El día después importa más que las elecciones
Solo la resiliencia congénita de los argentinos frena un pronóstico más sombrío frente a la superposición de fenómenos que se concentran en el tramo final del segundo año de la pandemia.
La Argentina convive con dos crisis crónicas y convergentes: una decadencia de su economía con catastróficas consecuencias sociales que arrastra desde hace más de medio siglo, acompañada por el repetido desencuentro de sus dirigentes políticos, siempre reacios a acordar un rumbo de largo plazo sobre ejes comunes. Existe una excepción, afortunadamente: la elección de la democracia como sistema permanente.
"El ciclo que transcurre entre las dos elecciones no ha sido otra cosa que la extensión del suspenso"
Aunque naturalizados, esos fenómenos no dejan de ser la esencia de las malas noticias que se agregan a diario sobre la situación argentina.
Ahora, entre el primer minuto después de las elecciones del 14 de noviembre y el último de 2021, se concentran los presagios sobre dos episodios agudos de esos conflictos crónicos.
En cambio, el ciclo que transcurre entre las dos elecciones no ha sido otra cosa que la extensión del suspenso, enmarcado por un desesperado intento oficialista de encontrarles el precio a los votantes en fuga. Ese tiempo esconde algo más que un resultado definitivo.
Otra vez, economía y política tienen un pronóstico inquietante cargado de incertidumbres. No será la decisión de los votantes en sí misma la que abra camino hacia las tensiones y las decisiones políticas, aunque el resultado fija un nuevo punto de partida.
Ya dejó de ser sorpresa la decisión de votar contra el oficialismo por parte de un electorado que llegó a las PASO entre la desesperación por los perjuicios de la pandemia y el enojo por los desmanejos del Gobierno.
El Gobierno y sus socios mayoritarios tienen dos crisis en estado de latencia a plazo fijo
Aquella fue una catarsis de los que fueron a votar para castigar y también de los que resolvieron no concurrir a las urnas como demostración de su enojo. El resultado, un adelanto de la posible derrota del oficialismo. El 12 de septiembre se convirtió en una fecha en la que lo que iba a ser un triunfo del kirchnerismo se convirtió en una enorme y desagradable sorpresa para militantes y dirigentes.
La táctica del reparto de fondos y el ingreso al gabinete de supuestos expertos en torcer resultados no tiene mayor reflejo en los sondeos de opinión, como tampoco en el ánimo de los funcionarios del Gobierno, que se preparan para el acto final de la crisis que Cristina Kirchner activó tras la derrota en las elecciones primarias.
Como decíamos, el Gobierno y sus socios mayoritarios tienen dos crisis en estado de latencia a plazo fijo. Como todo conflicto, la resolución no depende solo de sus propios protagonistas.
¿Qué ordenará primero la agenda de detonaciones? Un previsible resultado adverso aparece primero, pero apenas por una cuestión de tiempo.
Es esperable, por lo tanto, que ocurra un nuevo reacomodamiento del Gobierno, esta vez enfocado en afrontar la segunda mitad del mandato de Alberto Fernández.
Ese nuevo arranque llega con un presidente que primero eligió no desafiar a su socia y benefactora, y luego perdió el remanente de autoridad que le quedaba.
El presidencialismo argentino impone conductas filosas: se ejerce el poder o se lo resigna. Fernández creyó poder hacer lo uno y lo otro al mismo tiempo, con el resultado conocido. Ahora depende de decisiones ajenas que, llevadas a un extremo, podrían provocar hasta una crisis institucional.
Basta recordar la tétrica semana posterior a las elecciones primarias para asumir que, otra vez, el rumbo del Gobierno puede ser resuelto con un par de cartas publicadas en las redes sociales por la vicepresidenta de la Nación.
Sin embargo, la dimensión del conflicto político en el oficialismo hace prever algo más que un cambio de gabinete como el ejecutado como consecuencia de una derrota provisoria. Es Cristina, pero también el resto del por ahora silencioso peronismo, quienes deben resolver qué rumbo tomarán y por intermedio de qué funcionarios.
¿Eso incluye la continuidad de Alberto Fernández? No es una pregunta temeraria, sino una duda abierta por los propios responsables, acostumbrados a cargar de más drama situaciones críticas. Quienes más conocen a Cristina Kirchner afirman, para morigerar el tema, que ella no tiene el más mínimo deseo de volver a la presidencia y que está cómoda ejerciendo el poder a distancia.
Detrás del rumbo que elija el oficialismo luego de las elecciones habita el objeto de ese nuevo destino: una fenomenal crisis económica y social.
El problema del país es entonces presenciar cómo un gobierno derrotado en las urnas reacomoda sus espacios de poder mientras resignifica los roles de sus protagonistas y, a la vez, resuelve si se radicalizará, dejará correr la crisis manteniendo el orgullo de no tener un plan económico o afrontará la cruda tarea de hacer un ajuste antes de que la propia economía provoque un estallido que lo haga en su lugar.
Nunca, como ahora, un resultado electoral importante es menos atractivo que el día después en el que amanecerá el desenlace de dos crisis agudas de dos viejos problemas crónicos.