Cuando la política se vuelve superficial
Entre bravatas mezquinas y tuiteos insustanciales, la vida pública del país está signada por la contingencia. Esta agenda de lo inmediato resulta de las iniciativas del Gobierno, a las que los opositores responden sin aportar ideas de fondo

La agenda pública argentina está saturada de hechos puntuales y contingentes -algunos de innegable importancia, como las relaciones con Irán- y una encantadora galería de andanzas personales en almuerzos, tuiteos, cruces de bravatas y encuestas que nos hablan de las sensaciones epidérmicas de la ciudadanía. A lo que se agrega la creciente columna de la violencia, que se pretende minimizar con explicaciones ligeras o el revoleo de inculpaciones con intención "política". Creemos estar muy ocupados en "interpretar" los sucesos, pero sin que aparezca la inquietud de ordenarlos para que nos digan qué pasa en el fondo de la vida argentina y hacia dónde va nuestro futuro.
La política, la verdadera, ha perdido carnadura. Y la mejor prueba de ello es la desaparición de los partidos políticos, esas articulaciones de voluntades que en el sistema republicano -en la Argentina y en todos los países democráticos- se configuran alrededor de un sueño o un proyecto, más una organización y un conjunto humano consistente e idóneo al servicio del empeño común.
El aserto puede sonar duro, pero no es malintencionado, sino crítico. Porque hay personalidades públicas que se esfuerzan en reunir gente en encuentros y debates, acaso poco publicitados, pero sinceros, que raramente logran zafar de la agenda de lo inmediato y levantar la mirada para entender las cuestiones de fondo. Y esa agenda de lo inmediato resulta casi invariablemente de las iniciativas políticas del Gobierno, que ha conservado la habilidad de "tirar" todo el tiempo temas nuevos, reteniendo la iniciativa, como hizo con singular talento Néstor Kirchner. Esa máquina de novedades funciona muy bien gracias al vacío en que se mueven los opositores, que no sólo no presentan ideas entusiasmantes, sino que además entran con sorprendente facilidad en los pliegues de la maniobra oficial.
Pero ahí hay un partido político. Es el partido del Gobierno. Ese partido tiene el proyecto de perpetuarse, posee una organización que no es la del viejo PJ, sino el aparato del Estado que está exangüe, pero ocupado, y un capital humano que mantiene y recrea gracias a los fondos públicos. En los despachos se preparan los proyectos y las iniciativas, allí se forman los miembros de este partido, con los fondos públicos se financian sus actividades y se recluta a nuevos integrantes. Pero ese partido tiene un defecto redhibitorio que no hay que perder de vista: su sueño es permanecer, así que todo depende de los resultados. Las derrotas saben a vitriolo. Entonces, todas las formas para asegurar las victorias son usadas, porque la victoria es vital.
Los presuntos partidos opositores no tienen los músculos necesarios. No se escuchan ideas movilizadoras, sino, a lo sumo, propuestas de enmiendas parciales y prolijidades faltantes, y se ignora que los temas de fondo de la sociedad -la legitimación de la violencia y el avance del delito, en primer lugar- requieren una mirada de conjunto y un proyecto de coraje. La Argentina de hoy es demasiado desigual, está demasiado partida y asustada, y carece en toda su extensión de la armazón del Estado que permita la convivencia y la marcha común hacia adelante. Esa inarmonía que todos sentimos requiere ideas de fondo, que los partidos de oposición no están levantando. Pero tampoco tienen la organización y la capacidad de formar y sostener equipos que se abran a la riqueza de gente y pensamiento que hay en la sociedad.
Todo eso no es ilusorio. En las democracias europeas y en Estados Unidos, los afiliados y los adherentes a las candidaturas financian la actividad. El partido político debe ser concebido como una sociedad, de la que son propietarios sus miembros, no sólo por adhesión ideológica o emocional, sino también por su contribución material, en trabajo o en dinero, para sostener la organización. Cuando así se hace, no sólo se crea una base autónoma, sino que además cada miembro se siente con derecho a reclamar internamente y opinar sobre las orientaciones y las candidaturas. Tal vez sea este último aspecto el que desaliente a los dirigentes argentinos a formar partidos verdaderos. ¿Será que no quieren ser controlados y así disponer de la sigla partidaria a su antojo?
