El arte de la despedida
¿Cómo encontrar los adjetivos precisos para describir una vida? ¿Cómo hacer justicia al rastro que deja entre los vivos alguien que muere? Si esas son preguntas que se repiten una y otra vez a lo largo de nuestra existencia -más frecuentemente en estos años de pandemia- imaginen lo difícil que es dedicar todo su oficio al arte de la despedida. Porque no hay duda alguna de que escribir necrológicas es un arte. Acaso una de las avenidas menos transitadas pero más líricas del periodismo, los obituarios (la versión más recoleta de lo que en la cocina de las redacciones se denomina, simplemente, “necros”), sus textos deben cumplir dos objetivos aparentemente irreconciliables: descubrir al público existencias anónimas que merecen celebrarse y rendir homenaje a ricos, famosos y poderosos, recordándonos que tenían vidas por fuera de la mirada del público. Es muy difícil hacerlo bien, pero cuando se tiene éxito, la satisfacción como lector es inigualable.
Es tradición en los diarios anglosajones tener un equipo de redactores abocados exclusivamente a las necrológicas, que investigan años antes de que ocurra su muerte cada detalle significativo en la vida del sujeto del artículo, consultan especialistas para contextualizar su aporte en su campo de acción específico y realizan extensos chequeos de información e innumerables entrevistas con colaboradores, allegados, familiares e incluso con la misma figura, que se asegura así un módico de control sobre lo que será, necesariamente, “la historia de su vida”. The New York Times incluso ha expandido su equipo para escribir obituarios de víctimas de COVID-19, héroes anónimos y figuras históricas de todos los ámbitos de la vida que en los 170 años de existencia del diario no ameritaron para sus editores -presas de los prejuicios de su época y posición- el centimetraje que la posteridad sí les supo otorgar.
Entre las “vidas para descubrir”, ciertamente está la de Jon Lindberg, el hijo de Charles -célebre aviador y polémico aislacionista- y hermano menor de Charles Jr., cuyo secuestro y asesinato, a los 20 meses de vida, conmovieron al mundo en 1932. Su fallecimiento, el viernes último, a los 88 años, cierra una existencia dedicada al océano, la soledad y la aventura, “moldeada por las cumbres de la fama y los abismos de las tragedias que experimentó su familia”, como adjetiva el precioso texto de Katherine Q. Seelye.
Evitar injusticias y olvidos con “el diario del lunes” en la mano es probablemente el superpoder que quisiera todo periodista. Pero como hasta hoy nos ha eludido a todos, es que las redacciones preparan con mucha antelación la cobertura para el momento en que deban dar la noticia de la muerte de las figuras más importantes de la esfera pública. Esta práctica cotidiana -origen del humor negrísimo que solía ser la lengua común en las redacciones- es fuente de eterna curiosidad por parte del público (también de quien se sabe sujeto de estas cuidadas y extensas producciones). En otros casos, en los que el deceso sorprende a los periodistas poco antes que cause el estupor de los suscriptores, se aplican las generales de la actualidad.
Hay una tercera posibilidad, siempre la más difícil, que acontece cuando debe escribirse el obituario de alguna figura con la que el autor tenía una relación personal o profesional de larga data. Los sentimientos, no es ninguna novedad, suelen jugar una mala pasada también a los periodistas. Muchas veces, quien termina firmando la necrológica no es quien tiene más para decir o quien mejor lo conoció, sino quien está en condiciones de escribirla. Me pasó hace pocas semanas, cuando todos los medios publicaron la noticia de la muerte de Juan Forn, el editor y escritor con quien aprendí a hacer periodismo cultural. En ese instante, las discusiones eternas, la experiencia ganada, la juventud perdida y la gratitud eterna cayeron como un balde de agua helada. No hay palabras para escribir. Que sea un cliché no quiere decir que no sea cierto.