El costo de confundir catarsis con debate
Es paradójico: en un país politizado, el debate es un bien escaso. Hace tiempo fue reemplazado por gritos que ocultan ideas y por la personalización de acusaciones que desnudan precariedades intelectuales. Se discute poco y mal en la Argentina, y mucho menos se llega a alguna conclusión.
En su expresión pura y dura, esa escasez rara vez es compensada en un año con dos o tres largos debates parlamentarios sobre otras tantas leyes importantes. En los contornos de la política tampoco abundan los intercambios. Donde también debiera haberlos, en el campo académico o puramente intelectual, el lugar de la interacción y la conversación fue hace tiempo reemplazado por soliloquios. Muy al estilo de la época, ocurren monólogos o intercambios entre quienes piensan o creen en lo mismo. Muy pocos cruzan las prejuiciosas fronteras que dividen el pensamiento del país. En este páramo de cruces verbales que remedan ciertas formas perdidas, hasta a los más conocedores sorprendió, el lunes pasado, la escenificación de un debate político clásico en la convención nacional del radicalismo. La UCR es el único partido que se reconoce por el sostenimiento de formas y rituales de otros tiempos -no necesariamente mejores- y que persevera en exponerlos cada tanto.
Cuatro años atrás, los radicales habían resuelto por mayoría unir su destino al de Mauricio Macri en la convención de Gualeguaychú. En Parque Norte, entre críticas y quejas, ahora resolvieron mantenerse en Cambiemos por una amplia mayoría de convencionales. Es decir, mantener la decisión partidaria de estar en alianzas encabezadas por dirigentes de otras fuerzas. Es una manera de reconocer la ausencia de líderes nacionales y de potencia política como para dirigir una oferta electoral.
El rescate de las formas añejas y tradicionales que el radicalismo expone al desdén del resto de la política supone a la vez una demostración de lo que no hay y una sobreactuación de lo que ya no se tiene.
Ya se sabe que la Argentina tiene política casi sin partidos; aquellas formaciones se perdieron hace tiempo, en sucesivas crisis. Donde hubo alguna vez, en los dos siglos anteriores, un sistema de partidos, subsiste un esquema de dirigentes más o menos apalancados por sus posiciones en gobiernos nacionales, provinciales o municipales. Los radicales persisten en sus formas a riesgo de que se descubra que no tienen mucho más que esa escenografía. El debate en la convención fue en verdad una catarsis contra los males atribuidos a su socio, el macrismo. Ahí donde antes había sectores internos bajo algún liderazgo y con rasgos distintivos respecto del resto del partido, la UCR tiene grupos dispersos circunstancialmente armados para un fin determinado.
Sería un problema menor si se tratara del radicalismo, de cuya decadencia habla por sí mismo. Es un problema mayor porque los radicales son apenas un ejemplo de una situación extendida y generalizada. Una sociedad politizada, pero con pocos dirigentes y sin organizaciones que los contengan, es una contradicción que explica buena parte de los barquinazos y del rumbo incierto de la Argentina.