Estos partidos políticos opositores o alternativos sin estructura no tienen capilaridad para percibir los problemas de la sociedad, y al no ser reclamados por sus integrantes de base tampoco se esfuerzan en buscar respuestas a los temas de fondo. Y se convierten en lo que estamos viendo, empresas de marketing de personas, cuya principal legitimidad queda colgada de la vida mediática. Muchas de esas figuras parecen políticos sin raíces, que invierten su legitimidad, pues en lugar de llevar a los medios el sentir de la gente procuran usar los medios para tener existencia. Entonces, no les echemos la culpa a los medios de comunicación de la superficialidad de la política. No son los periodistas los que tienen que ir a escuchar el rumor de fondo de la sociedad. Ésa es, justamente, la tarea consular de los políticos, difícil, sensible y esencial para que la sociedad no tenga sobresaltos ni frustraciones.
Si el poderoso partido del Gobierno está viviendo en su autocontemplación, sus problemas sucesorios y su discurso justificativo es improbable que registre los cambios y las insatisfacciones de la sociedad: queda aislado en la superficie. Si los partidos alternativos no tienen contacto eficaz con la gente en un país vasto, complejo, con intereses contradictorios y grupos de presión entrenados y voraces, tampoco encarnarán las cuestiones de fondo y quedan confinados a la danza de personajes. ¡Que empieza a cansarnos a todos!
Este estado superficial de la vida política no puede ser permanente. Cuando se prolonga, pone a la sociedad en riesgo y prepara desenlaces que se presentarán antes o después, de modo manso o agitado, con resultados que no se pueden anticipar. Más aun en nuestro tiempo, viviendo en una sociedad democrática con un nivel de información mucho más fino que en el pasado y con un periodismo que por suerte para todos no para de escudriñar en los malestares y los desalientos de la gente. Y, como sabemos, en un país en que millones de personas cumplen con eficacia tareas cada vez más complejas en la producción, en la educación, en la cultura, en la ciencia. Esta suerte de aporía entre la vida política y la vida social no es estable.
La memoria argentina registra otros períodos en que estos desajustes se presentaron, de modo que podemos tomar, como siempre, algunas enseñanzas de la historia. A veces, esos estrangulamientos se resolvieron en períodos largos y con grandes movimientos de gentes y protagonistas, como en el que dio nacimiento a las reformas del radicalismo entre la Revolución del 90 y la asunción de Yrigoyen en 1916. Pero en otras ocasiones los tiempos de reajuste fueron mucho más cortos. Voy a recordar otro, también de carácter fundacional.
En octubre de 1945, habiéndose producido ya el alejamiento y la detención del vicepresidente Juan Perón, el presidente Edelmiro J. Farrell invitó al procurador de la Nación, Juan Álvarez, a formar, con cierto rol de primer ministro, un gabinete que condujera al país hasta la salida electoral ya anunciada por ese gobierno de facto. Era Álvarez un eminente jurista y destacado historiador que nos ha dejado un libro muy apreciado, Las guerras civiles argentinas , entre muchos otros trabajos. Liberal, antifascista y respetado por su mesura, el hombre estaba en condiciones de formar un gabinete con figuras de lo que entonces era la política visible. El encargo le fue hecho el día 13, según cuenta Félix Luna, y dedicó varios días a las consultas porque algunos nombres provocaban rechazo. Finalmente, reunidos todos los nombres y los acuerdos posibles, Juan Álvarez se encaminó a la Casa Rosada a presentar su gobierno al presidente Farrell. Cuando se apersonó, se le indicó que entrara por una puerta posterior, de las que dan a Paseo Colón, porque las puertas delanteras estaban cerradas, pues una gran muchedumbre se agrupaba en la Plaza de Mayo. Era el atardecer del 17 de octubre de 1945. Nunca juró aquel gabinete de lo visible. Había empezado otra historia.
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