesía, su pintura, su magia, "sin más rumbo que un tiempo que se pierde/en nubes sin dolor/u ojos de niño".
lanacionar